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13
FEB
2008

argentina en tiempo presente

A 26 años del fin de la dictadura y a siete del rechazo a la experiencia neoliberal, el país sigue atado a un modelo dependiente de configuración nacional.

Y bien, ¿por qué no? Es hora de echar una mirada sobre nosotros mismos, a 26 años de reinaugurada la democracia y a seis de haber empezado a salir del pozo en que nos había arrojado el experimento neoliberal practicado hasta sus últimas consecuencias durante la década de los '90, bien que iniciado mucho tiempo antes.
Antes, incluso, del golpe militar del '76; antes del derrocamiento de Arturo Illia, antes de la expulsión de Arturo Frondizi de la presidencia.
1955 fue el año fatídico -lo hemos dicho otras veces, pero nunca está demás subrayarlo-, a partir del cual la incipiente Argentina industrial y con aspiraciones autárquicas ingresó a una espiral descendente. Espiral con altas y bajas, que consintió algunos rebrotes de esperanza, pero que no pudieron revertir la corriente.
Un país sin cabeza
Después de la explosión del 19 y 20 de diciembre de 2001 pareció que el país se decidía a levantar cabeza. Pero se trataba de una cabeza vacía de ideas constructivas, donde faltaba la correa de transmisión que es esencial para condensar y transmitir la energía de un pueblo. Es decir, faltaba la elite dirigente.
El país escapó de la ronda infernal de la megacrisis recesiva gracias a la simple movida de salir de la paridad con el dólar, expediente este último que había servido para parar la inflación a principios de los '90, de la mano del mismo ministro que había nacionalizado la deuda ilegítima contraída por la dictadura, reduciendo al país, con ese acto de arbitrariedad suprema, a la condición del galeote que arrastra una bala de cañón aferrada al tobillo.
El recurso al uno por uno respecto a la divisa norteamericana, acogido con alivio por muchos argentinos desesperados ante la licuación de sus activos, terminaría sin embargo de hundir lo que restaba de la industria nacional, mientras una corte de fulleros, presidida por un "vivo" de acento cansino, esquilmaba al Estado, privándolo de su patrimonio y regalándolo, en sentido literal, al capital transnacional; sin dejar por cierto de extraer pingües beneficios personales de esa maniobra.
La fuga de capitales, cuando se hizo evidente que el experimento no daba para más, y la confiscación de ahorro practicada con el corralito, vinieron a rematar el saqueo.
Con respiración asistida
Ahora, a la vuelta de tantos desastres, estamos sumidos en el reino de la inconsecuencia. Mientras la oposición se eriza denunciando hechos de corrupción que no revisten ni la milésima parte de la gravedad de los consumados en las décadas pasadas -y en los cuales no pocos de sus miembros estuvieron implicados, por acción u omisión–, el gobierno despotrica contra la era neoliberal, pero no invierte los datos fundamentales que la signaron. Ni la oposición ni el gobierno hacen hincapié en los temas centrales que deberían ocuparlos y que deberían convertirse asimismo en el meollo del debate nacional.
Mientras la bonanza que consienten las exportaciones de soja siga aplacando al espectro social y llenando las arcas del Banco Central, se hace posible seguir divagando sobre problemas que, si no son falsos, son secundarios, como la inacabable revancha contra los verdugos del proceso o la reluciente novedad que plantea la portación del apellido. ¿Será obligatorio llevar los de los dos progenitores? ¿El de la madre deberá anteceder al del padre?
En un país afligido por un problema identitario de larga data, no deja de ser curioso que este sea referido no a la historia sino a una especie de pugna de género...
También es posible entretenerse con los tejemanejes políticos apuntados a la alineación de fuerzas con miras a futuras elecciones. Que Lavagna, que los Kirchner, que Alfonsín, que Carrió... Y asimismo con los increíbles dislates de los asambleístas de Gualeguaychú, piqueteros “paquetes” y saboteadores de la unidad de los pueblos del Plata.
Nadie se hace cargo (al menos públicamente) de los verdaderos problemas. Los personeros del Ejecutivo suelen despotricar contra lo actuado en el pasado y tienen un discurso de orientación nacionalista. Algunas de sus medidas insinúan un cambio y la orientación de la política exterior, por fortuna, ha abandonado el seguidismo para con Estados Unidos que había distinguido a anteriores administraciones. También se ha paliado la extrema dureza de las condiciones de vida de los sectores más sumergidos y la reactivación económica, que estimula al sector inmobiliario y en alguna medida al fabril, produce un cierto grado de euforia. Se han frenado las privatizaciones que amenazaban a las plantas nucleares y a los pocos activos restantes del Estado, como Yaciretá y Salto Grande.
Pero mientras tanto el país sigue viviendo de la exportación de commodities; las empresas petrolíferas y mineras continúan en manos extrañas; no hay una reforma fiscal progresiva y no hay signos de que ello vaya a suceder; se refuerza la concentración de la riqueza en pocas manos; no hay crédito que fomente las iniciativas estratégicas; no hay trazados camineros adecuados; no existen una fuerza armada y una industria de defensa dignas de tal nombre; no se analiza cómo repudiar la ilegítima deuda externa que nos abruma y los ferrocarriles, rifados a la manchancha por Menem, siguen desvencijados y, en vez de ponerse en campaña para reestructurarlos, se prefiere contraer una importante deuda para construir un "tren bala", que se supone unirá en un santiamén a Buenos Aires con Córdoba, pasando por Rosario.
Está muy bien contar con algo tan excelente y que requiere de tan alta tecnología. ¿Pero no sería más sensato cancelar primero los concesionamientos a las personas privadas que no han cumplido sus compromisos y proveer al país de una estructura ferroviaria que sea eficiente, que alivie la recarga del tránsito carretero y que consienta el transporte de mercancías y pasajeros en condiciones convenientes? Pero para eso hay que tocar intereses creados, desde luego.
No se puede disociar a nadie de su pasado. Aquí no hay inocentes; cuando mucho, hay quienes son menos culpables que otros, pero la esencia del espectro dirigencial argentino está viciada por los renuncios cometidos y por la no asunción de las responsabilidades graves que tocaron a todos durante el torbellino que envolvió al país a partir de la implantación de las políticas de ajuste, prohijadas desde el exterior, que condenaban a este y a otros países a acomodarse a una globalización económica impulsada desde el centro del poder mundial.
No hay casualidades
La carencia de una clase dirigente a que aludíamos antes y que significó que parte del impulso cobrado en 2001 se perdiera en el aire, no es fruto de una casualidad. Si desde el segundo tercio del siglo pasado habían comenzado a emerger en Argentina corrientes intelectuales que se esforzaban en revisar la historia para ponerla sobre las verdaderas bases materiales y sociales que la habían conformado, la aplastante experiencia neoliberal que acompañó al terrorismo de Estado practicado durante la dictadura y que se prolongó después, dejó al país inerme en el plano intelectual y flojamente parado sobre sus piernas, como un paciente al comenzar la convalecencia. Pero en vez de tonificarlo con los remedios que hacen falta, se ha preferido suministrarle paliativos (aspirinas en vez de vitaminas, para seguir con el símil médico) y confiar en la madre naturaleza para que se recupere por sí mismo.
La catástrofe por la que pasó Argentina no se diferencia de la que devastó a todo el mundo subdesarrollado e incluso alcanzó, con potencia de huracán, a las potencias del ex-bloque comunista, no bien estas arriaron sus banderas y se rindieron al espejismo de las maravillas del libre mercado.
Pero allí las brutales transformaciones fueron seguidas por una reacción, protagonizada por las fuerzas de reserva del estamento dirigente: tras Boris Yeltsin y el desastre que perpetró en Rusia, de la policía política surgió Vladimir Putin, quien la está reconstruyendo de acuerdo a las reglas de una suerte de capitalismo de Estado. No es simpático, pero ha frenado el desplome del Estado y complicado la ofensiva norteamericana para hacerse con la hegemonía.
En China, la transición al capitalismo fue no menos brutal, pero las riendas del proceso nunca escaparon de las manos del partido, corrupto o no, y por cierto hasta aquí muy injusto en la distribución que hace de la renta; pero anoticiado de los riesgos de desintegración nacional que acompañan a una reversión de la economía centralizada a la economía de mercado, y decidido a controlarlos.
Aquí, y en la generalidad de los países de América latina, con la excepción de Brasil (relativamente) y Venezuela, más allá de las declamaciones no se percibe una intención estratégica clara en el sentido de escapar del torno globalista, concibiendo a las agrupaciones regionales -como el Mercosur, por ejemplo- como algo más importante que un simple club de intercambios comerciales.
No es esta una situación promisoria. El nunca más a la dictadura y a las prácticas económicas que sumieron al país en la pobreza, más la bonanza que consiente la exportación de productos agrarios al mercado asiático, puede que sean por un tiempo más una barrera resistente contra el retorno de las políticas más crudas del capitalismo salvaje; pero sin un Proyecto Nacional estas no van a aguantar indefinidamente.
Se nos dice que China es invulnerable a la recesión que despunta en Estados Unidos y que por consiguiente nosotros podemos quedarnos tranquilos detrás del "blindaje" sojero, cualquiera sea la devastación ecológica y las consecuencias sociales de este, como son la deforestación del bosque nativo, el vaciamiento del campo y la consiguiente hiperconcentración urbana. Pero esta es una hipótesis que tiene mucho de expresión de deseos y, de todos modos, no puede preservarnos indefinidamente de una crisis mundial que está al acecho.
La persistencia de la deuda externa, la destrucción de los recursos naturales, la incapacidad para transformar a los mass-media en instrumentos de instrucción y esparcimiento en vez de embrutecimiento, son datos que no hablan bien del rumbo que llevamos. En lo referido a los medios de comunicación hay excepciones, a veces notables: el canal oficial ha recuperado altura y se ubica, por suerte, a una distancia sideral de la que tenía cuando era comandado, pongamos, por Gerardo Sofovich; pero está lejos de poder contrabalancear la abulia mental inducida por la generalidad de los medios, que captan a la abrumadora mayoría del público.
El cuadro no es alentador. Pero esta visión no proviene del desencanto ni de la desesperanza. No deriva del pesimismo. Es parte de un esfuerzo por cobrar conciencia de lo que ocurre para intentar enmendarlo. En esa tarea todos, desde el puesto que le corresponda a cada uno, debemos buscar las opciones para reelaborar el discurso creador y para recuperar la conciencia crítica como fundamento de una comprensión latinoamericana y argentina de las cosas, lo que nos permitiría desatar los nudos con que el discurso sistémico intenta alienarnos de la realidad.

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