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09
DIC
2009

Capricho y Prejuicio

Algo sobre los críticos y la crítica, a propósito de dos directores de cine muy en vista en estos momentos.

A veces el examen de la actualidad referida a la política, con su cotidianeidad de mezquindades, grupos de presión e irracionalidad, violencia económica y militar desatadas sobre el mundo para sostener el sistema de dominación de los grupos de privilegio que acumulan beneficios y concentran, tergiversan o desjerarquizan la información, a veces, digo, ese análisis coyuntural se hace demasiado redundante. Aburre volver una y otra vez sobre comportamientos y fenómenos sabidos y que sólo podrán variar de producirse episodios de corte revolucionario. Que existen, desde luego, pero que ocurren sólo de tanto en tanto, aunque se vayan gestando dentro del proceso molecular de la historia hasta alcanzar su madurez y estallar haciendo borrón y cuenta nueva.

En ocasiones, entonces, se hace preciso salir a tomar aire. Lo cual no necesariamente significa escaparse, sino más bien abordar la realidad de un modo más tangencial, sin someterse al dictado de la coyuntura. El arte brinda esos espacios menos acotados por la urgencia de lo cotidiano, en los cuales circula el viento y adonde el artista puede, hasta cierto punto, crear una realidad nueva, que a nosotros espectadores o críticos nos permite otra forma de aproximarse a las cosas. La coerción de estas por supuesto está presente en el discurso estético, pero se encuentra mediada por unas estructuras que resultan de una voluntad creadora que en cierto modo se puede independizar de la servidumbre a aquellas.

El arte contemporáneo por excelencia, el cine, hoy no es demasiado fructífero en creadores originales. Pero los ritmos y la realidad del presente se encuentran representados en él mejor que en ninguna otra parte. Brinda entonces la posibilidad de analizar la realidad desde una posición más desahogada que aquella a la que obliga el seguimiento de una actualidad articulada en episodios cotidianos y urgentes, que deben ser examinados hoy porque desaparecen mañana. En la evolución de las formas del cine, en la coincidencia o el contraste que se establece en él respecto de los estilos expresivos del pasado y en la manera que el público y la crítica tienen de distribuir sus favores, es posible detectar el rastro del sistema global y el sometimiento o la disconformidad respecto a este.

Las cosas que más han atraído la atención de quien esto escribe en tiempos recientes están vinculadas al tipo de registro que algunos de los directores más brillantes (que no por fuerza tienen que ser los mejores) imprimen a su trabajo. Es decir, al estilo narrativo que utilizan para organizar el material argumental del que disponen. Al mismo tiempo es significativa la repercusión que esas formas encuentran en el público y la crítica. E incluso la instalación en esta, en especial la norteamericana, de un parti pris, de un prejuicio favorable respecto de algunos realizadores, a los que de alguna manera se los entiende como más modernos. En ciertos casos se tiene la impresión de que un contagio afecta a los críticos, quienes coinciden, matices más, matices menos, en alabar o tomar en cuenta, desmedidamente, a unos productos en detrimento de otros, trabajados en un estilo jugado de distinta manera, sin hacerse cargo, primero, de que esos registros pueden estar vinculados de íntima manera a la naturaleza de las historias que se cuentan y, segundo, que el registro favorecido y más popular no tiene porqué ser superior al menos estimado a nivel masivo.

Nada de esto se comprende si no se lo ejemplifica de forma concreta. Tomemos entonces a dos directores bastante observados por la crítica e inmersos en trabajos cuyas proporciones exigen del cine esa estructura productiva, financiera e industrial que distingue a Hollywood y sin la cual el producto no sería posible. A dos directores, en suma, que no pretenden ceñirse a un cine austero, a un “cine de autor” en sentido estricto, sino que incursionan en las aguas del “cine comercial”. Como se sabe este puede ser vehículo a veces de enormidades olvidables, pero en algunas ocasiones aporta el testimonio de una realidad que existe no tanto en las peripecias que se vuelcan en un relato, sino en la forma en que esa materia argumental, con frecuencia irrelevante, tiene de ser montada y accionada.

Vértigo

Viendo Bourne: el ultimátum, por televisión, días pasados, me topé con un ejemplo extremo de lo que estoy queriendo significar. El director Paul Greengrass, como no pocos de sus colegas, practica un estilo “ametrallante”. Los planos son brevísimos –parecería existir una regla que no consiente que duren más de cinco segundos y en muchos casos son planos secuencia que se encadenan unos con otros sin dejar al espectador la posibilidad de fijar la atención en ningún detalle de estos-, e incluso en los escasos momentos en que la cámara se fija en el rostro de algún actor hay un temblor impalpable en la imagen que resulta del empleo de la steady cam o, más probablemente, de la filmación cámara en mano, que procura una sensación de inestabilidad que propicia y antecede al desencadenamiento, otra vez, de la velocidad pura. Persecuciones a todo motor en la ciudad, choques, peleas y tiroteos se suceden con un automatismo donde solo la convicción de la invulnerabilidad última del personaje, conocida o dada por supuesta por el espectador, ofrece un referente firme, aunque a la vez le quita al drama la posibilidad de lograr un auténtico suspenso.

Ahora bien, el vértigo de este estilo “ametralladora” parecería estar respondiendo a un tipo de percepción de la realidad determinado no sólo por el “vértigo de la vida moderna” sino también y en especial por la irrupción del mundo digital en nuestra existencia y la alteración instantánea que es posible lograr en los datos que se producen en la pantalla. La revolución cibernética es tan vasta que afecta ya no sólo a las coordenadas de la economía, a la información y a los sistemas de armas globales, sino también nuestra psicología, conformándonos como individuos impacientes, que en su compulsivo afán de llegar cuanto antes a un resultado se precipitan a abrir las múltiples ventanas que desde el navegador web se abren a un universo cuya vastedad es imposible dominar con un sobrevuelo a toda velocidad. Hay instancias que requerirían de cierta paciencia y, sobre todo, de un método, de un sistema de comprensión del mundo que nos dé un hilo rojo: una cuerda que nos permita recorrerlo sin perdernos en su laberinto; en los infinitos rincones que ese mundo nos propone.

La aceleración de los tiempos del relato se corresponde con esta impaciencia. El paso de una situación a otra y la violencia que cargan esos desarrollos no nos impiden constatar, sin embargo, que la situación está congelada en una repetición infinita. Es interesante percibir que este desplazamiento constante en la inmovilidad (que bien puede representar a la anomia moderna) es la imagen invertida de algunos argumentos recurrentes en el pasado, donde las situaciones se repetían una y otra vez, aunque, si se quiere, en una clave distinta. El caso de Bourne, el personaje encarnado por Matt Damon, en efecto, funciona al revés que el de El Fugitivo, personificado por David Janssen allá por los años 60 y 70. Este último era un tipo abrumado por un hado siniestro, que intentaba con desesperación poner distancia entre él y sus perseguidores, acusado y condenado a muerte por un crimen que no había cometido. Aquí había un halo fatal que desaparece en Bourne, un individuo asimismo sometido a una persecución implacable, nada menos que de parte de la CIA y de los jerarcas que han redefinido su personalidad como la de un sicario, y que han desconfiado de él a partir del momento en que saben que ha perdido la memoria y que está deambulando por el mundo como una bomba cargada de información ultraconfidencial. Dato más que suficiente para procurar eliminarlo a cualquier costo. Pero Bourne no se limita a escapar: quiere saber y también tomar revancha de las indignidades a que ha sido sometido, así como cobrarse el asesinato de su pareja. La diferencia entre el personaje de Jenssen y el de Matt Damon es obvia: el uno es una víctima, el otro un perseguidor tanto como un perseguido.

Los comentarios generados en torno de la serie de Bourne y a las habilidades de su director Greengrass han tendido a valorar la movilidad del filme. En una especie de adhesión un poco mecánica a la percepción popular del cine de acción, esos comentarios se sitúan en una actitud favorable a la obra, la aceptan como la expresión de un folklore moderno y la ubican de este modo en un sitial de preferencia para la apreciación crítica.

Otro registro

No sucede lo mismo con un director como Joe Wright y sus películas Orgullo y prejuicio y Expiación, ambas basadas en sendos –y notables- relatos literarios. Desde luego, se reconoce la aptitud del director y su equipo para procurar unas acabadas reconstrucciones de época y para enhebrar un discurso narrativo sin fisuras, pero la apreciación crítica aparece teñida con un matiz desdeñoso: se trata, para estos comentadores, de un cine de prestigio, de un cine “escapista” y dedicado a celebrar los fastos o las peculiaridades de épocas y ambientes revolucionados por el tiempo.

El “escapismo”, sin embargo, quizá sea un término más aplicable a esas aventuras vertiginosas como las de Bourne, que aturden con la exposición de una rapidez fin a sí misma y detrás de la cual no parece ocultarse realidad social alguna, como no sea la del infinito juego conspirador de los servicios secretos. Las raíces sociales, económicas y políticas de la mecánica criminal que subyacen a la feroz e inverosímil aventura permanecen ocultas y el espectador no tiene tiempo siquiera de planteárselas, ocupado como está en recibir las sensaciones que explotan en la pantalla y lo sumergen en un universo mareante.

El cine supuestamente “de prestigio” practicado por Wright, en cambio, propone una aproximación clásica a una realidad sin duda vinculada a épocas pasadas, pero cuya verosimilitud es innegable ya que, como todo examen sincero de los resortes de la psicología humana, tiene una validez que excede a los parámetros de su época y puede ser percibida en cualquier momento. Por ejemplo, en la versión fílmica de Orgullo y Prejuicio el texto de Jane Austen es respetado a la letra: los pasajes del relato están bien fijados en el marco temporal en que ocurrieron y el comportamiento de los personajes se atiene a la movilidad exterior de esas figuras. Y sin embargo, ¡qué convincentes que resultan sus pasos para el espectador contemporáneo! Ello deviene del hecho de que Wright y sus guionistas han sabido cargar a la tersa, elegante y púdica prosa de Austen con una atmósfera sensual que en el libro no está presente; que le subyace, quizá, pero que no aparece de manera explícita, sea porque Austen no podía permitírsela o porque, quizá, no podía imaginársela siquiera. Pero escenas como el choque entre Elizabeth Bennett y Darcy en ocasión de la primera declaración de este y la repulsa de Elizabeth tienen una densidad erótica de primer nivel. Sin alterar una línea del texto original y sin incurrir en contacto físico alguno, los personajes se colocan a un paso de una explosión amorosa donde se combinarían el deseo, el rechazo, el rencor y el miedo en partes iguales. Esta complejidad hace de los personajes y situaciones de la versión fílmica de Orgullo y Prejuicio una de las mejores adaptaciones de una gran pieza literaria que se han hecho para el cine y la dota de una accesibilidad para el público contemporáneo que la hace perfectamente comprensible para este.

La adaptación de la novela de Austen fue admitida con cierta reluctancia por la crítica, pero esta se mostró sensible a su elegancia, a la belleza de su composición y al trabajo de que son objeto los personajes. La recepción de Expiación ( Atonement), la otra película de Joe Wright que siguió a la anterior, basada asimismo en una novela, de Ian McEwan en esta ocasión, fue mucho más fría, a estar por lo que se ha podido pispar en las revistas y las columnas especializadas de Estados Unidos. Esta historia fatal de amor y desencuentro, ubicada primero en el ambiente de la clase alta británica durante los años 30 y luego en la caótica retirada de Dunkerque a comienzos de la segunda guerra mundial, fue tachada de preciosista, demodé y, en cierto modo, de snob, en la medida en que se fijaba en un estrato social aristocrático y ponía en escena el tópico romántico de muchacho pobre enamorado de muchacha rica. El mundo de la upper class británica, sin embargo, ha sido objeto de múltiples y prestigiosos abordajes narrativos en las novelas de Evelyn Waugh, Henry James, William Thackeray o Anthony Powell –sin hablar de Jane Austen. Con ese criterio podríamos terminar renegando incluso de la obra de Marcel Proust.

El talento artesanal de Wright es cuestionado, por ejemplo, por ser… ¡demasiado grande! El ya famoso travelling que cruza la playa de Dunkerque y brinda una descripción coral del desastre en una toma ininterrumpida que dura cinco minutos y medio, fue definido como retórico, pues fuerza, se dice, a que el espectador quede atónito frente al despliegue expresivo y pierda de vista la esencialidad del drama humano que hay en el caos de la derrota. Prescindiendo del hecho de que Wright y su guionista Christopher Hampton en alguna ocasión explicaron que se habían visto forzados a resolver en una sola toma una situación que hubiera exigido muchas más horas de rodaje, desbordando así un presupuesto ya muy elevado, el punto de vista adoptado no tenía porqué ser el de Fabricio en Waterloo: también cabía asumir el de Victor Hugo en la misma batalla. En vez del examen circunstanciado del horror de la guerra a través de la experiencia de un soldado singular, siempre existía la posibilidad de elevarse por encima de la melée y brindar un cuadro de conjunto en el que sin embargo no faltasen los detalles grotescos u horribles que puntean un campo de batalla. Después de todo, Joe Wright no estuvo en Dunkerque en 1940; pero su toma de distancia y su presunta retórica no le impidió, en esa famosa toma rematada en una cantina llena de soldados borrachos y furiosos contra sus mandos, destruir la leyenda que la propaganda británica elaboró en torno del “espíritu de Dunkerque”, que todavía es ley en los lugares comunes forjados a propósito de la segunda guerra mundial.

La crítica suele ser caprichosa al embanderarse en coincidencias cómodas a favor o en contra de alguien. En el segundo de estos casos a veces da la sensación de que esas tomas de partido se cargan de una especie de rencor contra el objetivo al que se castiga. Tal vez porque admitir el tino y la habilidad del realizador contra el que se ha practicado ese tiroteo, implicaría reconocer lo errado que se ha estado en las primeras evaluaciones de su producción. El solista, la última película de Joe Wright, ha tropezado una vez más con esos criterios. Es una película que se aparta radicalmente del ambiente de las clases altas y explora a los ex hombres marginados de Los Ángeles, ciudad emblemática del cine y del relumbrón farandulero. El tema está tomado de una crónica del periodista de Los Angeles Times, Steve López, a partir de su encuentro con un músico negro, ex niño prodigio del violoncelo pero afligido de esquizofrenia y entregado al azar misérrimo de la calle. Es una bella historia, muy poco indulgente y que nada tiene que ver con los ambientes prestigiosos que hasta ahí el director había abordado. Está narrada con un ritmo acorde a la naturaleza del asunto, mucho más rápido que el empleado en los filmes anteriores de Wright, pero de ninguna manera híper acelerado o furioso. La crítica sin embargo lo estimó como desigual y centró los méritos del mismo en el desempeño de los actores principales, Robert Downey, Jamie Fox y Catherine Keener. Y no dejó de señalar ciertos rasgos que estimó como kitsch en la formulación de ciertos pasajes, aunque para uno tal defecto no se perciba por ningún lado. Es como si la cátedra quisiera reconfirmar un juicio emitido previamente a propósito del director y no quedar desubicado respecto a aquel.

El oficio del crítico es muy necesario, tanto para poner en evidencia los fallos de un autor como para relevar sus méritos, pero conviene no dejarse envolver por él y asumir, al mismo tiempo, cierta distancia respecto al interpretador de oficio. El trabajo de intermediación entre la obra y el público que cumple la crítica corre siempre el riesgo de la subjetividad abusiva, del impresionismo o de la pereza intelectual. Bueno es, entonces, ceñirse al criterio propio, intentando siempre filtrar la opinión que emite el profesional entendido a través del tamiz de la propia sensibilidad dek espectador. Este será siempre un ejercicio útil, capaz de armarnos para dilucidar no sólo las vías del arte, sea este superior o de entretenimiento, sino también para no abandonarse a la corriente de las ideas convencionales. “Criticar al crítico” es también una forma de conservarse alerta.

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