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27
MAR
2010

Provincialismo

Una solvente pero limitada aproximación a la guerra de Irak.
Una solvente pero limitada aproximación a la guerra de Irak.
El último premio Oscar fue para una película que comprime dos características típicas de la cultura masiva estadounidense: su sapiencia técnica y su autoencierro.

Los norteamericanos –o al menos su élite dirigente- han enfatizado desde hace tiempo la naturaleza perversa del “Imperio del Mal”, sambenito que han colgado a una serie de países que tienen la osadía de desafiarlos y que concurrirían a sustentar las actividades de unas organizaciones terroristas de indefinido perfil, pero vinculables genéricamente al fundamentalismo islamista o al narcotráfico. Más allá de las virutas de verdad que puedan rastrearse en este tipo de argucias, todo esto no es sino la continuación de una línea argumental que ha sido típica de Occidente a lo largo del proceso capitalista, muy interesado en demonizar a sus propias víctimas. Los pueblos a los que se reputa como incapaces de acceder al nivel de la modernidad –cualquiera sea el nivel de su cultura- fueron definidos una y otra vez como “bárbaros” susceptibles por lo tanto de ser civilizados, reprimidos o liberados de las cadenas del atraso a través de cualquier expediente, incluyendo la mano dura, la agresión militar, la explotación, la ocupación y el coloniaje, cuando no se trató de su exterminio puro y simple. A esa categorización de barbarie por cierto no han escapado las naciones que, dentro del mismo sistema de valores que caracteriza a la civilización capitalista, han intentado romper la hegemonía ejercida por el bloque anglosajón. Que en estos casos la invectiva haya estado en ocasiones justificada, como en el de la Alemania nazi, no obsta para que quienes no se la quitan de la boca no hayan cometido crímenes parecidos. Hasta el punto de que los fascismos o el Imperio japonés han podido invocar con bastante razón, como justificativo a sus acciones, una vocación emuladora de los maestros que los habían precedido en el juego.

En el caso estadounidense esta arrogancia se complica con un provincialismo que la torna doblemente peligrosa, en la medida que clausura o reduce mucho el ángulo de visión de ese pueblo, desde siempre halagado con el remoquete de “pueblo elegido” en búsqueda de su “destino manifiesto”. Esta cerrazón se expresa en un complejo de superioridad que lo torna insensible no sólo a las razones ajenas sino incluso a los sufrimientos que los emprendimientos bélicos o económicos estadounidenses provocan en otros pueblos, a la vez que exacerba su sensibilidad ante cualquier retorno o venganza que esa agresividad puede suscitar. Episodios sensacionales como el 11/S –para no hablar de Pearl Harbor- son receptados como ataques inauditos contra el hogar del Bien, determinando una voluntad de revancha que no se para en nada y que puede servir, como está sucediendo en la actualidad, para poner en práctica movidas estratégicas que van mucho más allá de esos procedimientos de policía dirigidos a suprimir a unos outlaws irreductibles, en el presente tocados con turbantes.

El cine ofrece un repertorio infinito de este tipo de lectura de la realidad. El último Oscar brinda una muestra palpable de ello. Vivir al límite, de Kathryn Bigelow, cuenta la experiencia de un destacamento de ingenieros-zapadores que se dedican a desactivar las bombas que la resistencia iraquí siembra por las calles de Bagdad un año después de la ocupación norteamericana. La película está pensada como un thriller antes que como un drama. La factura técnica del filme es impecable, por cierto, el suspense de algunos pasajes está logrado y el retrato de los soldados metidos en esa pesadilla tiene visos de un realismo bastante aceptable, aunque tópico; pero todo se verifica en el ámbito cerrado que propone la unidad, una escuadra de tres tipos que día a día tienen que salir a desafiar la muerte. Los iraquíes son sombras que se desplazan sobre el escenario o especímenes observados como en vitrina, de acuerdo a un punto de vista desapegado de cualquier comprensión simpática por esos individuos o, peor, imbuido de un simplismo en el fondo bastante despectivo.

Se dirá que no tiene por qué ser de otro modo, que la directora ha apuntado a lograr una visión desde el interior de una unidad militar donde nadie se propone otro problema que el de la supervivencia. El punto de vista escogido es el del soldado de a pie que, lejos de plantearse dilemas éticos, vive fusionado en el esprit de corps y enfrentado a fenómenos que lo exceden. Respecto a estos no desea tomar otra actitud que la de hurtar el cuerpo al peligro aunque, en algún caso, como sucede aquí, termine desarrollando una afición a este similar a la adicción a la droga. Pero, ¿cuán legítimo puede resultar este planteo cuando se trata de asuntos tan problemáticos como es la agresión a un pueblo inocente de las culpas que se le habían endilgado para promover el ataque contra él? ¿Hasta dónde se puede justificar una mirada “ingenua” sobre una guerra actual de parte de unos guionistas y de una directora que de ingenuos no tienen nada? Homenajear a los soldados rasos que cumplen su deber sin mirar al costado, ¿suprime el deber de los testigos de ese sacrificio en el sentido de indagar de dónde proviene su misión y cuáles son los efectos (eufemísticamente denominados “colaterales”) que ella conlleva?

El relato crudo y nudo de la experiencia de la guerra es tal vez justificable en sus protagonistas, cuando se ponen a describir sus propias vivencias. De esa narración puede desprenderse a veces el testimonio de un desgarramiento humano que se eleva por encima de la declamación ideológica o los intereses de parte. Pero Kathryn Bigelow y el corresponsal de guerra Mark Boal, que escribió la historia a partir de sus propios recuerdos como periodista “embedded” en una unidad dedicada a desactivar los “Ingenios Explosivos Improvisados” (IED, por su sigla en inglés), no son testigos inocentes de esos desarrollos. Saben o deberían saber de qué se trata, o al menos preguntarse acerca del significado que subyace a ese caos.

Su película es, en cambio, un producto aceitado y elaborado con maestría en muchos de sus pasajes, pero dirigido a halagar, en última instancia, la autosatisfacción de la mayor parte de la opinión pública norteamericana, que prefiere desentenderse de los motivos profundos que determinan el peligroso expansionismo de su país y las brutalidades que disemina sobre el mapa.

Voces cada vez más numerosas dentro del concierto de los países desarrollados llaman continuamente a prestar atención al peligro que supondrían los musulmanes. Mucho antes del 11 de Septiembre el teorizador del choque de las civilizaciones, el desaparecido Samuel Huntington, sentenciaba que “el verdadero problema de Occidente no era el fundamentalismo islámico sino el Islam en cuanto tal”. Vivir al límite no va a contribuir en nada a refutar esta inclinación a la islamofobia. En un mundo invadido por la desinformación y el simplismo, la visión propia del “uomo qualunque” –en este caso del soldado “qualunque”- no sirve para otra cosa que para reconfirmar el rumbo adoptado y para asumir la guerra infinita como un presente infinito del que no se puede escapar.

Las interpretaciones son excelentes, la fotografía es de primera y el montaje evita, a Dios gracias, ese ritmo epiléptico que caracteriza a la generalidad de los filmes de acción acuñados en la estela de Bourne y otros productos por el estilo. Pero estos atributos técnicos y dramáticos no son suficientes: afuera queda un mundo que, aunque no requiera de monsergas panfletarias o de exabruptos de inflada indignación moral, exige ser testimoniado.

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