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03
ABR
2010

El progresismo y Malvinas

Todo es según el cristal con que se mira. El de nuestros progresistas suele estar bastante empañado.

Esta vez el nuevo aniversario de Malvinas no ha encontrado mucho eco en la prensa. Sin embargo, la naturaleza del momento por el que se está pasando en el viejo contencioso del Atlántico Sur merecía algo más que alguna mención anecdótica vinculada a las vivencias de los sobrevivientes del conflicto, como la que dedica La Nación a dos veteranos, uno argentino y el otro británico. Más allá de lo aleccionadora que resulta la comparación en lo referido al trato que uno y otro recibieron después de la guerra y a la forma en que el Estado favoreció –en el caso del inglés- o limitó -en el del argentino- las posibilidades de reingreso de ambos a la sociedad, falta, en esta como en otras evocaciones, una reflexión abarcadora que encuadre al problema en las líneas generales de la historia y de la actual configuración global. La prospección petrolífera que empresas británicas han comenzado en aguas del archipiélago, las protestas de nuestro gobierno, la cerrada negativa de su homólogo de Londres a tomar en consideración el tema de la soberanía y la toma de posición unánime de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños en el sentido de respaldar el reclamo argentino en el asunto, son aspectos que deberían ser mencionados en cualquier referencia al aniversario cumplido el pasado viernes. El vigor con que el presidente Luiz Inacio Lula da Silva manifestó su disgusto ante la inoperancia de las Naciones Unidas para forzar una negociación en este caso de coloniaje practicado por el Reino Unido a 14.000 kilómetros de distancia de sus costas, es también un dato que debería haber sido tomado en cuenta, en tanto representa una señal proveniente de una potencia mundial, de momento la más provista de fuerza diplomática para propulsar la unión iberoamericana.

Más inquietante aun resulta la desatención de Página 12 respecto al mismo tema. Este diario, de brillante concepción periodística, en su edición del 2 de Abril no hizo (o al menos no presentó en ningún lugar destacado) mención alguna al aniversario que se cumplía y al problema austral. Al día siguiente se limitó a informar sobre el discurso de la presidente Cristina Fernández en Ushuaia y a ofrecer algunas breves notas complementarias, de las cuales la más extensa era una dedicada a los castigos infligidos a los conscriptos de manos de la propia oficialidad durante la guerra. Este órgano de prensa que apoya al gobierno de Cristina Fernández y que hace gala de un progresismo de izquierda muy atento no sólo a los derechos humanos sino también a los temas vinculados al aborto y al matrimonio gay, no pareció encontrar conveniente o importante ocuparse a fondo de este asunto de relevante interés nacional. Y esto nos lleva a una vez más a interrogarnos acerca del papel que el progresismo, o cierto subgénero del mismo que gusta adornarse con ese apelativo, desempeña en las luchas por la liberación nacional.

No hay duda que en el caso de Página 12 sus editores han sabido sacudirse la intransigencia abstracta de muchos grupos de izquierda que no logran nunca acomodar sus objetivos a la realidad y que, por consiguiente, en situaciones señaladas por un avance popular enmarcado en límites burgueses, terminan jugando objetivamente a favor de la reacción al plantear, con carácter ineludible, exigencias que romperían antes de tiempo el provisorio frente popular que se ha formado. Pero esa superación a la que aludimos en el caso del matutino que mencionamos, no llega a asumir del todo aspectos tan esenciales como la comprensión dialéctica de los procesos sociales y, en especial, la significación decisiva que tiene la cuestión nacional en la definición de estos últimos. La geopolítica, otro factor esencial para la construcción de un destino comunitario, suele ser ignorada olímpicamente en cualquier evaluación que, desde el ángulo del espectro ideológico al que nos referimos, se ocupe de medir y evaluar las circunstancias en las cuales se ha de desarrollar el proceso social. De alguna manera la izquierda “pura” (“pura” en el sentido de su intransigencia ideológica y ética sin tachas) parecería estimar que ese vocablo está asociado de forma inexorable a las teorizaciones nazis sobre el Lebensraum o espacio vital y considerarlas por lo tanto como abominables y desechables.

La cuestión no es así, desde luego. No sólo porque la geopolítica suministra indicaciones válidas acerca de cómo una “causalidad espacial” de carácter geográfico contribuye a determinar los desarrollos de la política de poder, sino también porque sus principios son comprendidos y asumidos por las élites dirigentes de las grandes potencias, que obran en consecuencia y cuyos actos nos afectan. El mundo de hoy brinda una gran variedad de ejemplos acerca de cómo la geopolítica está presente en la evolución de las relaciones internacionales. Libros como los de Zbigniew Brzezinski El Gran Tablero Mundial o El dilema de Estados Unidos exponen claramente y casi sin eufemismos las líneas directrices de la actual política exterior norteamericana. A nadie se le puede escapar el carácter geopolítico que tienen acciones como la fragmentación de la ex Yugoslavia, el aliento a la disolución del ex imperio soviético a través de las “revoluciones naranja”, el cerco misilístico a Rusia, la desestabilización del Tibet como intento de amedrentar a China, la presencia estadounidense en Afganistán e Irak; el valor de Israel como bastión de la influencia occidental en Medio Oriente y la implantación de bases norteamericanas en Colombia.

Pretextos como el narcoterrorismo o el fundamentalismo islámico para excusar el intervencionismo militar en el tercer mundo no deberían convencer a nadie, toda vez que las políticas aplicadas para reprimirlos, lejos de conseguir su supresión, los exacerban y sirven en realidad para justificar los desplazamientos imperialistas con el manto de un hipócrita barniz moral. En efecto, más que en domar esos males, las políticas empleadas para reducirlos están pensadas, el fondo, para incentivarlos. La persistencia del problema de la droga permitiría dormir la capacidad de resistencia o las veleidades de insurrección de la creciente masa de desarraigados que el sistema produce en su propio seno a medida que avanza la concentración de la riqueza en unas pocas manos; por otro lado, la guerra infinita y de baja intensidad contra los rogue states y los outlaws fundamentalistas es el elemento ideal que el imperialismo necesita para explicar su presencia en los rincones del globo dotados de mayor valor geoestratégico.

La impotencia ante la realidad

Es esta incapacidad de la progresía para valorar la complejidad de factores que componen la realidad lo que explica su impotencia. Immanuel Wallerstein se interrogaba hace poco sobre la renuencia de la izquierda brasileña en apoyar a Lula. Analizando una serie de reportajes publicados por el principal periódico de izquierda de ese país, Brasil de Fato, a cuatro intelectuales progresistas a propósito del trigésimo aniversario de la fundación del PT, Wallerstein observa que su resistencia al gobierno de Lula proviene en gran medida de la incapacidad que la izquierda tuvo siempre en el sentido de seguir siendo popular y al mismo tiempo permanecer a la izquierda del espectro ideológico. Para estos observadores el “lulismo” ha abandonado los principios y los objetivos políticos que enarbolara para llegar al gobierno, se ha convertido en uno más de los partidos que forman parte de la “mermelada política” brasileña y se ha mimetizado con el conservadurismo y el populismo.

Sin duda que la política económica del gobierno del PT es pragmática y en gran medida aplica o ha aplicado recetas neoliberales, moderadas por un programa de centro izquierda de corte pequeño burgués; pero al mismo tiempo ha seguido incrementando el potencial industrial de su país, lo ha proyectado al nivel de una potencia económica de primer plano en el concierto mundial y, sobre todo, ha desplegado un dinamismo en su política exterior que ha hecho que Fidel Castro exalte la forma en que “ese trabajador metalúrgico (Lula) se ha convertido a sí mismo en un distinguido y prestigioso hombre de estado cuya voz es escuchada respetuosamente en las reuniones internacionales”. En otras observaciones de Castro respecto a Lula sólo cabe encontrar expresiones de cálida amistad y respeto, y una actitud comprensiva respecto de las inevitables concesiones que el mandatario brasileño debe hacer al pragmatismo político, inclusive en lo referido a la producción de etanol.

¿Qué explica la diferencia de actitud entre los intelectuales de izquierda que se separan de Lula o lo condenan, y la de un conductor cuyos pergaminos revolucionarios no discute nadie?

Es bastante simple: los progresistas latinoamericanos (y de otras latitudes), descritos en términos genéricos, adolecen de un temor al populismo que no es otra cosa, en última instancia, que la expresión de su incompetencia política y su miedo a ejercer el poder. Son tan exigentes que la meta que se ponen delante de sí les es siempre inalcanzable. Pero mientras tanto se sienten cómodos en el trono de la indignación moral, que en algunas ocasiones no deja de ofrecer buenos réditos económicos. Fidel, en cambio, es un revolucionario realista abierto a la comprensión de la complejidad de las cosas.

Esa exquisitez que se arropa en una ética que se supone inmarcesible es lo que suele confundir a la progresía respecto a episodios como el de Malvinas. En cualquier evocación de ese acontecimiento se preocupan en primer término por resaltar el carácter oportunista que tuvo la operación, que habría estado forzada por una fuga hacia delante de la dictadura, derivada de lo cada vez más insostenible de la situación interna de nuestro país. El progresismo asimismo hizo un acompañamiento vergonzante a los intentos de “desmalvinización” como los protagonizados por los gobiernos constitucionales que siguieron a la dictadura y que tuvieron su reflejo cinematográfico en películas como Los chicos de la guerra e Iluminados por el fuego.

En efecto la desmalvinización, iniciada en 1982, cuando el gobierno militar escondió a los veteranos que volvían del archipiélago impidiéndoles recibir el homenaje popular que merecían y que habría actuado como bálsamo de las heridas físicas y psicológicas que sufrían, fue proseguida por los gobiernos constitucionales que siguieron a la dictadura. De una manera lateral, pero de una forma también perversa, el progresismo en general contribuyó a esa desmalvinización a través de la “compasión” en que envolvió a los “chicos de la guerra”, convertidos en víctimas sacrificiales de un emprendimiento que no habría tenido pies ni cabeza y que habría sido montado por la dictadura tan sólo para salvar su propio pellejo embarcándose en una aventura militar que se presumía fácil.

Ahora bien, más allá de la imbecilidad de este último cálculo, derivado del infantilismo de creer en el apoyo que la causa Malvinas encontraría en Washington, no parece probable que haya sido el solo oportunismo el factor que determinó el desembarco. Se trató de una operación planificada y que respondía a determinaciones geopolíticas de bulto, como la presunción de la existencia de grandes reservas petrolíferas en la cuenca Malvinas, presunción que había llevado a Gran Bretaña, desde 1975, a poner en una vía muerta a las negociaciones en torno del destino de las islas.

La escasa o nula disposición de nuestros progresistas para percibir este dato, se da de la mano con su incapacidad para comprender el carácter dialéctico del acontecer histórico. Pues lo de Malvinas se puso de manifiesto, desde un primer momento, como una de esas paradojas monumentales que Hegel denominó “ironías de la Historia”. Que un gobierno militar de un anticomunismo acérrimo y enfeudado a Estados Unidos se atreviese a enfrentar al principal aliado de este y a romper la homogeneidad –presunta- de la alianza occidental de la cual ese gobierno creía formar parte desde una posición subordinada, era un acto de una torpeza tan supina que no podía sino trastocar los elementos que configuraban la posición de la Argentina en el mapa, poner de manifiesto cuál era la fuerza real a la que el país debía enfrentarse y donde estaban los aliados que requería. Así las cosas, los verdugos de la guerrilla guevarista de pronto hubieron de encontrarse abrazados a Fidel Castro a través del canciller Nicanor Costa Méndez…

¿No es este un proceso formidable para extraer lecciones de él? El progresismo cree que no. En realidad ni se plantea leer lo acontecido como un proceso. Más bien entiende que las cosas son como son, que no evolucionan, que quien fue “malo” una vez ha de serlo siempre y de la misma manera. No comprende que la realidad es multifacética y cambiante y que, si bien es necesario poseer una línea conductora que resguarde los principios a los que se quiere servir y las metas a las que se pretende alcanzar, esa directriz no está allí para paralizarnos en una actitud admonitora y estatuaria, sino para sostener como una flexible columna vertebral los movimientos a que se ve obligado a hacer el cuerpo.

Se trata de un viejo dilema que recorre la práctica política: cómo adaptarse a la sinuosidad del camino sin derrapar ni perder el rumbo. De cómo se lo vaya resolviendo dependerá mucho de lo que para nosotros se fraguará en el futuro.

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