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03
NOV
2010

Dilma y Cristina

Las dos mujeres que dirigen o se aprestan a dirigir a Argentina y Brasil provienen en línea recta de una de las etapas más difíciles y aleccionadoras de nuestra historia contemporánea y acopian una experiencia de gran riqueza política.

Las coincidencias y los paralelos en una perspectiva panorámica de la política pueden a veces no ser más que eso: coincidencias y paralelos buenos para jugar a la retórica editorial. O para impregnarla de veneno, deformando las referencias y asimilando cosas incompatibles entre sí. Como hacía las otras noches el Dr. Mariano Grondona cuando comparaba a los jóvenes de “La Cámpora” con los matones de las SA o los Camisas Negras. Pero, aparte de estas estupideces buenas para seducir incautos, la comparación y puesta en relación de personajes y situaciones históricas puede ser iluminante si se la ejerce con responsabilidad y atendiendo a la verdad de los hechos. La presencia de dos mujeres al frente de los dos países que más cuentan en Sudamérica y la noticia de sus orígenes, permiten tal vez hablar de “vidas paralelas” y apreciar mejor la naturaleza de las luchas que han informado a las décadas turbulentas que nos ha tocado recorrer.

Dilma Rousseff acaba de ser elegida presidente del Brasil. Y la presidente en ejercicio de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, se encuentra abocada casi con seguridad a sostener su candidatura para un segundo mandato, como consecuencia de la muerte de su esposo Néstor, en principio el candidato natural para reemplazarla al frente de un Ejecutivo cuya dirección venían ejerciendo casi en tándem desde 2003.

El hecho de que sean dos mujeres las que se encuentren en la cúspide del poder en Brasil y Argentina no puede ser reducida, evidentemente, a una curiosidad relativa a una cuestión de género; aunque sin duda es indicativa del avance revolucionario de las mujeres en la ocupación de espacios en la cosa pública, síntoma a su vez de una transformación profunda y en progreso de las coordenadas que rigen la vida familiar en las sociedades modernas. Pero el dato fundamental es el de que ambas pertenecen a una generación que conformó la vanguardia juvenil que pretendió hacer una revolución utópica en las décadas de los ’60 y ’70, que pagó un precio atroz por hacerlo y que generó también, sin quererlo, un desastre mayúsculo al cortarse sola en una aventura “foquista” que no se asentaba sobre bases sólidas y en algunos casos ni siquiera existentes. En Argentina ese proceder supuso el naufragio de un movimiento popular en ascenso que no compartía los criterios militaristas de esa supuesta vanguardia y terminó sumergido por la brutal ola represiva que encontró su pretexto en la supresión de la guerrilla.

La derecha recalcitrante intenta echarles en cara ese pasado turbulento a las dos figuras a que nos referimos. No nos guía ese propósito, naturalmente. La militancia de Cristina Fernández y de su esposo fue, por otra parte, marginal a las organizaciones armadas. No cabe decir lo mismo de Dilma Rousseff, que aparentemente se encontró más imbricada en sus mecanismos. La presidente brasileña en ciernes pasó dos años en prisión y fue torturada por los represores, ganándose el mote de Juana de Arco por su resistencia y su negativa a revelar datos que pudieran comprometer a sus compañeros.

Pero lo de veras valioso de este paralelo es que resulta indicativo de una evolución generacional que a su vez implica una maduración psicológica afín con una verdad sociológica e histórica que por fin se está abriendo paso: la imposibilidad práctica de lograr el progreso y la soberanía sin la unificación de América latina y sin procurar ese objetivo a través de una metodología flexible, que tenga al Estado como ordenador del desarrollo y a las masas populares como principales protagonistas y beneficiarias de este.

Tanto Cristina como Dilma y los hombres a los que se encuentran o han encontrado más ligadas afectiva y/o políticamente, Néstor Kirchner y Lula da Silva, se corresponden a este propósito, arrancan del mismo venero generacional y resultan maestros en esa tarea de gestión dedicada a controlar con mucha muñeca pero con mano firme un decurso difícil pero inexorable: el que debe acercar a una colaboración regional que prefigure una unidad confederal que acabe con el factor clave de la dominación imperialista en el subcontinente, la balcanización.

Proseguir esta tarea supone llevar adelante una ofensiva contra el establishment que vaya royendo los instrumentos de los que este siempre se ha servido para controlar los avances populares. La tarea informativa y la formación histórica e ideológica son esenciales para ir logrando ese cometido. Desde luego que acompañando siempre el discurso con realizaciones prácticas que confirmen su validez. Dada la presencia de un aparato cultural, comunicacional y político de raíz cipaya, que tiene fuerte impacto por su masividad en un gran sector del público, no se trata de una tarea fácil. Pero está en curso y hay que sostenerla con vigor.

Muchos de los factores que en el pasado jugaron en contra de este propósito en Argentina y en Brasil han perdido su peso o, afortunadamente, han modificado su composición. La compleja y con frecuencia funesta gravitación que las Fuerzas Armadas han tenido en nuestros países se ha alterado a partir de las tremendas experiencias de los años ’70. En Argentina no sólo la masa del pueblo percibe a los procedimientos de esa época como una aberración, sino que las mismas Fuerzas Armadas ya no se conciben a sí mismas con el criterio arrogante y despótico que las deslegitimó cuando insurgieron contra gobiernos populares o cuando se convirtieron en el martillo que aplastó, de manera inmisericorde y sin tomar en cuenta el objetivo que realmente servían, a las formaciones armadas de la ultraizquierda. El imperialismo y la burguesía rural y comercial que siempre se ha sentido mancomunada con él y le ha servido de agente activo, se valieron de ese martillo y de los errores de sus enemigos para desarticular a las fuerzas populares. Luego arrojaron a los que habían fungido de verdugos como a un limón exprimido y prosiguieron esa acción de acuerdo a su propia lógica, fundada en el recurso a instrumentos constitucionales vaciados de contenido y dirigidos a devastar un campo nacional que había quedado tan traumatizado como indefenso.

El punto de inflexión

Este proceso terminó después de la quiebra del experimento neoliberal. Durante el mismo las fuerzas políticas se deslegitimaron tanto (aunque de otra manera) como lo habían sido las fuerzas armadas. El campo quedó en barbecho para entonces, pero si había sido arrasado estaba listo para sembrar de nuevo en él. Aunque transidas y vacilantes, varias sociedades latinoamericanas encontraron el camino hacia su reconstrucción, que por fuerza debía pasar por la reconstrucción del sentido nacional del Estado. La emergencia de los Chávez, Lula, los Kirchner, Evo, Correa o Lugo no es comprensible sin ese terrible aprendizaje. De allí emergieron estos nuevos protagonistas, con diferencias entre sí, con virtudes y debilidades, pero unidos por su sentido de la responsabilidad frente a sus pueblos y por una percepción común, aunque en distintas gradaciones, de la necesidad de afrontar la cuestión nacional latinoamericana.

Esto es lo que se ha venido cumpliendo en Sudamérica desde fines de los ’90 para acá. Y el proceso ha cobrado velocidad. ¿Alguien podía suponer en el 2000 que en el 2005 el Alca, el Acuerdo del Libre Comercio para las Américas que prohijaba Bush junior, iba a ser rechazado de la manera categórica en que lo fue durante la Cumbre de Mar del Plata? ¿Se podía imaginar por entonces que Venezuela, Argentina y Brasil habían de estrechar lazos de la manera en que lo han hecho y que incluso existiesen proyectos de desarrollo de sistemas de armas conjuntos entre Argentina y Brasil? ¿Se podía concebir que el instrumento de concertación surgido de las nuevas circunstancias, la Unasur, iba a reemplazar a todos los efectos prácticos a la OEA y a actuar como bombero capaz de circunscribir el fuego atizado por el imperio en el diferendo entre Ecuador y Colombia, así como a impedir el estallido y fragmentación de Bolivia, azuzados también por Estados Unidos?

Frente a este importante desarrollo tenemos alineada a una coalición heteróclita. En la Argentina encontramos en ella, como sucediera tantas veces en el pasado, a la ultraizquierda que se dice marxista -pero que objetivamente sirve a los intereses del establishment-; a un pulular de personalidades que se agita por motivaciones egotistas o por la procuración de prebendas de corto alcance, y más allá, en el fondo, a la presencia tentacular del núcleo del sistema organizado en la banca, los pool de la siembra y los medios de comunicación monopólicos. Esta amalgama es fuerte, aunque no cuenta de momento con el instrumento armado del que se valió en el pasado para procurarse la victoria después de haber desorganizado y desestabilizado lo suficiente al escenario social.

La fuerza del sistema oligopólico que nos ha oprimido está en la inercia. Hay que romperla. El sistema quiere que nada cambie. No dispone de otra idea. Quiere mantener cueste lo que cueste la relación simbiótica con el imperialismo, que le ha dado hasta ahora enormes ganancias recolectadas sin mayor esfuerzo, aunque la persistencia en esta postura debería evidenciársele imposible, pues las dimensiones de las sociedades sobre las que esa ecuación operaba con éxito (con éxito para quienes la formulaban, desde luego), se han modificado y se modifican continuamente.

Es por esto que aun hoy persisten en el diseño de esquemas económicos que se fundan en el ajuste. En Argentina el ajuste no es para ellos tan sólo un expediente administrativo; es un símbolo que los explica. Desearían constreñir a esta sociedad a acomodarse a sus propias necesidades; querrían –en la línea de los próceres que creían que el mal que aquejaba a la Argentina era su extensión- regir para un país de unos pocos millones de habitantes, sin tener que lidiar con las necesidades y exigencias de las decenas de millones que se concentran hoy en las ciudades y que requieren de soluciones sociales que no caben en el esquema del monocultivo en el que se formó la mentalidad de la clase dominante.

Estamos pasando por una coyuntura económica internacional que nos es favorable. El dato de la prosperidad económica que distingue al período Kirchner no se debe sólo a esto, por supuesto; hubo y hay una gestión inteligente de los parámetros monetarios que impidió que se siguieran dilapidando recursos y que devolvió al Estado la potestad de la Caja (esa Caja mítica que desvela a la oposición pero que no es otra cosa que la posibilidad de gestionar con un determinado sentido social el capital de los argentinos). De momento hay una valorización de las commodities que debe ser aprovechada para educar, industrializar, diversificar, tecnificar y fomentar el transporte (aéreo, vial y ferroviario) de acuerdo a un plan maestro que tenga en cuenta la integración regional y el bienestar de las masas que deben acompañar al proyecto.

La generación de Cristina Kirchner y Dilma Rousseff, que ha pasado por el fuego de la prueba y el error, está en condiciones de comprender muy bien de lo que se trata. Los que eran jóvenes en los ’70 saben o deberían saber cuáles son los límites del voluntarismo, pero también cuáles son los expedientes con los que es factible reducir al enemigo a la dimensión real de su fuerza social. Debajo de ellos está pujando una juventud nueva, que está descubriendo el país y a su historia. Es tremendamente importante que los jóvenes lleguen a la experiencia política sin explicaciones de compromiso respecto al pasado, sino con una comprensión clara de cuáles son los hechos que los antecedieron y cuál es la perspectiva que se abre ante ellos. De hecho, ellos mismos están procurándosela con el descubrimiento de una militancia que no pasa tanto por la pertenencia a una bandería, sino por la identificación con la causa de la patria.

Tanto Dilma Rousseff como Cristina Kirchner, en países de distinto calado poblacional, deben enfrentar a fuerzas duchas en las emboscadas aleves. La única forma de contrarrestarlas es manteniéndolas contra las cuerdas a través de políticas que refuercen el papel del Estado y, sobre todo en Argentina, de una dinámica desarrollista que las reduzca a sus auténticas proporciones. Para sobreponerse a las presiones originadas desde adentro y desde afuera deberán apelar a la movilización popular cuando ello sea necesario. Y si el Dr. Grondona se estremece y define a esa presencia en la calle –así sea conmovedora y generosa como la de los otros días- como una premonición del fascismo, convendrá sugerirle que mire hacia el Norte y observe el inquietante auge de los candidatos del Tea Party, conglomerado populista de derecha que, ese sí, convoca no pocas reminiscencias de los orígenes del nazismo.

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