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11
DIC
2010

La isla neoliberal

Los hechos de Villa Soldati reavivan los espectros de la violencia social de los ’90. La culebra neoliberal serpea todavía.

Si se compara la situación argentina actual con la del año 2003 no queda duda del carácter positivo que ha tenido, en términos generales, la gestión de los gobiernos Kirchner. Pero cuando se producen episodios como los verificados en el Parque Indoamericano de Villa Soldati en Buenos Aires y se oyen o se leen las repercusiones que ellos generan en los personeros de la política, en los medios de prensa monopólicos y en los comentarios que estos recogen de sus lectores, no puede menos de hacerse evidente no sólo que falta mucho camino por recorrer, sino que el retroceso determinado por los estragos producidos durante la era neoliberal ha sido enorme.

Los episodios de Villa Soldati son confusos, pero lo que es evidente es que han superado a todas las autoridades de gobierno: municipales, en primer término, pero también nacionales, que sólo en estas horas están tomando cartas en el asunto, tras dejar que los acontecimientos corrieran librados a su suerte durante dos días.

Los hechos en parte parecen enmarcarse en la clásica pelea de pobres contra pobres, con gentes animadas no se sabe por quién para resolver su situación habitacional adueñándose de un espacio público y eventualmente de un complejo de viviendas en construcción, acciones que son resistidas por los vecinos, mientras que por otro lado la municipalidad de la ciudad autónoma de Buenos Aires aparece operando una represión, combinada entre la Policía Metropolitana y la Federal, para desalojar el predio ocupado. En ese trámite murieron dos personas jóvenes, una de origen boliviano y otra paraguayo, y varias más quedaron heridas. En posteriores enfrentamientos hubo al menos dos muertos más, ambos bolivianos.

Si bien todavía no se puede saber cuál fue la exacta mecánica del caso, los episodios y su secuela mediática ponen en evidencia el deterioro de la conciencia social referida a la dimensión de la nación y el reflorecimiento de preconceptos, soberbias gratuitas y pulsiones agresivas que se suponía debían ser cosa del pasado.

Mauricio Macri, jefe del gobierno porteño, señaló por ejemplo que el conflicto en el Parque Indoamericano está vinculado “a una inmigración descontrolada con un avance del delito y del narcotráfico”. Y añadió: “Parecería que la ciudad de Buenos Aires se tiene que hacer cargo de los países limítrofes y eso es imposible. Todos los días llegan entre 100 y 200 personas nuevas a la ciudad que no sabemos quiénes son, de la mano del narcotráfico y la delincuencia… Las muertes no tienen que ver con el desalojo..., sino con la inseguridad y el descontrol de la inmigración…” ( La Nación, jueves 9 de diciembre). Pidiendo asistencia al gobierno nacional, Macri remató: “En estos momentos hay que mostrar coraje, el mismo coraje que mostró el presidente Lula en Brasil en su combate al narcotráfico”. Mientras tanto La Nación desparramaba en otro artículo la noción de que Río de Janeiro puede ser un espejo del futuro argentino.

Muchos de los comentarios de los lectores de ese matutino se inscriben en la misma tónica, en tono aun más crispado. “Indocumentados, vagos, atorrantes, narcos, prostitutas; primero están las necesidades de los argentinos y después las de esta gente”, etc., son algunas de las delicatessen proferidas por los comentaristas.

La clientela de Umberto Bossi en Italia o de Jean-Marie Le Pen en Francia no habla de otra manera. Aunque cabe la salvedad de que esos prohombres de la derecha xenófoba europea articulan discursos mucho más fluidos y coherentes que los del jefe de gobierno de Buenos Aires, cuya escasez de lenguaje hace juego con su pobreza de espíritu. Pero más allá de los contornos “señoritiles” de Macri y de su colosal incompetencia política, está el hecho de que la derecha argentina no le va en zaga. Lo cual es un problema, porque la cerrazón mental ocluye la vía del diálogo. ¿Se acuerdan de cuando Mariano Grondona quería sacar los tanques a la calle, en ocasión de los disturbios del 2002? Macri pide que el gobierno nacional emule a Lula –que tiene un problema descomunal en las favelas, enquistado históricamente y al cual debe resolver antes del Mundial de fútbol-, evidenciando una falta de sentido de las proporciones comparable a la que resultaría de querer matar un mosquito con un lanzallamas.

Pero no se trata sólo de esto, pues demonizar a los inmigrantes latinoamericanos que aportan su esfuerzo para la construcción de este país, identificándolos con el narcotráfico y la delincuencia, es un despropósito indignante, propio del racismo nazi. Hablar de extranjería en el caso de los inmigrantes paraguayos, bolivianos, peruanos, chilenos, es olvidar que en este país de composición aluvional los pobladores de origen latinoamericano son ciudadanos de una Patria Grande de la que todos formamos parte. La reacción xenófoba en curso recuerda mucho a la erizada indignación de los estratos medios blancos y urbanos cuando a mediados del siglo pasado la inmigración interior comenzó a afluir hacia Buenos Aires. “Cabecitas negras” se los llamó por entonces.

Las protestas diplomáticas comienzan a llover sobre la cabeza del mandatario porteño, quien si no fuera tan impermeable a la inteligencia y al sentido común ya tendría que estar presentando su renuncia. El paraguas de la gran prensa le garantiza cierta impunidad, sin embargo. Como también se la suministra la estupidez de eso que los italianos llaman el uomo qualunque, es decir, el que repite como un loro los lugares comunes que se le brindan desde arriba y que a veces lo confortan, en su inseguridad social, al inducirlo a creerse mejor que quienes están un escalón más debajo que él en la estructura de clases.

En medio de todo este barullo emerge otro problema, también significativo del retroceso producido durante los ’90. ¿Qué es eso de la “Ciudad Autónoma de Buenos Aires”¿Qué demonios significa ese engendro salido del vientre del menemismo? En un país que trabajosamente se está dando una configuración más acorde a un equilibrio que le fuera negado pues el desarrollo gravitó siempre hacia el Puerto, el carácter federal que debe tener la Capital y que fuera logrado por las armas de Roca en 1880, ha sido hasta cierto punto rebatido por una autonomía que ha consentido, entre otras cosas, que el gobierno porteño disponga de su propia policía metropolitana, creándose así una superposición de funciones que hace aun menos manejable el siempre resbaloso ámbito de los organismos de seguridad.

Así las cosas, Buenos Aires se ha constituido en una isla neoliberal que conserva muchos de los rasgos que distinguieran a esa época nefanda. Los choques de Macri con los “okupas” del Parque Indoamericano manifiestan la incompetencia y dejadez de la gestión municipal porteña hacia los sectores de menos recursos. Nunca se brindó a estos la oportunidad de salir de la precariedad en que viven procurando su rescate a través de una autoayuda controlada por el gobierno del municipio. En vez de esto el jefe de la ciudad pretende ahora la colaboración del Ejecutivo nacional para poner en práctica una metodología represiva de corte militar, mientras con sus declaraciones fomenta la xenofobia y estimula ese particularismo que durante el siglo XIX se constituyó en la maldición de la política argentina.

Ahora bien, que Macri reclame el apoyo del Poder Ejecutivo nacional por malas razones, no significa que este no deba tomar cartas en el asunto. Y me parece que ni Aníbal Fernández ni la Presidente acertaron en su política de dejar que el alcalde de Buenos Aires se cocine en su propia salsa. El gobierno de la Nación debe salir al cruce de este aclarando primero los contornos del problema y actuando luego como factor de contención para enmendar el entuerto montado por la incompetencia del PRO. No es fácil, pues entre el salvajismo represor del pasado y el garantismo chirle de los últimos tiempos, el Estado ha perdido mucho de su autoridad. Pero me parece que no tiene más remedio que bailar con la más fea, mientras busca la vía de un desarrollo nacional estructural, que reduzca progresivamente una marginalia social que, librada a sí misma, puede convertirse en una bomba de tiempo que termine explotándole en la cara. Y hay muchos interesados en que esto suceda.

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