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ENE
2013

Acuchillando el mapa para reordenarlo después

Mali, otro país víctima.
Mali, otro país víctima.
Estos son días sombríos, en los que se multiplica la ofensiva imperialista contra el mundo que no forma parte del norte desarrollado. Los sucesos en Mali y en Argelia parecen estar dando otra sangrienta vuelta de tuerca al proyecto hegemónico.

Yugoslavia, la ex URSS, Afganistán, Irak, Libia, Siria y ahora Mali y probablemente Pakistán son etapas de una globalización agresiva, perpetrada por la OTAN, ejecutada por sus miembros y sus sicarios, y envuelta en la niebla de mentiras de los medios de comunicación, que instalan un relato fantástico sobre la amenaza de un “Califato Global”, agitan el espantajo de un terrorismo islamista -prefabricado por ellos- e incentivan el temor y los reflejos racistas de occidente para promover “cruzadas humanitarias” que van a salvar a los pueblos de sus tiranos e incluso de sí mismos. El expediente maestro para esta ofensiva es romper las unidades nacionales allí donde existen elementos que hagan factible la operación divisionista, y avanzar luego para reorganizar esos estados de acuerdo a los intereses del centro. O bien abandonarlos a su propia insuficiencia, cuando esta no estorba a los planes prescritos.

Más allá de los reveses circunstanciales –el más importante de los cuales se dio en América latina- las políticas del consenso de Washington siguen su marcha y abarcan al mundo entero. En la medida que no tropiecen con una oposición seria o con una insurrección social en los países del propio centro, van a continuar a rajatabla. ¿Qué consecuencias tendrá esto? Al sistema mundial este interrogante no lo inquieta. “Después de mí el Diluvio”, decía Luis XV. Hay que admitir que el cinismo del monarca absoluto francés se queda chico al lado del que exhibe su reemplazante histórico, el poder burgués, llegado a la etapa final de su proceso degenerativo.

El capitalismo ha conocido momentos de gran crecimiento signados por la crueldad y el desprecio humano. Pero incluso en esos momentos la naturaleza de la aventura expansiva poseía un dejo épico. Los españoles en América cometieron muchas crueldades, pero se fusionaron con los indígenas a los que explotaban y dieron lugar a una raza y a una cultura nuevas. Los anglosajones, blindados en su corsé puritano, rechazaron y en última instancia exterminaron a los naturales, allí donde pudieron hacerlo (como en lo que es hoy Estados Unidos); o bien se consagraron a saquearlos, dividirlos, traficarlos como esclavos en Äfrica o a envenenarlos imponiéndoles el consumo forzado del opio, como ocurrió con China a mediados del siglo XIX.

De todos modos quienes operaban esas políticas sobre el terreno corrían un riesgo real, y eso permitió que incluso en esas circunstancias aparecieran figuras guerreras que poseían cierta grandeza. Qué sé yo: Cortés, Pizarro, Gordon de Khartoum, T.E. Lawrence… Nada de esto se observa hoy, cuando la guerra y la intervención externas pueden agenciarse a través de una panoplia automatizada que mata a distancia, y cuando la manipulación mediática y la intoxicación informativa hacen difusos los contornos de la realidad, consintiendo la más cínica instrumentación del sofisma al fabricar por un lado al terrorismo fundamentalista -utilizándolo como agente provocador y como ariete contra gobiernos que no se acomodan al diktat occidental-, y al mismo tiempo demonizarlo al poner de relieve su reaccionarismo político, su ferocidad, su barbarie cultural y el carácter regresivo y odioso de la ley de la sharia… Según el escenario en que se dé el desarrollo de los acontecimientos, los jihadistas pueden ser abominables terroristas o rudos combatientes por la libertad. Parapetada en la distorsión informativa y en el lavado de cerebros, la hipocresía campa por sus fueros.

Occidente utiliza al fundamentalismo armado no bien la ocasión se presenta. Lo usa como pretexto para caer sobre los países y los gobiernos a los que se acusa de estar vinculados a sus organizaciones, o como un expediente insurgente para desestabilizar a los que el imperio rotula como “estados delincuentes”. La existencia de particularismos o tendencias confesionales diferenciadas en el seno de los países a los que el imperialismo elige como objetivo, ofrece magníficas oportunidades de usar al radicalismo islamista como ariete para incidir sobre esas brechas, ensanchándolas y explotándolas por todos los medios. Que van desde la infiltración de elementos del extremismo religioso hasta el ataque  por aire, mar y tierra de la OTAN, hasta sumir en el caos a la sociedad a la que se hace objeto de esa agresión. Y así nos encontramos a la vuelta de la esquina, como quien no quiere la cosa, con los “estados fallidos”, incapaces de gobernarse por sí mismos, afligidos por el hambre y la guerra civil, y susceptibles por lo tanto de ser salvados por una oportuna intervención extranjera. Que por cierto no remediará el sufrimiento de la población, pero que servirá para poner bajo tutela los recursos estratégicos que allí existen e interesan al sistema-mundo.

Primer ensayo

Libia fue el primero de los cobayos usados para poner en práctica a gran escala esta táctica disruptiva. Un país próspero, alfabetizado, contenido en sus tendencias centrífugas por la capacidad de liderato de Gaddafi y por el sistema de representación directa que había fraguado para frenar las tendencias a la secesión, hoy es poco más que una tierra de nadie. Sacudido por una insurrección alentada desde afuera, e invadido por bandas del salafismo radical equipadas y pagadas por Estados Unidos y Arabia Saudita,  Libia ha dejado de existir como nación soberana. Claro está que, como siempre ocurre cuando se utilizan armas de doble filo al estilo de Al Qaeda, tras el asesinato del “dictador” y mientras el país se divide en regiones y en clanes armados que dejan el campo abierto para la expoliación de la economía y de los recursos petroleros, del caos empieza a emerger el riesgo de que ese desorden se propague a países vecinos. De los desvalijados arsenales de Gaddafi empezó a fluir un torrente de armas que fueron a parar a Mali, portadas en parte por las etnias del sur de Libia, expulsadas de su propio territorio, y fueron a reforzar las guerrillas del norte de ese país. Francia, y las potencias de occidente en general, no desean ver amenazados sus intereses en un país rico en uranio, oro, bauxita y diamantes. Y resta por saber si los choques en Mali no terminarán favoreciendo una intervención occidental en Argelia, a cuyo gobierno se buscó desestabilizar con la insurrección política ensayada en 2011, en la estela de la “primavera árabe”. La noticia del secuestro y asesinato de decenas de nacionales de Estados Unidos y de países europeos en un yacimiento gasífero cercano a la frontera con Libia, por elementos provenientes de Libia, está dando cuenta del accionar de bandas probablemente vinculadas a Al Qaeda en esos parajes. Al Qaeda es el ejemplo más palpable de cómo se puede instrumentar la provocación imperialista detrás de una fachada fundamentalista. Así se lo pudo comprobar en Irak, donde la agrupación extremista sirvió, consciente o inconscientemente, al proyecto de la CIA y  el MI6, provocó un baño de sangre entre chiítas y sunnitas. Algo parecido sucedió luego en Libia y ahora está ocurriendo en Siria.

Como siempre ocurre en estos casos, los popes de la prensa y la academia, que apoyaron y que siguen justificando la intervención extranjera en Libia, deploran las secuelas de esta y reprochan la falta de previsión estratégica que consintió la implosión de ese país.(1) Como si no supieran que esa implosión era el objetivo buscado, cuyos beneficios exceden por mucho los “daños colaterales” que puedan arrastrar consigo. La consecuencia lógica de ese “error” llevará a ampliar el compromiso occidental para remediar los estragos de la guerra civil y a la intervención militar para resolver la nueva urgencia.

En los países devastados por la corrupción fomentada por las corporaciones mineras y castigados por la guerra civil fogoneada por los intereses contrapuestos de las mismas corporaciones, el sufrimiento de la población tiende en parte a resolverse en la llamarada fundamentalista. Por sí misma, esta no tiene futuro, pero permite reproponer, a la distancia de más de un siglo, un escenario propicio para volver a declamar la falacia de la misión civilizadora del hombre blanco –“the white man’s burden”, que decía Rudyard Kipling- y envolver con el aura de la razón y la justicia lo que no es otra cosa que el explayarse del saqueo y de la política de poder.

Para terminar, conviene mencionar brevemente otro escenario donde se están adensando las nubes de un conflicto de características difíciles de definir, pero cuya potencialidad destructiva, de precipitarse, sería infinitamente mayor. Nos referimos a Pakistán. Allí parece que Estados Unidos ha decidido alentar un cambio por la interpósita persona del teólogo islámico Tahir Kadri, recientemente vuelto a su país después de ocho años de ausencia durante los cuales residió en Canadá. Su mensaje en contra de la corrupción ha prendido y sus reivindicaciones son democráticas, al estilo de las sustentadas por el movimiento egipcio que derrocó a Mubarak. Pero su aparición y el montaje mediático de esta inducen a suponer que Kadri es un favorito de Estados Unidos y de al menos una parte del ejército paquistaní. Esto puede significar el comienzo de una reforma pacífica o bien el principio de una lucha facciosa entre los organismos de seguridad y la CIA. Los roces entre ambos han sido muchos, y no fue el menor el asesinato de Osama bin Laden en las inmediaciones de una base del ejército paquistaní por un comando de los Navy Seals, que procedió hacia su objetivo sin dar cuenta de su acción a las autoridades del país. Pakistán está dividido en varias etnias, de las cuales las principales son la pastún y la beluchistana. Los tironeos tribales son un blanco apetecible para cualquier interesado en fomentar la fragmentación de un país que, de paso, es una potencia nuclear. En estas condiciones tal vez a Tahir Kadri le convendría acordarse del destino de Benazir Bhutto.

Las perspectivas para el 2013, como se ve, son animadas, aunque no necesariamente resulten placenteras.

Nota

1) “L’intenable solitude française au Mali”, por Gilles Kapel, en Le Monde del 15.01.13

 

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