Visión 7 Internacional es un muy meritorio programa de la televisión pública, excelentemente conducido por Pedro Brieger, quien conoce bien el escenario global y posee las herramientas intelectuales que son necesarias para aproximarse a ese mapa tan complejo y contradictorio. Como 6 7 8 representa la irrupción en el panorama mediático argentino de un estilo inconvencional, analítico y moderno. Esto no implica que estos programas sean perfectos ni que a menudo no merezcan a su vez un análisis que, sin dejar de reconocer su impronta positiva en el ambiente, ponga también de relieve lo que son sus puntos flacos, al menos desde nuestro punto de vista.
La tónica general de Visión 7 Internacional, a veces, pocas, deja a la vista un toque de simplismo que no se debe a falta de información sino a la que presumimos es la obligación de ceñirse a una interpretación del mundo acotada por el progresismo al uso. Esto se percibe sobre todo cuando Brieger no está presente. El sábado pasado, por ejemplo, la periodista Thelma Luzzani se lanzó a una interpretación de la situación en Egipto y el Magreb que en mi opinión resultó un tanto confusa y equívoca. Denominó vagamente al proceso que la zona vive desde fines de 2010 como revolucionario, pero no precisó cuáles son sus características y sus contradicciones, y pareció hacer hincapié en un genérico concepto de democracia para calificar de positivos o de negativos a los acontecimientos que allí se producen. Respecto a Egipto, por ejemplo, se dedicó a atacar al régimen militar que depuso a Mohamed Mursi, presidente electo por voto mayoritario después del derrocamiento de Hosni Mubarak y cabeza política de la Hermandad Musulmana. Haciendo hincapié en la dura represión que se lleva a cabo contra los militantes de esta agrupación, descalificó al régimen militar que –bajo el velo de legalidad institucional que le presta un presidente civil-, gobierna en este momento en Egipto, a las órdenes del general Abdel al Sisi.
Sabemos, incluso por experiencia propia, que los análisis periodísticos en ocasiones suelen ser apresurados pues están urgidos por la coyuntura y que por consiguiente en ellos se deslizan errores; pero para Egipto este no es el caso. El problema está en el candelero desde hace años y se vincula a una trayectoria histórica que signó el perfil del medio oriente desde los años cincuenta del pasado siglo.
El actual régimen militar es todavía una incógnita, pero su perfil es en principio positivo –progresista, diríamos, en el sentido amplio del término- y hace gala de un nacionalismo que no se arrastra a la cola del de Estados Unidos. Además a un movimiento, sea cívico o militar, también se lo califica por su origen, sus antecedentes históricos… y sus enemigos.
En el caso egipcio la huella del nasserismo, el experimento más avanzado del nacionalismo popular árabe, está presente de forma explícita en las expresiones de Sisi. Por otra parte, el gobierno islamista de Mohamed Mursi había producido una serie de actos ejecutivos que eran una real amenaza a la modernización y a la democracia. Había sancionado una nueva constitución fundada en la ley de la sharia, intentó lanzar un instrumento jurídico que habría protegido al presidente de cualquier cuestionamiento legal, se inmiscuyó en la guerra civil en Siria del lado de la facción respaldada por la OTAN e hizo evidente su lenidad a la hora de reprimir los ataques de la hermandad musulmana contra la minoría cristiana, con quema de iglesias y agresiones físicas a los miembros de esa confesión. Por fin, cuando millones de personas se concentraron en la plaza Tahrir y en otros lugares del país para protestar contra ese proceso que violaba las tendencias del movimiento popular que había derrocado a Mubarak y al cual la Hermandad se había sumado en su fase postrimera, el gobierno de Mursi desató una represión que provocó varios muertos y centenares de heridos. Fue en ese momento en que intervino el ejército, concitando el respaldo multitudinario de los manifestantes.
Todo proceso revolucionario está lleno de ambigüedades, en especial en su primera fase. Pero los apoyos que convoca el gobierno del Consejo Superior de las Fuerzas Armadas encabezado por el general Al Sisi, son interesantes. El movimiento juvenil forjado en la oposición al antiguo régimen de Mubarak, los cristianos coptos y una amplia gama de sectores de la sociedad egipcia eligen encolumnarse en el sostén a un gobierno que ha llamado a elecciones para mediados de este año. Esta compulsa electoral podría servir de referencia para definir el perfil del futuro Egipto, aunque la Hermandad Musulmana, lanzada a una agitación sin tregua y que acaba de ser declarada como una organización terrorista, tal vez quede excluida de la confrontación. Pero, ¿de qué otra manera se puede tratar a una agrupación que fue cooptada por el imperio británico en el siglo XIX para dividir las aguas de la resistencia anticolonialista, que fue acérrima enemiga del nacionalismo de Gamal Abdel Nasser; que se alía a las directrices de Estados Unidos tanto en Egipto como en Turquía y en Túnez, y que tiene vínculos estrechos con el fundamentalismo salafita fogoneado por Arabia Saudita?
Luzzani hizo mención en su reporte a los asesinatos en Túnez de los políticos opositores Bel Aid y de Mohammed al Brahmi, pero no pareció establecer un nexo entre esos crímenes y el hecho de que hayan sido consumados al amparo de un gobierno de la Hermandad Musulmana, la misma organización que ella defiende en Egipto desde un punto de vista rigurosamente democrático.
La Hermandad se apoya en una plataforma formada mayoritariamente por la baja clase media. Es decir, cuentapropistas, pequeños empresarios y comerciantes, más una vasta masa desarraigada que encuentra en ella un referente. Salvando las distancias, algo parecido a la base social de los movimientos de la ultraderecha europea de los años 20 y 30 del siglo XX. A diferencia de esta, sin embargo, está movida, más que por un social-patriotismo imperialista, por un animismo religioso que resuelve los resentimientos sociales en un rencor fundamentalista dirigido contra la modernidad, contra las mujeres como entes pensantes y contra los “infieles”.
Es el muñeco de paja ideal para ser usado y descartado, según vayan las cosas, por el imperialismo, que en ocasiones lo patrocina y en ocasiones lo usa como espantapájaros, tomando de él la imagen del “luchador por la libertad”, la del fanático barbudo o la del terrorista solapado en el pasaje de una aeronave de pasajeros.
Semejante revoltijo no parece inmutar a quienes siguen, inconscientemente, la huella marcada por la prensa monopólica global, empeñada en dibujar al proceso egipcio como un retorno al régimen de Mubarak o poco menos, a pesar de que los vínculos que este tenía con Estados Unidos no se hayan reconstruido todavía.
El problema no acaba ahí, sin embargo. En el Sinaí está activa una guerrilla que cuenta con el apoyo de los saudíes y que tiene vínculos no muy bien definidos con Hamas, el movimiento palestino de confesión sunnita que controla Gaza y que en tiempos recientes contrastó su actitud pro rebelde en el conflicto sirio con la posición de Hizbollah, el movimiento shiíta que resiste a Israel en la frontera con el Libano y que tomó abiertamente partido en la defensa del gobierno de Bashar al Assad.
Este conjunto de elementos califica a la situación egipcia como inestable y turbulenta. Las ambigüedades que arrastra el proceso en el país del Nilo, obligan a su seguimiento paciente, sin tomar partido de manera precipitada, pero manteniendo al menos una considerable dosis de esperanza en el reverdecimiento de un nacionalismo militar que parece estar buscando una base popular de sustento. Los caminos de la historia son sinuosos y no se disciernen en base a antagonismos maniqueos, como por el ejemplo el de la contraposición entre la democracia abstracta y la dictadura. O entre militares y civiles. El estremecimiento de horror y la propensión a gritar escándalo ante las originalidades del proceso histórico son de poca ayuda a la hora de enfrentarse a la realidad. Que por supuesto reserva sorpresas, tanto positivas como negativas, pero a la que hay que abordar habituándose a pensar dialécticamente. Los silogismos, los atrincheramientos en ideas ya hechas, envasadas y previsibles, matan al pensamiento crítico.