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12
JUL
2008

El Jano militar

La independencia de los países de Sudamérica, a casi dos siglos de iniciar la lucha por ella, sigue sin ser definida. Las Fuerzas Armadas son un factor ambivalente, pero esencial, para resolver esta ecuación.

Hubo un hecho, esta semana, que me parece no ha sido recalcado lo suficiente en los medios de comunicación. Si no en lo referido al episodio en sí mismo, sí en lo vinculado a su exégesis. Se trata del discurso de la presidenta Cristina Fernández en la cena de camaradería de las Fuerzas Armadas, que se celebra todos los años en vísperas del aniversario de la Independencia. La Presidenta volvió en esa ocasión a un tema que ya había introducido fugazmente en su discurso en la Plaza de Mayo. Esto es, el hecho de que la “guerra sucia” no fue sólo responsabilidad de las Fuerzas Armadas, sino que hubo sectores civiles que la alentaron y que luego, terminada la función, dejaron a los militares como chivos expiatorios de las atrocidades cometidas, sin hacerse cargo de sus propias culpas. “Nos hicieron pelear entre todos”, dijo la Presidenta. Al expresar esto puso en cierto modo fin al virtual ostracismo en que habían caído los militares durante la casi totalidad de la recuperación democrática, cuando fueron vistos casi como apestados.

Una actitud así difiere en forma notoria del antimilitarismo sistemático exhibido por el progresismo al uso, que suele encerrarse una especie de interpretación “vestimentaria” de la historia para la cual, todo lo que vista uniforme, es intrínsecamente malo.

El centro del discurso presidencial fue el encuadre que brindó respecto del papel que las tres armas han tenido o pueden llegar a tener, en el desarrollo de una nación integrada. Exaltó el papel de los generales Savio y Mosconi en el aliento a la
industria nacional, convocó a redefinir un sistema de defensa que una a civiles y militares, abogó por la conducción conjunta de las Fuerzas Armadas, superando la práctica de los compartimientos estancos que regularon su relación hasta hace poco y que fue una de las causas que acarrearon la derrota de Malvinas; expresó que la defensa no es sólo un concepto militar, sino político y geoestratégico; rescató el papel de las fuerzas como elemento fundante de la Independencia nacional y puso de relieve la soledad en que sus cabezas más preclaras, San Martín y Belgrano, se encontraron frente a los políticos de Buenos Aires a la hora de luchar por una nación sudamericana.

Estos conceptos no son nuevos; fueron elaborados y defendidos durante décadas por corrientes de pensamiento vinculados a una percepción nacional y geocéntrica de nuestra historia, pero casi nunca habían sido enunciados desde el gobierno con tanta franqueza. El peso del aparato cultural del sistema intimidó siempre a quienes se han encontrado en una función de poder en la Argentina, induciéndolos una y otra vez a soslayar el debate en torno de estos temas.

A la inversa, el mismo temor hace que quienes controlan las palancas del universo mediático no abunden en torno de los contenidos de este discurso presidencial, limitándose a exponerlos de forma parcial y sin otorgarles mucha atención. En efecto, si se la diesen, pondrían de relieve su esencial justicia y la monstruosidad del sistema de desinformación y desfiguración histórica que ha campado por sus fueros durante tantos años en el aparato cultural argentino.

Temas centrales

Los temas citados en esa pieza oratoria son esenciales para el futuro del país. Y sólo depende del gobierno que queden como meros enunciados o se transformen en un principio activo que impulse nuestro desarrollo. Es de temer que la primera hipótesis tenga más posibilidades que la segunda. Y ello porque hasta aquí no se ha advertido, en los gobiernos Kirchner, una decisión muy marcada de revertir las tornas del modelo, si bien resulta innegable que este fue aplacado en sus implicancias más horribles. Esto es, en lo referido al hambre y la desocupación, así como en lo referido a las “relaciones carnales” en materia de política exterior. Se trata con todo de una tesitura ambigua, que no llega al fondo de las cosas, que no ha generado todavía un proyecto estratégico y que es en buena medida responsable de que hoy el gobierno se encuentre a la defensiva.

Ahora la presión del llamado “campo” puede estar impulsando la revisión de esta actitud. Lo cual demostraría que no hay mal que por bien no venga. Por primera vez, en efecto, los Kirchner se están viendo acorralados por la presión combinada del patronazgo agrario, en sus diversas formas, y del conglomerado monopólico de los medios de comunicación, ante la mirada atenta de los gurúes del neoliberalismo y el aplauso de grandes sectores de una clase media porteña (y no sólo porteña) desposeída de su facultad de pensar por una propaganda tóxica que, por otra parte, encuentra una espléndido campo de cultivo en los prejuicios de clase que la impregnan y a los que la aparición del primer peronismo liberara en toda su furia.

Esa presión ha empezado a quebrar las estructuras en apariencia sólidas del partido oficialista. La aparición de esas grietas y descascaramientos -en parte reflejo del eco que encuentra, dentro del partido, la burguesía agraria de la “pampa gringa”-, debería obligar a revisar, de una vez por todas, los instrumentos políticos y teóricos de la liberación nacional. Que obviamente no pasa por los intereses sectoriales sino por la capacidad de fraguar a estos en un frente unido, provisto de conciencia geopolítica y dirigido por las personalidades que son indispensables para este tipo de construcción.

¿Tendrá el actual gobierno la capacidad de discernimiento que es necesaria para ello? Que de ese discernimiento dispone lo demostró la convocatoria de Aldo Ferrer a las reuniones de comisión que en la Cámara de Diputados abordaron el tema de las retenciones a la exportación. Que tenga voluntad de ponerla en práctica es otra cosa. No deja de ser singular que Ferrer, uno de los economistas más prestigiosos que tiene la Argentina, de clara orientación nacional, sólo ocupó la cartera económica durante un breve lapso a lo largo de su dilatada carrera: durante el fugaz gobierno de facto del general Roberto Marcelo Levingston, entre 1970 y 1971. Nuestra dirigencia más aceptable suele adolecer del defecto de saber donde están los elementos que el país requiere…, y evadir con cuidado el utilizarlos.

Así pues, no se trata sólo de enunciar correctamente las cosas sino de dar los pasos indispensables para ponerlas en movimiento. El discurso a las Fuerzas Armadas debería ser una buena oportunidad para empezar a darlos. Tenemos ahí, en efecto, a partir de la definición del núcleo estratégico de nuestro problema de defensa –la guarda y preservación de nuestros recursos naturales en un contexto regional- el punto de apoyo para la elaboración de un programa (o de una serie de programas) que apunten a la construcción de un país distinto. Aunque suene paradójico, los países se definen internamente a partir de su política exterior. Una diplomacia dependiente engendrará un Estado débil, fuerte sólo hacia adentro, donde deberá reprimir las resistencias que engendra la sumisión a un modelo económico que viene de afuera y no toma en cuenta las necesidades del grueso de su población. Por el contrario, un país que se afirme interiormente para mejor defenderse y pugnar en el plano externo, desarrollará sus competencias con una eficacia imposible de obtener de otra manera, privilegiando de paso las formas democráticas de gobierno, ya que necesitará del consenso espontáneo de las mayorías para legitimarse y hacerse fuerte.

Las Fuerzas Armadas en un país desarrollado a medias, como aun es el nuestro, ceñidas por un sistema republicano con participación popular, son una pieza de capital importancia para hacer pie en una concepción geopolítica de carácter continental y pueden brindar, como lo hicieron en el pasado, el know how indispensable para realizarla.

El Ejército en nuestra historia

A lo largo de la evolución de nuestro país sus Fuerzas Armadas se vieron atravesadas por la misma antinomia que recorre a toda nuestra historia: la de nación contra la antinación. O, para expresarlo mejor, la de un concepto pequeño de nación, centrado en una concepción mezquina de la misma que atendió a los intereses de la burguesía portuaria, luego solidificado en la alianza entre esta y un entramado de intereses provincianos que se sentían cómodos dentro del modelo agroexportador y dependiente; y una noción de país que viene del fondo de la historia y que aspira a reconstituir los lazos de la solidaridad iberoamericana y a configurar nuestro sistema de vida de acuerdo a normas de veras democráticas, que den espacio y capacidad de decisión a las masas no privilegiadas. Este último esquema, por supuesto, concibe al país como una entidad grande, en movimiento, alejada tanto de la inmovilidad vacuna de la oligarquía terrateniente como del frenesí de la especulación financiera, esta última estrechamente vinculada también a una explotación improductiva (bien que cambiante) de la renta.

Esta contradicción se expresó ya en el seno del ejército durante las luchas por la independencia. Mientras que las tropas comandadas por Belgrano, San Martín y Güemes luchaban por expandir la revolución al Alto Perú y al resto de Iberoamérica, la metrópoli portuaria, que explotaba las rentas de la Aduana e inundaba al país de productos ingleses importados, se preocupaba más bien en mantener esta situación de privilegio, de extinguir las resistencias del interior y de liquidar, acudiendo incluso a la coyunda con el Imperio brasileño, el proyecto de Artigas, que se oponía al patriotismo de campanario de Buenos Aires y reivindicaba una república del Plata que mirase hacia el Oeste con ánimo integrador y no de saqueo.

En 1820, convocadas para reprimir a las montoneras, las tropas del Ejército del Norte, en vez de atender al llamado de Buenos Aires, se sublevan en Arequito. Las contradicciones del interior del país y la carencia de un mando inspirador que resumiese en sí mismo las metas de un poder vicario, hicieron, sin embargo, como ocurriría otras veces, que esa oportunidad no condujese sino a una exacerbación del caos, del cual sólo se saldría, pocos años después, con la dictadura de Juan Manuel de Rosas.
San Martín bien pudo haberse hecho cargo, algún tiempo antes, de esta misión. No lo hizo. Su mirada estaba puesta en la gran construcción continental. Pero quizá, de haber aprovechado esa oportunidad, hubiera podido construir la base sólida desde la cual proyectar, más adelante, la misma opción liberadora que en ese mismo momento se aprestaba a lanzar, como se vería sin fuerzas para sostenerla en el tiempo, desde Chile hacia el Perú. Pocos años más tarde deberá eclipsarse del escenario continental: la Buenos Aires de Bernardino Rivadavia le negaba los recursos que necesitaba para expandir su empresa. Don Bernardino se interesaba más bien en pavimentar a Buenos Aires y en gestionar créditos ingleses que en el destino de un país y un continente que le quedaban demasiado grandes. Este concepto sigue vigente hoy en no pocos de nuestros dirigentes. ¿No fue Domingo Cavallo quien dijo una vez que la Argentina tiene provincias que no son viables?

El Ejército de los Andes se diluyó. Algunos de sus integrantes siguieron las campañas libertadoras bajo la bandera de Bolívar. Otros desertaron o se pasaron al enemigo. Y cuando los primeros volvieron a la Argentina no tenían ni la talla personal, ni el prestigio, ni la visión estratégica de San Martín. Se hicieron unitarios o federales, apoyaron o combatieron a Rosas. Este, como hombre de Buenos Aires, tampoco tenía grandes intenciones de cambiar el país. Se limitó a gestionarlo, basado en su popularidad entre la plebe porteña y el gauchaje bonaerense, defendiéndolo con tenacidad e inteligencia de la intervención externa, pero sin aprovechar, durante mucho tiempo, la indiscutible oportunidad de que disponía para organizarlo.

Después de Caseros esa tarea se volvió impostergable. Los militares como grupo social fueron una vez más la punta de lanza de del encontronazo entre Buenos Aires y la Confederación. Ganó Buenos Aires, por razones complejas, entre las cuales no se puede excluir el tácito cambio de frente de Urquiza ante Mitre. Pero el hecho fue que se devastaron las resistencias interiores y que cuando el general Roca nacionaliza a Buenos Aires con el ejército de línea en 1880, en el último y sangriento episodio de las guerras civiles, la tarea ya estaba cumplida, y los intereses comerciales del país configurados de cara al exterior y en simbiosis con el Imperio británico.

De ahí en más, los militares se profesionalizan y entran en los rangos. Ello no quiere decir que muchos de ellos no tengan participación activa en las revoluciones radicales, por ejemplo, pero no dejan de constituir una minoría dentro del ejército. La alineación del cuerpo de oficiales detrás de los gobiernos instituidos no varía. No fue hasta septiembre de 1930, cuando el mundo se debatía en las secuelas del crack de la bolsa de Nueva York, que un grupo de ellos inaugura una modalidad que se repetiría en 1955, 1963, 1967 y 1976: derrocar a un gobierno constitucional consagrado democráticamente, por razones que no están claras a muchos de los participantes en esos episodios, pero que tienen como motivación de fondo la restauración del sistema que privilegia la renta diferencial del capital agrario, la filiación política con el poder dominante en el mundo y la concentración de la renta financiera, por encima de cualquier otra razón. Sin embargo, incluso en esas ocasiones la misma naturaleza del oficio de las armas, que lleva a los que participan de él a plantearse los dilemas de la defensa, conservó siempre en el seno de las fuerzas armadas una corriente que impulsaba el desarrollo de los emprendimientos industriales, la minería y la técnica.

En 1943 se cuela en esa letanía de intervenciones un golpe de carácter distinto. Un grupo de coroneles –influidos superficialmente por la ideología fascista, pero alimentados en lo esencial por la prédica del nacionalismo democrático del grupo Forja y de otras corrientes nacionales- llega al poder. Es el clímax de la segunda guerra mundial y las fórmulas del nacionalismo de derechas que se acercan en primer término a dar asesoría a los militares, quedan con rapidez desencajadas del marco de la política global. Es el talento de un militar de genio, el coronel Juan Perón, lo que rescata al bajel de la revolución de Junio del callejón sin salida en que la había metido el nacionalismo ultramontano, conectando a la logia militar que había derrocado al presidente Ramón S. Castillo con las masas obreras que están emergiendo a la luz debido al proceso de suplantación de importaciones obligado por la depresión mundial primero, y luego por la guerra. El movimiento obrero se organiza y en la alianza de este con la fuerte fracción militar que ha lanzado el movimiento de Junio se apoyará Perón para llevar a cabo el único proceso que puede denominarse revolucionario del siglo XX en Argentina.

Proceso incompleto, es cierto, que aprovechó sólo a medias la excepcional coyuntura que se ofrecía al país al terminar el conflicto. Entre 1946 y 1949, en efecto, se dejó escapar la ocasión de construir una industria pesada, posible en ese momento debido a la situación de Europa y a la acumulación de divisas. Esta era la opción que defendían los sectores militares más nacionales. En su lugar se prefirió privilegiar a la industria liviana y, cuando se quiso desandar el camino y volver a la idea original, se interpuso la contrarrevolución de 1955.

A partir de allí se asistirá a los sucesivos intentos, cada vez más brutales, de eliminar al peronismo. Los partidos tradicionales y el recién constituido “partido militar”, intentan extirpar a las tendencias populares de la superficie política, para volver al viejo esquema del país para pocos. Sin embargo, el entramado político y gremial armado por el primer peronismo exhibió un gran aguante y una capacidad de supervivencia que pocos de sus enemigos, y no muchos de sus amigos, habían imaginado . El papel de los militares a través de todo este período fue ambiguo. Las FF.AA. habían sido purgadas a nivel de mandos de los elementos que podían prohijar un movimiento popular, similar al de 1943. Pero hay una suerte de fatalidad de la historia que obliga a quienes se encuentran en posición para asumir las razones de esta, a hacerlo. A menos que hayan sido creadas con la sola intención de desempeñar la función de verdugo interior, como en el caso de las republiquetas bananeras, las fuerzas armadas, por su definición, perfil y proyecto, no pueden disociarse de las necesidades profundas de la sociedad. En cierta medida porque a ellas les tocará, en situaciones de crisis, pagar los platos rotos, saliendo a reprimir las insurrecciones populares o a defender las fronteras sin contar con los medios apropiados para ello. Si hasta los famosos “cipayos”, el cuerpo militar indio al servicio del Imperio Británico del que se derivara un conocido término que define el servilismo político y cultural respecto de un poder externo, protagonizaron la más difundida y feroz rebelión contra ese tipo de dominio durante el siglo XIX…

 

 

 

 

Fue así que gobiernos de facto como los capitaneados por Onganía o Lanusse, o incluso los de la dictadura de Videla y sucesores, alentaron y reforzaron los emprendimientos siderúrgicos, de explotación minera y de potenciación energética del país, apelando en este caso tanto a la construcción de centrales hidroeléctricas como al desarrollo de un plan atómico que introdujo a Argentina, muy temprano, en el círculo restringido de los países capaces de dominar el ciclo completo del enriquecimiento del combustible nuclear. La misma fatalidad los empujará a emprender, en 1982, una empresa bélica mal calculada, pero orientada en el sentido de la grandeza nacional, cual fue la recuperación de las islas Malvinas. Y así, de pronto, por una de esas “ironías de la Historia” de las que habla Marx citando a Hegel, el canciller argentino Nicanor Costa Méndez, hombre del sistema, se encuentra abrazando a Fidel Castro; y a la dictadura “anticomunista” que creían personificar los militares argentinos, agradeciendo el apoyo de Cuba en el enfrentamiento con Gran Bretaña y la Otan.

El desafío

El presente impone a los países de Iberoamérica el diseño de un plan estratégico conjunto, que contemple las posibilidades de la región, atienda los peligros que la amenazan y provea los desarrollos que son necesarios para fortalecerla, en un mundo donde se asiste a una desembozada carrera de las grandes potencias por el dominio de unos recursos naturales no renovables, sea que se encuentren en vías de extinción o en una situación de compromiso a mediano o largo término.

A Argentina y Brasil, y a sus correspondientes fuerzas armadas, les corresponde diseñar los proyectos e instrumentos que deben hacerlo sustentable. La pregunta que debe formularse aquí no es tanto si sabrán cómo hacerlo, sino la de si se animarán a diseñarlo y sobre todo a ponerlo en práctica. La idea es obvio que ronda la cabeza de muchos dirigentes latinoamericanos. No hablemos de Hugo Chávez, que hace tiempo tiene el tema en claro y toma las políticas consecuentes, sino de los responsables del poder en Brasil y Argentina, y en especial de los cuadros militares de estos dos países. La Unasur y el Mercosur son el indicio de que algo potencialmente muy serio ha comenzado.

El rechazo al Alca y la seca y negativa respuesta de Luiz Inazio Lula Da Silva en el grupo del G8 donde se especulaba en torno de la necesidad de instituir a la Amazonia como “patrimonio de la humanidad” –y por consiguiente, sustraerla en cierto modo de la soberanía brasileña- demuestran la conciencia que existe respecto de los peligros que rodean a esta porción del mundo. La confluencia política de los gobiernos sudamericanos en una organización que coordine su quehacer es muy importante, pero más lo sería si a ella se acoplase la existencia de un Estado Mayor Conjunto regional. Es posible que Argentina y Brasil estén trabajando en este sentido, aunque para nosotros el dato resulte imposible de comprobar. Pero la afirmación de Cristina Fernández en el sentido de que nuestra primera obligación estratégica es la preservación de los recursos naturales, torna inevitable esa ecuación. Pues los recursos naturales no reconocen fronteras y se distribuyen, por ejemplo, entre Argentina, Brasil, Paraguay y Bolivia con una prodigalidad pasmosa. El acuífero guaraní, las reservas petrolíferas y gasíferas, los bosques naturales y los recursos hídricos son objetivos codiciados por las grandes potencias. Defenderlos, así como incluir en ese proyecto a Venezuela e incluso a Colombia (si esta consigue arreglar sus asuntos y sacudirse de encima la zarpa de los Estados Unidos), es una obligación que cada día se hace más imperativa, ante el envite de Estados Unidos y de los poderes metropolitanos que le hacen coro y a los que interesa sobremanera la prosecución de un diseño global que concentra en ellos el poder de decisión y deja al resto del mundo a su disposición.

De la capacidad que nuestros países tengan para sumar el factor militar a un diseño positivo de futuro, dependerá que la región se eleve finalmente al estatus que merece por sus recursos y su riqueza cultural y étnica –expresiva como pocas de la necesidad de la mestización y fusión hacia la cual se endereza el mundo. Esta puede ser la hora de América latina, o la de la repetición del ciclo de fractura y desmembramiento que arruinó a la primera independencia. Depende de nosotros y de la capacidad que tengamos para integrar los diversos factores que juegan en esta instancia en un proyecto comprensivo, que ese momento se concrete o quede una vez más como el recuerdo amargo de una ocasión perdida.

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[1] Por ejemplo por Arturo Jauretche en su ensayo Ejército y Política, la Patria grande y la Patria chica, publicado en el suplemento de la revista Qué, de febrero de 1958, o por Jorge Abelardo Ramos en un breve ensayo titulado Historia Política del Ejército Argentino, publicado por la editorial La Siringa durante la década de los 60, si mal no recuerdo. Pero el tema fue abordado, por estos y otros autores, en un sinfín de trabajos de carácter más abarcador, haciendo de este asunto uno de los aportes más vivos del pensamiento nacional y popular a la historiografía argentina.
 
[2] Como se sabe, fue el mismo peronismo el encargado de liquidar al peronismo, durante la gestión Menem. Sólo la traición desde dentro pudo terminar de desarmar la resistencia gremial y popular a la implantación del modelo neoliberal y oligárquico, resistencia que impuso cierta prudencia incluso al régimen genocida entronizado en marzo del 76.

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