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26
JUL
2008

Lo imperdonable

El castigo a los culpables de la represión de los años ’70 es un hecho auspiciable. Pero sería imperdonable no reconocer los atributos que tuvo esa crisis y no hacer de ella un balance que permita comprenderla y escapar de su maleficio.

 La reciente resolución del Tribunal Federal Oral 1 de Córdoba condenando al general Luciano Benjamín Menéndez y a otros siete militares implicados en las tareas represivas de “la guerra sucia” viene a cerrar, esperamos, un capítulo horriblemente doloroso de la reciente historia argentina. Más allá de la ejemplaridad de las penas (que seguramente serán apeladas al menos en lo referido a la reclusión en la cárcel común para personas ya octogenarias), el asunto sin embargo merecería ser tratado, en la medida de lo posible, con el rasero de la razón.

La Némesis ha alcanzado a quienes cometieron algunos de los crímenes más terribles de la última mitad del siglo anterior. La actitud de los reos, que se empeñaron en defender lo actuado por ellos reivindicando su presunto rol de salvadores de la patria, categoría de la que ya se jactaban en el momento en que cometían las atrocidades que ahora se condenan, es, a la vez que imperdonable, indicativa de una pertinacia en el extravío que requiere, sin embargo, de un esfuerzo interpretativo moderado por la reflexión.

Las palabras de la presidenta Cristina Fernández, pronunciadas días pasados con motivo de la cena de camaradería de las Fuerzas Armadas, en el sentido de que “nos hicieron pelear entre todos” no deberían ser echadas en saco roto a la hora de hacer un balance de lo sucedido durante los años de plomo y la guerra sucia. No me simpatiza la teoría de los dos demonios, pero creo que, si no se la adopta como una excusa para evadir un juicio moral sobre lo ocurrido, y se la traduce más bien a los términos de una patología vesánica, no deja de tener consistencia. Más que de los dos demonios, quizá haya que hablar entonces de los dos locos armados con palos y con la cabeza llena de prejuicios, fabulaciones y miedos que se arrojan el uno sobre el otro con una mezcla de ferocidad y de terror, como cabe observar en algunos cuadros de Goya que representan una riña o una pelea de gatos. Los ojos desorbitados de los contendientes que se baten hablan de pavor mutuo más que de coraje.

Desde luego, la magnitud de los crímenes cometidos, el aprovechamiento de la fuerza abrumadora del Estado para reprimir más allá de cualquier límite, la adopción de una política terrorista que excedía a los individuos inculpados en actividades subversivas y buscaba sembrar un terror generalizado al desaparecer a miles de personas sin motivo aparente, sin juicio ni referencias a su ubicación y estado; las torturas y la cobardía histórica que suponía masacrar a miles de jóvenes sin asumir la responsabilidad que, incluso bajo la ley marcial, implican las sentencias de muerte debidamente refrendadas, hacen gravitar pesadamente la balanza de la culpa del lado de quienes investían el poder y lucían el uniforme de la patria, al que agraviaron y deslucieron hasta el extremo de tornarlo intolerable para gran parte del pueblo.

Esas metodologías, empero, estaban inspiradas en manuales de contrainsurgencia generados en la Escuela de las Américas y entre los paracaidistas franceses de la guerra de Argelia, probados a escala gigantesca en Indonesia y puestos en práctica en Chile por Augusto Pinochet. La distorsión ideológica, característica de la mentalidad dependiente, impedía reconocer al verdadero enemigo, atribuyendo un carácter demoníaco y en consecuencia inhumano a una insurgencia que equivocaba profundamente su metodología y la relación de fuerzas, colocándose fuera de la realidad; pero que en última instancia era parte de un país al que las Fuerzas Armadas están obligadas a comprender.

Esto es esencial: quienes generaron la tempestad mortal que arrasó a las formaciones guerrilleras en nombre de la Patria, fungieron en realidad como correas de transmisión, conscientes o inconscientes, de un proyecto antinacional, piloteado por los viejos señores de la oligarquía cipaya y dirigido a perfeccionar la devastación del Estado de Bienestar generado por el primer peronismo. Vinieron a romper la situación de empate entre las clases que duraba desde 1955 y a restituir, a través de la gestión de José Alfredo Martínez de Hoz, las pautas del país agroganadero y dependiente, librecambista y abierto a la importación de bienes manufacturados que, so capa de generar competitividad, venían a destruir una industria nacional que requería por cierto de ajuste y exigencia, pero que representaba una base de desarrollo que necesitaba ser estimulada y no devastada.

El rasgo quizá más característico de ese período, amén de su bestialidad, fue la obcecación en la ignorancia y la soberbia iletrada. Gran parte de los militares vinieron a llenar el papel de “los idiotas útiles” que tanto enrostraban a sus enemigos. La utilización de epítetos como “marxistas apátridas” denotaba ya su sumisión a conceptos prefabricados, provenientes del ámbito de la guerra fría, inútiles a la hora de evaluar la naturaleza de los problemas que afligían al país y a América latina. Esta era –y es- portadora de una gran tarea irresuelta, la de su unificación bajo una conducción que sustituya a la inepta, comodona o traidora dirigencia que nunca ha terminado de liberarse de la complicidad con los poderes exógenos que determinaron la frustración de nuestro destino histórico.

Si la guerrilla equivocaba el camino al soñar que podía robar el poder desde arriba, sustituyendo a Perón, las Fuerzas Armadas se dejaban embretar en un proyecto suicida, fabricado en las usinas de la CIA y en los conventículos de la Escuela de Chicago, que apuntaba a aprovechar o incluso a fabricar algún tipo de trauma colectivo para imponer un shock económico que no hubiera sido posible aplicar de haber existido las defensas judiciales, sindicales y políticas que actúan como anticuerpos en las situaciones de crisis.

Visto bajo esta luz, se hace posible colegir que los actos de sadismo que connotaron a dictadura no estaban dirigidos sólo contra quienes practicaban la lucha armada, sino contra la totalidad del pueblo, al que de esa manera se preparaba para hacerlo aceptar las reformas radicales en materia económica que luego tomarían pleno cuerpo en el llamado “consenso de Washington”, reformas que encontrarían, en los sucesores civiles del régimen militar, a quienes se encargarían de profundizarlas y legalizarlas, gracias a la apatía generada por la sangría producida durante el período anterior.

Esta operación tuvo éxito. Recién 30 años después de la masacre de los ’70 el país comenzó a levantar cabeza. Pero sólo a medias. Hoy vacila entre la posibilidad de reinstalarse en el modelo del laissez faire y del país para pocos, generado por la dictadura, y la de obligarse a generar un proyecto que lo rescate y lo ponga en camino hacia un destino trascendente. Es por esto que, tras haber hecho justicia, hay que dar vuelta la página. Es necesario que se aclare la naturaleza del conflicto insensato que nos devastó décadas atrás; pero no para quedarse en la sola proposición vindicativa, sino para comprender las coordenadas ocultas de la realidad, sacarlas a la luz y trabajar a partir de su reconocimiento, sin retóricas discursivas y con la decisión de reconfigurar a la Patria con las reformas estructurales que son indispensables y que, hasta ahora, brillan por su ausencia.

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