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04
ABR
2015
El monumento a los caídos, en Ushuaia.
El monumento a los caídos, en Ushuaia.
Conviene mantener vivo el recuerdo de los caídos en Malvinas esforzándose en comprender cuál debe ser el reconocimiento válido a su sacrificio y al de todos los que volvieron del archipiélago.

El 2 de abril es una fecha que duele. No porque reneguemos del impulso patriótico que recorrió al país por esos días, sino porque el recuerdo de la batalla por Malvinas ha sufrido tantos agravios que se hace difícil ordenar un concepto que recoja su sentido real y profundo. Los combatientes de esa campaña han padecido y siguen padeciendo el desconocimiento de la naturaleza del empeño en que se vieron metidos. La memoria de los caídos en esa guerra sigue siendo manipulada maliciosamente, con una finalidad coyuntural y oportunista. Los viejos rencores de una rencilla interna salvaje, que devastó física y moralmente al país en los 70, continúan rigiendo la valoración de un conflicto que si fue precipitado y conducido de una manera incompetente por una dictadura que cargaba una pesada mochila de crímenes en su haber, no por eso dejó de representar una causa justa.

Enfatizar sólo la brutalidad cuartelera de algunos oficiales y suboficiales, olvidando la integridad de la mayoría de ellos, y detenerse con una fijación obsesiva en los castigos a que algunos reclutas fueron sometidos por eventuales infracciones a la disciplina, es ignorar la naturaleza de la guerra, su carácter feroz y lo fácil que resulta caer en ella en los excesos de todo tipo. Aun en los ejércitos más disciplinados del mundo, el aura de la batalla desdibuja los límites que en tiempo de paz parecen existir entre lo verosímil y lo inverosímil. Si se reduce la evocación del conflicto a esos datos y no se presta atención a la entrega y al sacrificio dolorosamente asumidos por los combatientes en los hechos de armas, se tira a la basura el sentido de su esfuerzo y se los expone a una desilusión arrasadora. Cuando se habla de los suicidios de ex combatientes –que superaría ahora a la cifra de los caídos en el conflicto- se suele poner ese saldo a la cuenta de los militares, pero no se asume la responsabilidad que, como sociedad, nos compete a todos. Absolutamente a todos.

Los soldados de Malvinas fueron ninguneados durante décadas, y siguen siéndolo ahora, a pesar de los homenajes y compensaciones que han recibido en estos años. El primero de esos agravios fue el crimen final de la dictadura: el escamoteo de los soldados a su vuelta del campo de batalla. En vez de hacerlos desfilar para que los arropase y confortase el amor del pueblo, los escondieron en los cuarteles y los dieron de baja en cuanto pudieron. Toda la miserabilidad de los altos mandos del proceso se puso de manifiesto en esa maniobra. Como habían sido engañados por el Imperio, que en Malvinas les tendió una trampa para deshacerse de ellos puesto que ya habían cumplido ya el trabajo sucio que se les había encomendado, no fueron capaces de enfrentarse cara a cara con los hombres que habían mandado al combate fundándose en premisas por completo equivocadas. La primera de las cuales era la de que no iba a haber combate. El shock que supuso para los veteranos volver para ser disimulados y luego arrojados a las calles huérfanas de las multitudes que suponían iban a darles acogida, implicó un salto al vacío que les dejó un rastro psicológico perdurable y que para muchos -más débiles o más sensibles que otros- fue imposible arrostrar.

Pero a esa inicial sensación de abandono ha habido que sumarle la ambigua recuperación de su memoria que se ha practicado hasta hoy. Del ocultamiento se ha pasado a la victimización. A convertirlos en corderos sacrificiales en el altar de la estupidez “milica” y de la guerra que es “una bestia fiera y pisa fuerte”, según la bella expresión de León Gieco. La noción del heroísmo parece quedar fuera de esta ecuación. Y por heroísmo no entendemos la fraseología de la retórica patriotera ni la inflación propagandística que los medios de prensa otorgaron a la batalla del Atlántico sur en los trágicos meses de mayo y junio de 1982. Nos referimos a quienes aceptaron la guerra como una dura necesidad, más allá de los errores o la confusión de los mandos. No vamos a compartir ciegamente el dicho inglés que reza: “Con razón o sin ella, mi patria antes que nada”, pero la importancia de la cohesión nacional y la aceptación del sacrificio en una emergencia bélica es determinante no sólo para definir el curso de una batalla sino para generar la orientación política de una nación a largo plazo. La de Malvinas fue una guerra basada en intereses legítimos y a través de la cual se expresó una voluntad de identidad nacional que, como en tantas otras ocasiones, fue traicionada por unos dirigentes que se arrepintieron a poco de dar los primeros pasos, asustados por las consecuencias que podía tener la manifestación de la voluntad popular. Prefirieron refugiarse en la derrota antes que dar batalla en los únicos términos que eran y son posibles: la modificación de las coordenadas internas de esta sociedad con miras a construirla como un todo estructurado, socialmente equitativo, abierto a América latina y capaz de proveer a su propia defensa.

¿Qué pueden sentir hoy los veteranos cuando se los pone en situación de ser compadecidos antes que ser celebrados por la entereza que demostraron en el conflicto? Esta pregunta tiene vigencia si se atiende al tenor de las películas (documentales o no) y a las declaraciones que suelen provenir del progresismo al uso.

Más allá de esta interrogación hay que tener en cuenta que la recuperación de Malvinas, que se nos promete por vías diplomáticas –las únicas de las que el país dispone, por otra parte, pues se encuentra militarmente indefenso-, no puede ser separada de una reconstrucción de su capacidad productiva integral, de su estructuración como un todo social más o menos homogéneo, de un rearme de su aparato de defensa cumplido con prudencia, discreción y una clara direccionalidad estratégica, y de su inserción en un todo iberoamericano que haga suya la reivindicación soberana sobre Malvinas y las islas del Atlántico sur. La postura británica en las islas es jurídicamente insostenible, pero la ley internacional tiene poco que hacer en estas cuestiones. Hay que ser conscientes de que Inglaterra no va a ceder su presa si las circunstancias mundiales no indican que le conviene negociar y si la persistencia en la proclamación de nuestros derechos no está sostenida por una configuración nacional eficiente. Gran Bretaña devolvió Hong Kong a China solo cuando esta se convirtió en una potencia insoslayable. España hace tres siglos que sigue reclamando a Gibraltar.

Y las Malvinas son más importantes que Gibraltar desde una perspectiva geopolítica. La “fortaleza Malvinas” –donde hay 1.500 soldados británicos que se supone están allí para custodiar a 2.000 isleños- es un enclave colonial que vigila el tránsito del Atlántico al Pacífico y que cubre las puertas de la Antártida, el continente blanco que atesora recursos inconmensurables que codician todas las potencias. La riqueza petrolera del subsuelo marítimo del archipiélago y la fauna ictícola que se pesca en sus aguas también son factores que cuentan muchísimo en la rapacidad británica y que deben ser ponderados en su magnitud por quienes en este país creen que la Argentina puede ser parte de un proyecto iberoamericano que nos consolide como una entidad regional atendible. El anuncio del descubrimiento de importantes yacimientos petrolíferos en la cuenca de las islas, anunciado en estos días en Gran Bretaña, no es necesariamente una provocación: es una manera que el gobierno inglés tiene de de decirle a su público que la guerra estuvo ampliamente justificada.

Queremos cerrar esta nota con un homenaje a los argentinos que cayeron peleando en la guerra del Atlántico Sur, sin distinción de grados. Un homenaje que evada el ditirambo o el sentimentalismo. Como el sacrificio no reconoce fronteras nos permitiremos citar el poema de un piloto de combate inglés, que se batió en Malvinas y tuvo varios derribos en su haber, titulado “Epitafio”.

Memory

Is all I ask,

Howewer slight, a mere

Whisper in the breeze

Of Spring

A silent thought.[i]

 

(Recuerdo

Es todo lo que pido

Aún leve, un simple

Susurro en la brisa

De la primavera

Un silencioso pensamiento.)

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[i] David Morgan, “Epytaph”, citado en Defonline.com.ar, en un artículo de H. Sánchez Mariño. 

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