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17
OCT
2015
El 17 de octubre significó el nacimiento de la Argentina moderna. Para la reacción, sin embargo, esa fecha sigue significando, aunque no lo confiese, un parto contra natura.

Se cumplen 70 años del 17 de octubre de 1945. Fue, como pocas, una fecha clave en la historia nacional. Señaló el ingreso del pueblo bajo, de las masas obreras y de amplios sectores de la pequeña burguesía a un ámbito de decisiones donde por primera vez su voluntad pesó en la gestión de los asuntos del estado. La clase media ya había probado esa experiencia en 1916, cuando don Hipólito Irigoyen fue elegido por primera vez a través del voto universal, masculino y secreto, como presidente de la república. La experiencia social de ese tramo de nuestra historia, sin embargo, no excedió los límites de la democratización política, no tocó los fundamentos agropecuarios de la economía y acabó cuando la oligarquía, que había consentido esa irrupción popular en el semipersuasión de que podría manejarla, perdió la paciencia al estrecharse su margen de ganancia como consecuencia de la crisis económica mundial de 1929, que acabó con el régimen de factoría privilegiada del Imperio británico del que hasta entonces el país había gozado. Hacía falta retomar el timón para que la vertiente democrática que tenía el radicalismo no abriese el paso a una manifestación más enérgica del descontento popular. Una campaña de prensa demoledora, la manipulación del estudiantado y de la clase media porteña generaron el clima para la operación destituyente.

El golpe del 6 de septiembre de 1930 inauguró una etapa en la cual, por primera vez desde la organización nacional, las fuerzas armadas comenzaron a gravitar pesadamente en el destino de la república. Pero como nada es simple en la vida de las naciones, esa irrupción militar había de cargarse de elementos contradictorios, que pondrían por un tiempo en tela de juicio el papel que al ejército le había asignado la élite dominante. Esto es, el de guardián de sus privilegios.

Obligados por la necesidad de sustituir importaciones resultante de la crisis, a la cual no pudieron paliar ni siquiera a través de pactos vergonzantes como el de Roca-Runciman, que procuraba desesperadamente mantener el viejo estatus neocolonial cediendo porciones de nuestra soberanía, los gobiernos de la década infame permitieron un cierto grado de industrialización y, con ella, el crecimiento de una periferia urbana que cambió la faz y el sentido de las aglomeraciones proletarias que crecían como un cinturón alrededor de Buenos Aires. Proveniente de las provincias la inmigración interior (“los cabecitas negras”, como despectivamente se describió a sus integrantes) era políticamente virgen y no se encontraba atada a los preconceptos socialistas, anarquistas o comunistas que habían nutrido a las capas obreras generadas al calor de la inmigración europea, a finales del siglo XIX o en las primeras décadas del XX.

Nacidos de un golpe de fuerza y perpetuados por la proscripción del radicalismo en un primer momento, o por el fraude o la mediatización de ese partido a través de la preponderancia que cobró su ala más conservadora, anti-irigoyenista y transigente con el régimen, el alvearismo, los gobiernos conservadores de Justo, Ortiz y Castillo fueron piloteando los años de la depresión hasta que el estallido de la segunda guerra mundial volvió a poner al país ante una disyuntiva. ¿Había que mantener la neutralidad o alinearse al lado del bloque anglosajón que se había mancomunado con la Unión Soviética para enfrentar a Hitler? A la Argentina no se le había perdido nada en ese conflicto, pero, objeto más que sujeto de la historia hasta ese momento, hubo de padecer las presiones para que ingresase a él, en especial de parte de Estados Unidos, muy interesado en aprovechar la conmoción global para quitarle a su aliado y subordinado británico las perlas de su imperio, una de las cuales, hasta ese momento, era Argentina. Gran Bretaña, por el contrario, de manera tácita, respaldaba la neutralidad argentina, pues requería que las carnes y el trigo de nuestro país siguieran fluyendo hacia las islas británicas sin que los submarinos alemanes o italianos los mandasen al fondo del mar.

 En el ejército argentino, que por obra del servicio militar obligatorio se encontraba en contacto directo con la masa del pueblo, esa persuasión para entrar en la guerra era resistida. En parte porque algunos oficiales se encontraban ideológicamente influidos por el auge de los fascismos, que se oponían a la constelación imperial que había oprimido a la Argentina y que por lo tanto se perfilaban como aliados naturales del país (el enemigo de mi enemigo es mi amigo), suscitando simpatías entre quienes creían en la posibilidad de su reordenamiento autoritario; y en parte porque el grueso de esa corriente percibía la necesidad de sustraernos a un sacrificio inútil y que sólo hubiera servido para remachar la dependencia. En ese plano recibía la influencia del nacionalismo democrático nucleado en FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), desprendimiento del radicalismo desvirtuado e integrada, entre otras, por personalidades como Arturo Jauretche, Homero Manzi y Raúl Scalabrini Ortiz.

El golpe del 4 de junio de 1943, que derribó al presidente conservador Ramón S. Castillo, vino a desvincular al país, provisoriamente, de la necesidad de consumar el ingreso a la guerra junto al bando aliado. Castillo era neutralista, pero sus potenciales sucesores, tanto conservadores como radicales, apuntaban al ingreso en la contienda. El golpe apuntó a neutralizar esa acción. Fue una acción militar químicamente pura, la única de ese género en nuestra historia contemporánea, puesto que no hubo participación de sectores civiles en la gestación y concreción del golpe. Su motor fue el GOU (Grupo de Oficiales Unidos). El carácter sólo castrense de la acción trajo aparejado un espacio ambiguo en el cual se introdujeron, en un primer momento, algunos exponentes del ala liberal del ejército, por una parte, y del nacionalismo arcaico, de impronta católica, filonazi en algunos casos, clerical y exclusivista, por otra. Junto a ellas se perfilaba una tercera tendencia, afincada en una comprensión de las cosas mucho más arraigada a la realidad nacional e influida por el nacionalismo democrático de FORJA. En esta descollaban las personalidades de los coroneles Perón, Montes y Mercante.

El gobierno militar y la “intolerable” neutralidad argentina

Este carácter heteróclito del régimen militar salido del 4 de junio determinó bruscos cambios en el poder: primero hubo una breve aparición del general Arturo Rawson a la cabeza del gobierno, tan breve que ni llegó prestar juramento, luego asumió el general Pedro Pablo Ramírez y en febrero de 1945 este fue suplantado por el general Edelmiro J. Farrell. La mecánica de estos cambios estuvo determinada, en primer término, por la cuestión de la neutralidad o la beligerancia en el conflicto mundial. Rawson fue desalojado de la Casa Rosada no bien expresó a sus íntimos que en dos días más declararía la guerra al Eje, y la caída de Pedro Pablo Ramírez se produjo en el marco de la implacable presión norteamericana para que el país ingresase en la guerra y de la resistencia que tal cosa provocaba en el seno del ejército.[i]

Esa presión había comenzado bien antes del golpe de junio. La neutralidad argentina se había hecho intolerable para Washington después de Pearl Harbor. Ese rechazo evolucionó hasta tomar los contornos casi de un embargo económico: en 1942 se habían suspendido los créditos a los bancos argentinos, se habían congelado los bienes radicados en Estados Unidos de 42 empresas argentinas y se había negado la adquisición por YPF de equipos para la perforación petrolera. [ii] Después del acceso al poder del gobierno militar la presión se acentuó y cobró características muy peligrosas. El Departamento de Estado buscó la colaboración de Brasil para agravarla; en la hipótesis de máxima se especuló con la posibilidad de una guerra entre las dos naciones sudamericanas para forzar a la Argentina a la obediencia. De hecho Estados Unidos vendió armamento pesado a Brasil y una flota norteamericana-brasileña bajo el comando del almirante Jonas H. Ingram se aproximó al puerto de Montevideo, en el cuadro de unas maniobras combinadas. En conversaciones con jefes militares brasileños y tal vez excediéndose en sus atribuciones, el almirante Ingram sugirió el bloqueo del Río de la Plata, un ataque aéreo a Buenos Aires con los 250 aparatos con que contaba, y un posible desvío de las tropas brasileñas, que se aprestaban a participar en la campaña de Italia, a una guerra en la Cuenca del Plata.[iii]

Esas proposiciones pueden sonar grotescas hoy en día, pero no está claro por qué deban parecerlo, habida cuenta de lo que ha pasado y está pasando en el mundo desde entonces. Fue la presencia de Getulio Vargas al frente del gobierno de Río y la prudencia de Itamaraty, más la existencia de esa inconsútil, pero siempre vagamente presente, solidaridad latinoamericana, lo que imposibilitó la maniobra. Brasil tenía en Estados Unidos un gran mercado y su posicionamiento geopolítico hacía imposible que se sustrajese a la “invitación” a participar en la guerra, pero de ahí a enzarzarse en combate con su vecino del sur haciendo el papel de títere de Washington, había una gran distancia.

Al mismo tiempo el peso de los acontecimientos internacionales hacía que en nuestro país el tema de la neutralidad se resolviese gradualmente por sí mismo. Si en junio del 43 la marea de la guerra ya se había inclinado contra el Eje, todavía el resultado del conflicto podía parecer vidrioso para los menos enterados. A fines de ese año ya no quedaban dudas de hacia dónde caían los dados. La presión norteamericana dejaba poco espacio para las maniobras dilatorias y el presidente Ramírez comprendió que no quedaba otra solución que romper relaciones con Alemania y Japón (Italia ya se había rendido) cosa que de todas maneras no terminaba de involucrar físicamente al país en la contienda. Pero incluso esta decisión a medias provocó fuertes discusiones en el GOU, generando una ruptura en su seno que sólo pudo remediarse con la dimisión del general Ramírez y su relevo por el general Farrell, que era el exponente de mayor graduación de la corriente liderada por el coronel Juan Domingo Perón, quien sustentaba una actitud pragmática en materia de política internacional.

El “hombre fuerte”

La figura de Perón –el caudillo y hombre de estado de mayor relevancia que ha dado el país durante el siglo XX, y que sigue conservando esa estatura hasta el presente- había ocupado después del 4 de junio la secretaría del ministerio de guerra, cuya jefatura asumió Farrell, y no tardó en reclamar para sí el Departamento Nacional del Trabajo, al que convertiría poco después en Secretaría de Trabajo y Previsión. Desde allí comenzó a contactar a dirigentes gremiales y a percibir que el movimiento trabajador tal como se daba en ese momento ofrecía un campo virgen donde bullía una masa dotada de un enorme poder popular, determinante para respaldar un proyecto soberanista de cara al futuro.

De esa manera Perón comenzó a crear una base de poder fundada en la captación de un movimiento sindical renovado, alimentado por las nuevas promociones obreras a las que el nacionalismo ultramontano no decía nada y que se alejaban también de las orientaciones marcadas por la dirigencia socialista o comunista, la primera afectada por democratismo abstracto del “juanbejustismo” y la segunda alienada de la realidad nacional por su adhesión ciega a las directivas del estalinismo, que privilegiaba por encima de cualquier otra consideración las necesidades de la URSS y las de su alianza contingente con las potencias “democráticas” de occidente.

La política del gobierno de facto entre junio del 43 y octubre del 45 se distinguió por una serie de iniciativas que exteriorizaban la cruza de elementos heterogéneos en su seno. Pese a las medidas de carácter nacionalista que tomó el gobierno, como la expropiación y nacionalización de algunas compañías de gas y electricidad, si se hubiera apoyado sólo en su estructura militar, no caben mayores dudas de que habría sido expulsado del poder. Lejos de sentirse satisfecho por la ruptura de relaciones con el Eje, Washington redobló sus presiones contra el gobierno de Buenos Aires. Arreciaron las denuncias de nazismo y en agosto del 44, en ocasión de la liberación de París, se produjo una gran manifestación popular con nutrida participación de la clase alta y media porteña, en la cual dirigentes políticos de los partidos tradicionales denunciaron el carácter “totalitario” del gobierno. Este clima hubiera sido insostenible para el gobierno militar si no fuera porque, paralelamente y desde muchos meses atrás, se había avanzado mucho en la implementación de políticas sociales y en el diseño de planes que tendían a combatir la pauperización que sufría mucha gente en todo el país. El deus ex machina de este proceso era el coronel Perón, que comprendió rápidamente el carácter deletéreo que tenía para la suerte del movimiento militar el carácter filonazi o ultracatólico de un ala del gobierno y ayudó a oxigenar a este desplazando a esas figuras, mientras que la propia acumulaba cargos en rápida sucesión: de secretario de trabajo y previsión y secretario de guerra, a ministro del ramo, y de ahí a vicepresidente de la República, reteniendo las funciones que ejercía en sus posiciones anteriores. El otorgamiento de mejoras en los salarios y en el régimen de trabajo de la clase obrera, su sensibilidad ante a sus reclamos y al mismo tiempo su ductilidad frente a la situación internacional de la Argentina, que lo llevaría a impulsar al gobierno a declarar la guerra a Alemania y Japón cuando esta se encontraba virtualmente terminada, lejos de valerle la simpatía de la clase dominante y de Estados Unidos, incentivaron la hostilidad que estos sentían hacia él. El Estatuto del Peón exasperó a la oligarquía ausentista, al meter mano en lo que consideraba el bastión de su privilegio, que controlaban más desde la comodidad de sus casas del barrio norte que en las también suntuosas estancias donde pasaban el verano para vacacionar más que para conducir su proceso productivo, y el régimen jubilatorio para los empleados de comercio puso furiosas a las “fuerzas vivas”. Es decir, a los sectores empresariales, financieros y comerciales que participaban de la mentalidad rentística de la Argentina oligárquica o que no querían entender que el ascenso en las condiciones de vida del proletariado, que roía apenas su margen de ganancia, le acarreaban a futuro una prosperidad económica mucho más grande al regalarle un mercado interno hasta allí postergado en aras de la fiesta exportadora.

El “hombre fuerte” se estaba convirtiendo en un verdadero peligro. El apoyo argentino al gobierno nacionalista y revolucionario de Bolivia encabezado por el mayor Gualberto Villarroel, que reflejaba una comprensión geopolítica suramericana, exacerbaría ese rencor. Ni la adhesión argentina a las conclusiones de la conferencia de Chapultepec ni la declaración de guerra a Alemania y Japón iba a frenar la desconfianza.

El avance en la cuestión social fue, sin embargo, el dato que agigantaría la oposición al gobierno de parte de los sectores empresarios y de la oligarquía agropecuaria. Haciendo gala de una estrechez de miras que está lejos de haberse disipado desde entonces, el establishment movilizó a los grandes medios de prensa y a un gran sector de la pequeña burguesía urbana, sugestionada por Europa y Estados Unidos y alienada de la realidad concreta del país, en un esbozo de coalición que unos meses más tarde desembocaría en la Unión Democrática. Los partidos de izquierda, comunistas y socialistas, no vacilaron en sumarse al coro. La obediencia moscovita de los primeros, su deseo de servir los objetivos de la alianza entre la URSS y el imperialismo anglosajón, hizo que asimilaran, cínicamente, los objetivos nacionalistas de un país neocolonial a los objetivos expansivos y opresivos de un país imperialista; mientras que los socialistas de Nicolás Repetto y Alfredo Palacios hacían gala de una oratoria vacía, ocupada en defender los valores republicanos sin tomar en cuenta la naturaleza específica de las políticas que el régimen de facto ponía en práctica con la clase obrera y contra la injerencia extranjera.

Esta amalgama de factores va a tornar irrespirable la situación del gobierno en la segunda mitad de 1945. El desembarco del embajador norteamericano Spruille Braden, que vino a suplantar al anterior, David Armour, retirado en el marco del congelamiento de las relaciones con Washington, unos meses antes, tensó aún más las relaciones entre las partes. Con perfecta desvergüenza el representante diplomático alentó la propaganda contra el gobierno y tejió una trama conspirativa tanto con las fuerzas políticas pertenecientes a los partidos tradicionales, como con sectores de las Fuerzas Armadas, dando alas a una oposición que reclamó sin pelos en la lengua la renuncia del gobierno y el traspaso de este a la Corte Suprema de Justicia. La temperatura subió en el ejército, donde el empoderamiento de Perón había enojado a muchos y cuya relación con la actriz Eva Duarte irritaba la pudibundez de algunos oficiales que incluso habían simpatizado con sus puntos de vista, mientras que el ala liberal, que siempre lo había resistido, se aprestaba a tomar el desquite.

Perón acentuó su movida hacia la izquierda, no tanto por un deseo de alejarse del remoquete de nazifascista que la oligarquía, el partido comunista y el progresismo le habían endilgado, sino para acompañar el movimiento de las cosas que él mismo había desencadenado. Tómese como ejemplo lo que dijo en un mitin en Avellaneda, ante 50.000 trabajadores: “Nadie ha de hacer para las masas trabajadoras tanto como los trabajadores mismos. Cada trabajador debe pensar que su futuro depende de lo que él haga y resuelva. Cuando los cinco millones de obreros del país piensen así, se organicen y se unan, no habrá poder en la tierra que pueda hacer que sean engañados, defraudados y estafados en su voluntad. Y poco después, desde la secretaría de Trabajo: “Nosotros queremos la democracia, pero sin oligarquía, sin fraudes, sin coimas, sin negociados, sin miseria y sin ignorancia… Los obreros han de recordar que no deben ser –y no lo serán- instrumentos de ninguna fuerza ajena a su propio derecho y a su propia justicia”. [iv]

Esta oratoria y las medidas prácticas que le daban sustento –el estatuto del peón, el salario mínimo, el reconocimiento de las asociaciones profesionales que fortalecía al sindicalismo, el seguro social y la jubilación obligatoria- enfurecieron a la oposición. La campaña contra el gobierno de facto y la personalidad de quien mejor lo representaba, exasperó a la bolsa, los industriales, los partidos, la corte suprema y la clase media porteña. La Armada, encabezada por su jefe de estado mayor, el almirante Héctor Vernengo Lima, se perfiló contra el gobierno y una gran manifestación, la Marcha por la Constitución y la Libertad, creó las condiciones espectaculares para una “reversión democrática” del proceso político argentino. El 9 de octubre de 1945, en el ápice de la campaña desatada en su contra y ante la evidencia de que Campo de Mayo le retira su apoyo, Perón renuncia a todos sus cargos y poco después es encarcelado en la isla Martín García, bajo la vigilancia de la armada. El establishment respira.

Desde la cautividad Perón manda una carta a Evita en la cual se transparenta su voluntad de alejarse de la política y dedicarse a la vida privada. La interpretación de este texto puede ser ambivalente, sin embargo. Algunos quieren ver en él un bajón moral del caudillo, una predisposición renunciataria, por otra parte explicable en un hombre que venía de soportar presiones incluso de quienes eran sus camaradas. Otros en cambio lo evalúan como una cortina de humo, más allá de la sinceridad de los sentimientos que manifiesta hacia su compañera. La carta podía aportar algo de tranquilidad a Eva, pero también podía adormecer la vigilancia de los guardianes del coronel, que con seguridad no habrían dejado pasar la misiva sin leerla previamente. Es probable que ambos factores hayan influido, pero me inclinaría más a privilegiar el segundo.

El 17 de octubre

El aparatoso despliegue de las “fuerzas vivas”, de los sectores reaccionarios de las fuerzas armadas y del ala cipaya de la izquierda que se produjo por esos días de octubre no apaciguó el remolino de descontento y bronca del pueblo profundo ante el retorno de las fuerzas de la conservación al gobierno, ni terminó de imponer su voluntad a los sectores del ejército que habían respaldado a la experiencia del coronel Perón. Dirigentes gremiales como Cipriano Reyes y Luis Gay habían movilizado a la CGT y alentado la protesta entre los trabajadores. A la medianoche del 16 de octubre la central sindical resolvió decretar un paro general por 24 horas para el 18 de octubre, en reclamo del mantenimiento de las conquistas sociales contra las fuerzas del capital y la oligarquía, pero el 17 por la mañana en todo el cinturón obrero de Buenos Aires ya se registraba el abandono del trabajo por miles de obreros que, lejos de irse a sus casas, comenzaron a encaminarse hacia el centro, en una expresión de espontáneo reclamo popular por la puesta en libertad de Perón. Quien esto escribe por entonces tenía 10 años, vivía en Barracas y recuerda vívidamente el ascenso de una columna de obreros proveniente de Valentín Alsina hacia la Plaza de Mayo, tras vadear el Riachuelo, pues el puente estaba cortado, como lo estaban todos los que unían a la Capital con el Gran Buenos Aires.

Así describe Jorge Abelardo Ramos la jornada. “Buenos Aires es ocupada por centenares de miles de trabajadores enfurecidos. Sus consignas son primitivas, pero inequívocas; “¡Mueran los oligarcas! ¡Sin galera y sin bastón, queremos a Perón!” Las manifestaciones obreras confluyen a la Plaza de Mayo sin cesar y vuelcan sobre la Casa de Gobierno todo el peso de su exasperación Rendidos por la marcha, numerosos manifestantes se lavan en las fuentes del Congreso; su indumentaria modesta, su actitud provocativa, sus gritos destemplados, causan horror a los espectadores de los partidos “democráticos” que contemplan estupefactos la conquista de Buenos Aires”. [v]

Perón en ese momento se encontraba en el Hospital Militar. Invocando un ficticio mal estado de salud, se lo había sustraído del control de la armada en Martín García para ponerlo en el ámbito del ejército. Los esfuerzos de la policía por rechazar a los manifestantes que fluían hacia Plaza de Mayo eran infructuosos, en buena medida porque los efectivos no estaban instruidos para reprimir con rudeza, cosa que podría haber precipitado un estallido de proporciones incalculables, y en parte porque los agentes compartían la opinión de la gente de abajo. Hacia la media tarde la plaza estaba a medias colmada y al atardecer llena. La presión popular, sumada al hecho de que en el ejército los sectores nacional-populares que respaldaban a Perón eran predominantes en el interior y que se encontraban en condiciones de accionar dentro de Campo de Mayo, puso al gobierno de Farrell en una encrucijada. El presidente era en realidad amigo del coronel Perón: sólo se había doblegado a la voluntad del comandante de Campo de Mayo, el general Ávalos, que si bien era miembro del GOU, resultaba muy sensible a los reclamos de la clase media, a la presión de la prensa y a una idea del pundonor de las fuerzas armadas que entendía estaba siendo vulnerado por la relación de Perón con Eva Duarte. Ávalos había forzado la renuncia de Perón, pero, cuando se produce la eclosión popular del 17 de octubre, se retrajo ante la idea de tener que usar al ejército para reprimir al pueblo.

Orillando la medianoche Perón llegó a la Casa Rosada, a solicitud de Farrell. El pueblo, que había estado reclamando la presencia de Perón a voz en cuello, entró en delirio cuando el coronel apareció en el balcón junto al general Farrell. No había televisión por ese entonces, pero la radio estaba presente. Recuerdo que cuando Farrell quiso hablar para presentar al coronel, no pudo hacerse oír. Farrell era un milico simpático y campechano, paternal y enérgico a la vez. En un momento dado le gritó al pueblo, “¡Les habla el Presidente, caramba!”[vi], con el propósito de inducirlo al respeto y ver si podía persuadir a la gente a que lo escuchara, pero ante la imposibilidad de que le prestasen atención, le cedió la palabra a Perón. El discurso de este, breve, improvisado sobre la marcha, marcó el comienzo de un diálogo con el pueblo en la plaza que no terminaría hasta la muerte del caudillo, 29 años más tarde.

Una apertura a la historia

Lo que vino después fue uno de los períodos más plenos de la historia argentina en el siglo pasado. Conquistado el poder democráticamente en las urnas, el país vivió una etapa de desarrollo afirmativa como pocas. Desde luego, no sin graves tropiezos, provenientes, mayoritariamente, de una oposición que representaba la coyunda de intereses foráneos con la escasa o nula voluntad nacional de los sectores empresarios, de las finanzas y del campo, aliados a una opinión pequeño burguesa que nunca deglutió al peronismo por razones que tenían que ver con su propia inseguridad social y la consiguiente alienación de la realidad concreta, palpitante, que connotaba a las contradicciones en la cuales vivía –y vive- el país.

Pero el peronismo cometió también errores graves y se quedó corto frente a sus responsabilidades. Movimiento personalista en grado sumo, quedó marcado por esa impronta que, en buena medida, era la consecuencia lógica del carácter bonapartista del régimen, obligado a gobernar por encima de las clases, fungiendo como burguesía vicaria ante la incapacidad de los sectores que encarnaban a esta para hacerse de una ideología y una práctica que llenasen su función. No entendían que el gobierno, en última instancia, trabajaba para fortalecer la que debía ser su misión histórica. Pero Perón tampoco encontró dentro de sí los resortes para superar sus errores, limitando el daño que él mismo tendía a provocar en su movimiento. El verticalismo, un egotismo que creció tras la muerte de Evita, una intolerancia al pensamiento independiente de sus más próximos colaboradores contribuyeron a rigidizar al régimen y a generar unas excrecencias burocráticas impregnadas de servilismo. Disipadas las condiciones favorables en que se encontró la Argentina al terminar el conflicto mundial, esa limitación ayudó a crear las condiciones para el derrocamiento de Perón, al que contribuyó el conflicto con la Iglesia, suscitado por contradicciones que hubieran podido manejarse con más prudencia.

Los errores del régimen peronista tuvieron mucho que ver con la facilidad con que su experiencia fue quebrada en 1955, pero se debe observar siempre que los motivos de la contrarrevolución que derrocó a Perón ese año no fueron sus equivocaciones sino sus aciertos. Ese golpe frustró un desarrollo autocentrado pero que miraba a Suramérica. Lo que siguió fue un largo empate entre las fuerzas de la conservación y el progreso que terminó empantanando a la Argentina en un impasse que se rompió solo en 1976, en el peor de los modos, cuando los artífices del viejo país volvieron a hacerse cargo de la totalidad del poder y lo arrojaron a una espiral de decadencia que tocó su sima en la década de 1990, de la mano, paradójicamente, del mismo movimiento que había generado Perón. Desandar ese descenso, remontar esa pendiente, cuesta mucho hoy y se debe hacerlo en un mundo muy diferente al de 1946.

El 17 de octubre de 1945 significó la apertura de Argentina a los ritmos del siglo XX, su incorporación a una corriente mundial de cambio que tiene a las masas como protagonistas. Que esa marcha ascendente se haya frenado hoy en todo el mundo y que el capitalismo salvaje esté intentando revertir la historia y devolvernos a la precariedad social anterior al estado de bienestar, en un marco connotado por el incremento de las tensiones económicas, políticas y militares, no debe hacernos olvidar la trascendencia del primer movimiento de masas que intentó alterar los parámetros que definen nuestra dependencia. El peronismo nacido el 17 de octubre dejó inconclusa la tarea, no cabe la menor duda; pero es importante destacar que, con sus luces y sus sombras, ha supuesto un salto hacia adelante para la configuración de una democracia auténtica en el país. Desde entonces se ha convertido en el protagonista central de nuestro recorrido histórico. Esa “persistencia (u obstinación) argentina”, como lo llama José Pablo Feinmann, sigue estando presente, en buena medida porque el país no ha sabido encontrar una fórmula que la supere. Hoy da síntomas de agotamiento y sus opositores revisten en general la misma catadura de los que lo enfrentaron en 1945. Es por esto que el rubro del presente artículo no es “Historia” sino “Política latinoamericana”;  nuestras contradicciones, como las de todo el subcontinente, siguen sin resolverse. Se ha progresado bastante en el presente siglo en la vía de la integración regional y en la reafirmación –en Argentina- de unos beneficios sociales que fueron conculcados durante las décadas del tsunami neoliberal; pero falta mucho. Y a las puertas de una nueva renovación electoral, no está claro con qué grado de energía se continuará o se profundizará esa tarea.

 

 

[i] El movimiento revolucionario del 4 de junio del 43 constituyó, en razón de sus laberínticas divisiones internas, un enigma para todo el mundo durante sus primeros días. Hubo radicales que entendieron que el golpe era a su favor y las embajadas norteamericana y británica tuvieron expectativas optimistas para con él, mientras que en la representación alemana en Buenos Aires el personal se apresuró a quemar documentos y claves en la creencia de que el nuevo gobierno procedería una inmediata declaración de guerra a las potencias del Eje.

 

[ii] Norberto Galasso: “Historia de la Argentina”, tomo II, pág. 255, Colihue 2011.

 

[iii] Luiz Alberto Moniz Bandeira: “Argentina, Brasil y Estados Unidos, de la Triple Alianza al Mercosur”, páginas 177 a 183, Norma Editorial, 2004.

[iv] Norberto Galasso, Op. Cit., páginas 270-271.

 

[v] Jorge Abelardo Ramos: “Revolución y contrarrevolución en la Argentina”, Editorial Plus Ultra, 1965.

 

[vi] El “caramba” no respondo que haya existido, pero me acuerdo muy bien del “¡Les habla el Presidente!” dicho en un tono que combinaba el asombro y la diversión con un atisbo de irritación, y que la expresión “caramba” me parece traduce de forma apropiada.

 

 

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