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01
SEP
2016
Dilma destituida.
Dilma destituida.
El golpe institucional en Brasil demuestra que el establishment es intratable e irreductible a cualquier política de cambio así sea de lo más moderada.

La destitución de Dilma Rousseff es lo que se ha dado en llamar un “golpe blando”. Es decir, un golpe sin efusión de sangre (esta puede producirse después) y sin tanques en la calle, pero fraguado desde el conglomerado político-judicial y los oligopolios de la prensa, sea en su versión escrita, radial o televisiva.

El hecho resulta doblemente canallesco por el hecho de que la presidenta de Brasil, ungida por el mandato popular y que no ha cometido delito alguno, es arrojada del gobierno por el voto de un Congreso la mayoría de cuyos integrantes están acusados de corrupción. Se sustituye el voto de 54 millones de brasileños por la intriga de una camarilla.

El golpe institucional en la principal –diría que única potencia de América latina- viene a rematar una cadena de retrocesos democráticos en Suramérica, cuya primera manifestación expresa fue el triunfo de Cambiemos en Argentina. Había habido casos como los de Honduras y Paraguay, pero el de Argentina significó el primer revés de la corriente nacional-popular, ascendente desde comienzos del siglo, producida en un país de peso estratégico en Suramérica. Se trató y se trata de un fenómeno de contornos grotescos, porque el reaccionario proyecto político y económico de Cambiemos -de, por y para las minorías-, fue ungido por el voto popular en elecciones limpias. Hasta ahora ese tipo de proyectos se había impuesto sólo a través de la fuerza. El que pueda haberlo hecho aquí con recursos legales está hablando de un grave deterioro en lo que podríamos llamar nuestro instinto de supervivencia como sociedad. La cuestión reside en que este instinto despierte antes de que sea demasiado tarde.

Hay un proceso regresivo en marcha en todo el mundo, encabezado por Estados Unidos y por la concepción de la globalización asimétrica, en la cual la economía mundial debe organizarse al gusto y placer de Wall Street y de los conglomerados bancarios y organismos políticos, empresarios y militares que se asientan en Estados Unidos y en las filiales europeas de la superpotencia. Ello provoca grandes resistencias y tensiones cada vez mayores, lo que aboca al mundo a un futuro más que problemático.

Esas resistencias existen y están creciendo en Iberoamérica. En Argentina se lo percibe en el humor de la calle y en los intentos todavía desordenados de procurar cierta unidad de acción por parte de la corporación sindical. En Brasil en las protestas por la destitución de Dilma y en el hecho de que el Partido de los Trabajadores haya conseguido que la inhabilitación para ejercer cargos públicos, que iba atada al “impeachment”, fuera votada por separado, lo que resultó en una victoria para Rousseff, pues los conspiradores del senado no alcanzaron los dos tercios que eran necesarios para dejarla fuera del juego político. Dilma seguirá en combate, por lo tanto. Pero todo indica que será Lula a quien le toque tomar la conducción del movimiento de resistencia popular ante la marea reaccionaria que asciende. Por supuesto que le aguardan las encerronas judiciales en que se ha especializado el conglomerado conservador en esta etapa histórica. Es de esperar que su salud y sus años le consientan aguantarlas y seguir representando el papel que ha llenado hasta aquí.

Aprender de las derrotas

La batalla no ha terminado, pero la cuesta a remontar es difícil. Cuando se la escale, si se lo hace, habrá que recordar los errores y renuncios cometidos para no reiterarlos. No se puede suponer que es posible convivir con el enemigo. Es verdad que los errores y las duras experiencias del pasado reciente –el “foquismo” y la intransigencia sectaria, por ejemplo- deben inducir a una mayor sabiduría y a una comprensión más equilibrada de las cosas, que aprecie las coordenadas de la realidad sin caer en el voluntarismo ciego ni la arrogancia estúpida de “la soberbia armada”; pero es necesario comprender que solo usando todos los recursos del poder con una decisión de transformación intransigente se puede esperar consolidar algo que no esté expuesto a los reflujos de una opinión manipulada por los medios o de las corporaciones partidarias entregadas a su propio juego de trampas, chicanas o masacre. Para que esto ocurra, sin embargo, es necesaria una fuerza política que sea capaz de funcionar como ariete para abolir la muralla de mentiras que nos rodea y para convocar al pueblo en torno a un proyecto de perfiles definidos, accediendo a posiciones de poder de las cuales sea difícil desbancarlo.

Las falencias de los gobiernos del PT en Brasil o del kirchnerismo en la Argentina, cada cual a su modo, pasaron por su incapacidad para forjar ese proyecto y por el temor –derivado de la composición de clase de sus cuadros dirigentes- de romper los tabiques de la vieja política. Es una ingenuidad –o un renuncio deliberado- presumir que se puede amansar al establishment: al igual que sus amos externos este no tolera una reforma que recorte sus privilegios de no mediar una amenaza clara a su supervivencia, como la que “reformó” al capitalismo en los años 30 y después de la segunda guerra mundial, cuando la sombra del comunismo lo forzó a hacer concesiones que, al menos en una parte del mundo, produjeron “los treinta gloriosos”: los años de la sociedad del bienestar, que se extendieron hasta mediados de la década de 1970.

El kirchnerismo no se animó a tocar las fuentes del poder del sistema oligárquico-financiero: no introdujo una reforma fiscal progresiva, no impuso un impuesto a la renta financiera, no nacionalizó el comercio exterior, no terminó de articular un proyecto de desarrollo como el que le ofrecía el Plan Fénix cuando fue el momento de hacerlo y gastó buena parte de su energía en disputas con la única fuerza en la que podía haber encontrado un sustento social y una capacidad de movilización que le hubieran permitido ir hacia adelante: los sindicatos y la clase obrera. Una clase obrera mediatizada por la corrupción o la pobreza de miras de una parte de su dirigencia, pero disponible para un esfuerzo de educación política y de superación ideológica a poco que se hiciera el intento. La falta de flexibilidad en la negociación con las cúpulas sindicales, sin embargo, terminó alienándolas del gobierno, lo cual, dado el perfil de parte de esa dirigencia, terminó en lo peor de ambos mundos: en el contubernio con el macrismo. O con su versión atenuada: el massismo.

En Brasil las cosas fueron peores aún. Pues Dilma, tras el ajustado resultado de la última elección, no ensayó siquiera frenar la ofensiva del capital financiero sino que más bien se puso a su servicio para intentar amansarlo: favoreció al agronegocio, a la gran empresa y puso al frente del ministerio de finanzas a un representante de la ortodoxia neoliberal, quien lanzó un programa de ajuste que rápidamente enajenó a Rousseff el apoyo de las masas populares o al menos minó en ellas la disposición al combate. Y cuando se dio cuenta, ya era tarde.

La perspectiva debe ser global

El panorama es desazonador. Pero no se alcanzará a comprenderlo ni a medir la posibilidad de hallarle salidas si no se entiende que nuestra circunstancia es parte de otra más vasta, que abarca al mundo entero y que está referida al enfrentamiento entre la voluntad hegemónica de la superpotencia y sus adláteres, y los pesos pesados que se le oponen porque no están dispuestos a convertirse en actores subordinados del concierto mundial. A los que se suman los países de menor envergadura que también resisten al envite de la globalización asimétrica que proponen Estados Unidos y la OTAN.

El golpe en Brasil está en gran parte determinado por la voluntad de Washington de dinamitar al BRICS, atacando a su actor más débil (excepción hecha de Sudáfrica, que no se entiende muy bien por qué está ahí).[i] Al mismo tiempo el impulso dado a la restauración conservadora en todos nuestros países se vincula a la voluntad norteamericana de volver a disciplinar a América latina, en aras de la batalla global que ha entablado con China y Rusia, en especial con la primera, que se perfila como la superpotencia económica de la próxima década. Pues si Rusia es el enemigo a acorralar y reducir en un primer momento, a mediano y largo plazo China es el factor a vencer o en última instancia demoler para instalar la dictadura plutocrática en el mundo entero.

China se convirtió en los últimos años en un actor principal en las operaciones comerciales y las inversiones de capital en Latinoamérica. No es de extrañar, entonces, que una de las preocupaciones principales de cualquier administración norteamericana sea poner orden en el “patio trasero”. La Alianza del Pacífico, que reúne a Chile, Perú, Colombia y México, y a la cual se asoma ahora Argentina, es uno de los puntales de esta política y se vincula al Tratado de Asociación Transpacífico (TPP, por su sigla en inglés) que conjunta en una zona de libre comercio a Estados Unidos con 11 países de la región Asia-Pacífico, abarcando al 40 por ciento de la economía mundial.

Es en este esquema global que debemos mirarnos. A los pueblos de Latinoamérica no les ofrece nada, como no sea la participación de sus castas privilegiadas en el disfrute de los considerables mendrugos que caerán de la bandeja imperial. Lo que vendría ser una confirmación parcial y perversa de la teoría del derrame. Pero la gente común no disfrutará de ese maná. En países cada vez más relegados al papel de economías extractivas los ejércitos de desempleados o subempleados se multiplicarán y proporcionarán ese “ejército de reserva” que ambiciona el gran capital para comprimir las demandas salariales y la capacidad de presión de las masas. El costo humano de ese modelo de gestión económica se empareja con el genocidio.

Comprender el encuadre global y la naturaleza de lo que se nos viene encima es esencial para fraguar la resistencia. Y cuando esta cuaje habrá que recordar la frase de Louis Antoine de Saint Just: “Aquellos que hacen revoluciones (o los cambios, si se quiere) a medias no hacen otra cosa que cavar su propia tumba”.

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[i] Las escuchas a Dilma, que tanto revuelo causaron a partir de las revelaciones de Edward Snowden, formaron parte de esa labor de espionaje y zapa con que la CIA prepara el terreno para las eventuales operaciones –mediáticas o de cualquier índole- que roban el suelo que pisan a los mandatarios de los países considerados dignos de atención por esa y otras agencias. 

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