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10
MAR
2017
Una movilización enorme, un enojo generalizado y una falta de respuestas concretas de parte de los dirigentes, fueron los rasgos esenciales del acto de la CGT del pasado martes.

La marcha organizada por la CGT para protestar contra el gobierno de Mauricio Macri dejó más desasosiego que esperanza; al menos entre quienes desean que se forme una opción fuerte de oposición a la actual administración. El gobierno, por supuesto, no salió favorecido, pese a las afirmaciones del ministro Triaca y de otros personeros del sistema: lo masivo de la marcha y la bronca que se palpaba en el aire no son síntomas premonitores de paz social, a apenas un año y meses de inaugurada la gestión Macri. La afirmación de Triaca ninguneando a la manifestación al atribuirle una concentración máxima de 40.000 personas es ridícula y patentiza lo alejado que se encuentra el funcionario respecto de la realidad. Una ajenidad patentizada, por otra parte, por la versión que corre en el sentido de que Triaca habría creído poder superar el problema de la marcha arreglando con el triunvirato cegetista una gestión rápida de la protesta “para permitir a la gente que desahogara su enojo” y se volviera a casa con la promesa, infinitamente postergada, de un paro que jamás tendría lugar…

Bastante de cierto tiene que haber habido en este rumor, toda vez que las prisas de los jefes de la central obrera –que los hizo adelantar en una hora el plazo previsto para la iniciación del acto- y el carácter breve, desordenado y contradictorio de sus discursos, hicieron que no se armase del todo la concentración y que no se respondiera a ninguna de las expectativas que esta había suscitado. Pero estas prisas, sumada a la turbulencia que dominaba el ambiente, consiguieron justamente lo contrario de lo que se proponían; esto es, llevaron a la exasperar a algunos sectores y a propiciar un epílogo caótico del acto, con la ocupación del palco por grupos de manifestantes y con corridas, invectivas y lanzamiento de proyectiles contra los miembros del triunvirato, que hubieron de retirarse de manera desairada del lugar.

Algunos protagonistas de los incidentes parecen haber sido grupos del kirchnerismo duro y otros haber provenido de reclutas de la ultraizquierda; pero fue mucha, mucha más, la gente común y los miembros de sindicatos de peso, como camioneros, textiles, bancarios, gráficos y metalúrgicos, que protestaron y pretendieron que se fijase fecha a un paro contra las medidas de ajuste que el gobierno viene adoptando de manera sistemática.

Ahora bien, de toda esta confusión y este desorden, lo único que queda en claro es que la protesta popular carece de cabeza y por consiguiente de rumbo. O de programa. Ya a principios de la segunda gestión de Cristina Kirchner esta columna había insistido en el carácter suicida del desgarro producido entre el gobierno de entonces y la CGT. A nuestro entender era necesaria una visión estratégica, que subordinase en alguna medida, los intereses de parte, a la consolidación de un frente nacional y popular que estuviera en condiciones de introducir algunas reformas de fondo a la estructura productiva y a la distribución de la riqueza en la Argentina. Pero, claro, esa definición y esa aspiración respondían también a un deseo nuestro de que las esperanzas se correspondiesen con las realidades. El hecho era que ninguno de los participantes en esa disputa se encontraba en condiciones de asumir los roles de arietes o al menos de contrafuertes de la causa nacional: egoísmos, intereses personales, defensa más bien retórica de los valores de la soberanía y hasta de la justicia social; o indiferencia para todo lo que no se vinculase al resguardo de los privilegios políticos o corporativos, concentraban –y concentran aún hoy- la preocupación de quienes deberían ahora estar plantados para resistir en envite de la ofensiva neoliberal que viene demoliendo lo que se había logrado en la llamada “década ganada”.[i] Es bastante comprensible –aunque no justificable- que sea así, pues después de todo los sindicalistas “gordos” deben compatibilizar sus intereses como representantes gremiales con los que se derivan de su calidad de empresarios y, sobre todo, de administradores de las entidades que dirigen, lo que los lleva a mirar con cuidado el suelo que pisan y a negociar permanentemente con el gobierno en torno al tema de los fondos de las obras sociales, en detrimento de las necesidades urgentes que se suscitan como consecuencia del desempleo y de la situación de desamparo en que quedan aquellos que han perdido su trabajo, han caído en la pobreza o se encuentran en la franja creciente del empleo informal y del trabajo a destajo. Más que de avanzar, se trata de defender las porciones de poder que quedan.

El aumento de las tensiones internas en la central obrera entre los gremios que sufren con más dureza el ajuste –UOM, construcción, camioneros, curtidores, calzado- y los dirigentes más acomodaticios, amenaza romper la frágil unidad alcanzada el año pasado. Pero en realidad la fractura ya existe. De lo que se trata es de saber si puede solucionársela de una manera superadora. Y para eso haría falta una visión estratégica que considerase a Argentina en su inserción en la región y en el mundo.

Ahora bien, ¿se puede pedir de una central sindical que produzca un programa de esta naturaleza? No muy lógico que lo sea pues, más allá de la mayor o menor integridad de sus dirigentes, estos representan a una miríada de intereses sectoriales a los que es difícil combinar en una visión de conjunto que sea capaz de elaborar una teoría de país. Esta debe definir un modelo productivo, una inserción regional y mundial y una proyección estratégica en el tiempo atendiendo a una idea de la historia. Los representantes de la clase obrera tienen todo el derecho a hacer política (cosa que niegan los lobistas de la ideología de empresa que conforman el actual gobierno y que hacen la política macro del supercapitalismo), pero por su misma composición compleja no están en condiciones de liderar y configurar un movimiento que esté provisto de los resortes metodológicos y discursivos que son necesarios para llevar adelante un programa que abarque a toda la sociedad. Ni siquiera en el caso, hipotético y remoto, de una revolución socialista. Hace  falta un corpus partidario capaz de comprimir y orientar esa energía popular que a veces gana la calle y que de otra manera se dispersa en el aire.

Y aquí tropezamos con el obstáculo supuesto por la decadencia de los partidos tradicionales y la inexistencia de una resolución de ocuparse a fondo de los intereses nacionales y populares. Síntoma de esta irresolución es, por un lado, el interrogante hamletiano que dicen padecer tanto los representantes gremiales como gran parte de los políticos de la oposición: “¿Y después del paro, qué hacemos?”, se preguntan. La otra forma en que se manifiesta esta vacilación es la persistencia en calificar como “equivocada” la política del actual gobierno y pedirle que enmiende sus “errores” para evitar la tormenta social que se estaría formando.

Al primer punto se puede responder que si se tiene un diagnóstico de una situación enferma siempre es posible formular el tratamiento para enmendar la crisis. Si se dispone de esa visión general y de una resolución cierta para actuar sobre el escenario político es factible ir dando los pasos que vayan construyendo un cambio. Seguramente habrá contrariedades y sorpresas, pero, como dijo Napoleón, “on s’engage, et puis on voit” (se compromete uno,  y luego se va viendo). Siempre y cuando, desde luego, que se tenga siempre a la vista la meta a la que se quiere llegar y no se distraiga uno en el camino.

En cuanto al otro tema, el de los “errores” del equipo gubernamental, no es otra cosa que un subterfugio. El gobierno no se equivoca, lleva adelante el programa del neoliberalismo global. Endilgarle una falta de orientación que podría corregir dando marcha  atrás, es un escapismo derivado del desconcierto y de la voluntad de no ver lo evidente, porque de hacerlo se deberían buscar en el parlamento y eventualmente en la calle las ocasiones de hacer valer la voluntad popular para contener el proceso regresivo en que estamos sumidos. Es decir, que habría que ir a un escenario de ruptura con el gobierno para el cual no se está ni anímica ni conceptualmente preparados. Esta es la gran baza de Mauricio Macri y de su gente.

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[i] A esto hay que sumar el trauma irresuelto de los 70, grieta que carcome al peronismo desde dentro y respecto a la cual debe decirse que nadie parece haber olvidado ni aprendido nada. 

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