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09
AGO
2017
Donald Trump.
Donald Trump.
La globalización a punta de pistola está en crisis. Esto es beneficioso, pero también acarrea el peligro de una reacción convulsiva que juegue el todo por el todo para reponerla. Esperemos que la razón prevalezca sobre la locura.

Cosas más graves de lo habitual están sucediendo por estos días en el mundo. Una de ellas es el endurecimiento de la tensión en Venezuela, a la que nos referiremos en la segunda parte de esta nota. Otra, jugada en un plano de decisiones que involucra al equilibrio global, es el frente de tormenta entre el Ejecutivo y el Congreso de Estados Unidos, que se ha adensado mucho la pasada semana.

Aunque los trastornos intestinos del sistema político norteamericano son conocidos, a menudo el público no está muy consciente de las tensiones que representan y de la forma implacable que se tiene de gestionarlos. Y esto a pesar de que muchas películas de Hollywood nos las muestren con llamativa frecuencia. Quizá el acostumbramiento al gran guiñol televisivo o cinematográfico lleva al público a no percibir el núcleo de verdad que hay en ficciones como “House of cards” y otras truculentas intrigas políticas y de espionaje por el estilo.

El caso es que en estos días el Senado norteamericano se ha destapado con una iniciativa surgida de su seno y que impone nuevas sanciones económicas a Rusia, Corea del Norte e Irán, en un gesto que complica o hace inviables las tentativas de Trump por limar asperezas en las relaciones con Rusia. Las versiones de los demócratas a propósito de la “interferencia” rusa en las elecciones que dieron la victoria Trump sobre Hillary Clinton, son el pretexto de estas medidas, así como la intervención rusa en Ucrania, en 2014. Las sanciones fueron votadas casi por unanimidad en el Senado (92 votos sobre 94) y firmadas, en el fondo seguramente a su pesar, por el presidente. Dato a tener en cuenta, uno de los dos votos contrarios a las sanciones fue el de Bernie Sanders.

Aparte de lo ridículo de los pretextos invocados –reclamar a Rusia por su “intervención” en Ucrania cuando el gobierno legítimo de ese país fue depuesto por un golpe programado y estimulado sin ninguna vergüenza por la CIA y el Departamento de Estado[i]-, el proyecto también aumenta las restricciones a terceros países para hacer negocios con empresas rusas, en particular en el sector energético. Esto es un golpe para los países de la Unión Europea, que se ven amenazados por eventuales sanciones norteamericanas si prosiguen con los proyectos energéticos que contemplaban la construcción de gasoductos con Rusia para asegurar la provisión de combustible a la UE.

Es difícil encontrar un ejemplo más flagrante de autoritarismo que esta disposición del Congreso norteamericano. Y no se puede poner esta intemperancia en la cuenta de la bronca personal que muchos legisladores tienen respecto al advenedizo que se les ha colado en el avispero, sino más bien en el obstáculo que este parece representar para la persistencia del proyecto globalizador de los “neocons”, que ha venido ejecutándose sin variantes en todas las administraciones, sean demócratas o republicanas, desde 1991 a la fecha. Este proyecto supone cada vez más sanciones, más bombardeos, más conspiraciones para eliminar a los elementos molestos al proyecto; más asesinatos selectivos, más bases militares (hoy estamos próximos a contar un millar en todo el mundo) y más y más guerras, libradas en lo posible por procuración o por formaciones especializadas en las misiones de riesgo y trabajo sucio. Pero, ¿hasta cuándo se puede mantener la escalada de la tensión sin rebasar el punto límite? ¿Hasta cuándo se puede evitar un compromiso militar en gran escala (“boots on the ground”) de proyecciones imposibles de pronosticar tanto fuera como dentro de Estados Unidos?

Donald Trump no brinda ninguna garantía como piloto de tormentas. Un empresario de éxito, con rasgos megalómanos y de temperamento explosivo, no ofrece mucha seguridad en lo referido a su consecuencia en la persecución de los objetivos que busca. El dejar caer al general Michael Flynn en las fauces del “Deep State”, al principio mismo de su mandato, fue un error y un golpe al proyecto de aproximación a Rusia, reforzado después por el rápido repliegue del primer mandatario ante la presión del establishment por el proyecto de constituir un organismo común de control con Moscú en lo referido al tráfico y al   espionaje cibernético. Por otra parte, el presidente hubo de aceptar que se le impusieran personas en cargos claves de su gobierno que filtraron informaciones y jugaron sistemáticamente en su contra, obligándolo a una continua reorganización de su gabinete, lo que contribuyó a aumentar la imagen de incertidumbre e irresponsabilidad que sirve a los “neocons” para ir implementando la arquitectura de un eventual “impeachment”, con un respaldo mediático casi unánime.

No apostaríamos un centavo a la carta Trump en lo referido a su capacidad para encuadrar el desbarajuste internacional –fuera de Rusia, toda su política expresa agresividad y ruido de sables-, pero es cierto que fuera de ella lo que resta es el retorno puro y simple a la doctrina Wolfowitz, una doctrina de confrontación y supremacía de Estados Unidos ejercida en todas las direcciones. Tanto es así que la reciente ley del Congreso contra Rusia, Irán y Corea del Norte no vacila en maltratar la alianza con la dócil Unión Europea, que requeriría de la colaboración económica con Rusia para servir a sus propios intereses y no estar tan perdida en su papel de furgón de cola del imperio. Tan sólo Alemania hasta el momento ha manifestado su descontento ante las nuevas sanciones; pero no será fácil que Ángela Merkel pueda arrastrar a sus socios a pronunciarse de igual manera.

Venezuela

Los lazos de Trump con el establishment son demasiado estrechos como para que se pueda contar al magnate como una alternativa a este desastroso estado de cosas, entonces. Lo demuestra lo que está pasando en Venezuela, respecto a la cual, para aventar toda idea en el sentido de que la crisis se debe a razones intrínsecas del país bolivariano, el secretario de estado de Trump, Rex Tillerson, ha manifestado la voluntad expresa de su nación de derrocar al gobierno de Nicolás Maduro a la brevedad posible. El funcionario norteamericano dijo que las agencias de la comunidad de inteligencia de Estados Unidos están estudiando las diversas formas de obligar al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, a abandonar el poder. "Estamos evaluando todas nuestras opciones políticas para ver qué podemos hacer para crear un cambio de condiciones (en Venezuela) donde o bien Maduro decide que no tiene futuro y quiere marcharse por voluntad propia, o nosotros podamos hacer que el Gobierno (venezolano) vuelva a su Constitución". Es decir, que sean anuladas las elecciones a la Asamblea Constituyente y el presidente pierda el poder. El desparpajo de estas declaraciones no puede asombrar a nadie que tenga un poco de memoria. El seguidismo que respecto a las mismas adoptado por los gobiernos de Brasil y Argentina, tampoco, lo que dice mucho de la degradación de la diplomacia de los dos países más importantes del subcontinente suramericano.

La tendencia sustantiva de la política exterior norteamericana, más allá de las idas y venidas de Trump a propósito de Rusia, es la agresión. Está inscrita en los genes del sistema y ha sido elevada a la categoría de doctrina por personajes como Zbygniew Brzezinski, Paul Wolfowitz o Robert Kagan. Esta agresividad viene practicándose, como decíamos antes, desde hace décadas. Sin embargo, a partir del fiasco de Vietnam, esa práctica se acomodó a métodos tan despiadados como prudentes. No se enviaron grandes efectivos a las zonas de conflicto sino que se hizo la guerra por procuración, partiendo de etnias, agrupaciones confesionales o rivalidades regionales que suministraban la carne de cañón y se encargaban de poner milicianos sobre el terreno para desestabilizar o destruir a los países que eran reacios al diktat de Washington y que al mismo tiempo ostentaban grietas en su seno que eran factibles de ser explotadas. Fueron y son las guerras “humanitarias” de las que hemos sido testigos en los casos de la ex-Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia, Siria o los conglomerados africanos cruzados por rivalidades tribales. La participación norteamericana en estas empresas de desestabilización consiste en la subversión económica, en el entrenamiento y apoyo logístico a los grupos seleccionados para fungir como insurgentes, y en expedientes diplomáticos: por ejemplo la política de sanciones que inflige sufrimientos sin cuento a los países que son objeto de la temible benevolencia de la “nación excepcional” decidida a salvarlos de sus opresores.

 En todos estos emprendimientos el compromiso militar norteamericano se ha ceñido al apoyo aéreo y logístico, al entrenamiento y a la provisión de mercenarios, evitándose, en la medida de lo posible, el compromiso directo de efectivos de Estados Unidos en cantidades equivalentes a las que existieron en Vietnam, y sin apelar al “drafting” o servicio militar obligatorio. En los casos en que se operó un despliegue en gran escala de efectivos se buscó a un enemigo fácil de vapulear en un choque masivo de armas. Como fueron los casos de Panamá, de la de la primera guerra del golfo y el de la invasión a Irak. Eran desafíos fáciles de resolver, que brindaban una terrorífica advertencia a los díscolos, servían de campo de experiencia para los nuevos sistemas de armas, servían a objetivos geoestratégicos cardinales y reconfirmaban a la población estadounidense en la certeza de la invencibilidad de sus fuerzas armadas, reforzando el complejo de Superman que la aflige.

Pero, como señala el blog ruso "The Vineyard of the Saker", ahora se está acabando la existencia de adversarios fáciles. Las secuelas del éxito inicial en Irak se revelaron penosas más tarde, cuando el procónsul Paul Bremer resolvió disolver al ejército regular iraquí y sus componentes pasaron a la resistencia subterránea. Hoy la presencia militar rusa en Siria, la intransigencia norcoreana, el respaldo tácito que en última instancia China presta a Pyongyang al no actuar como bombero contra Kim Jong Un, la presencia de Hizbollah en la lucha contra el jihadismo y la negativa de Irán a dejarse atemorizar por Estados Unidos e Israel para ceder aún más de lo que ha cedido en su programa atómico, enseñan que el tiempo en que operar desde afuera está pasando para Estados Unidos. A los extremistas del proyecto –que son el complejo militar industrial y Wall Street- sólo les queda agravar la tensión con el riesgo de involucrar a EE.UU. en cualquier momento en complicaciones militares que exijan su compromiso directo. Y contra enemigos que disponen de recursos bélicos equivalentes y en una de esas más afilados que los propios.

Venezuela podría restar una de las pocas posibilidades, si no la única, que le queda a Washington de ejercitar sea un golpe por procuración –a través del ala extremista de la oposición venezolana, tan enconada en su odio contra el chavismo que no vacilaría en llegar a la guerra civil y llamar a los marines en su ayuda-, sea por un ingreso directo al terreno con el pretexto de la “intervención humanitaria para proteger al pueblo” de la represión del gobierno. Evidentemente Venezuela está situada en un ámbito estratégico que excluye una réplica directa de Rusia o China; y Brasil y Argentina, sus socios regionales, en este momento se encuentran regidos por gobiernos que se han colocado a las órdenes de Washington y son visceralmente hostiles al populismo venezolano.

Pero esta es una hipótesis que rechina por todos sus costados. El respaldo popular al chavismo sigue siendo muy grande, a pesar de la corrupción y los múltiples errores cometidos por el proceso revolucionario; la Fuerza Armada venezolana está involucrada en los mecanismos económicos y políticos del gobierno y por lo que se sabe está impregnada de nacionalismo chavista, y una acción guerrera de Estados Unidos en el “patio trasero” sería sentida por la abrumadora mayoría de los latinoamerianos como una indignidad sin nombre. Y si el compromiso militar se prolonga, la suma de gastos, desprestigio y pérdidas podría exceder la capacidad de resistencia del sistema, o hacerse tan gravoso que un relámpago de buen sentido podría iluminar a la opinión pública norteamericana, precipitando cambios que el establishment no desea para nada.

Realmente, la era de las guerras “baratas” –para los norteamericanos- parece estar finalizando. Y si fenece se puede evaporar el anabólico que sostiene la economía estadounidense –la industria y la tecnología militares- y desvanecerse el principal elemento que mantiene la credibilidad de su poder en el mundo. Esta cascada de acontecimientos terminaría, probablemente, con el sostén al dólar, cuyo principal respaldo es el temor al poder militar de Estados Unidos. Esto por supuesto puede resolverse en una crisis saludable o en una convulsión de imprevisibles consecuencias. Todo está por verse.

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[i] Victoria Nuland, número dos del Departamento de Estado, se hizo presente en persona en la plaza Maidan, donde se manifestaban los insurrectos, gran parte de los cuales pertenecían a formaciones neonazis. No debe olvidarse tampoco que Ucrania había sido el núcleo fundacional de la nación rusa, y que ese carácter sigue gravitando a pesar de la relativa diferencia idiomática y confesional que existe entre su parte oriental y occidental. 

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