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ENE
2019
Luis Almagro. Como él, muchos otros.
Luis Almagro. Como él, muchos otros.
La jauría imperialista se arroja sobre Venezuela. Condenar la cobardía histórica de las castas oligárquicas iberoamericanas es un deber. También lo es solidarizarse con un pueblo que padece la violación de su derecho a la autodeterminación.

El cerco se cierra sobre Venezuela, donde el presidente de la Asamblea Nacional se ha autoproclamado presidente de la nación ante una muchedumbre, mientras las “guarimbas” vuelven a recorrer las calles de Caracas, perfilando un golpe disfrazado de falsa institucionalidad y propulsado desde Estados Unidos. El presidente de este último país, Donald Trump, acaba de reconocer a Juan Guaidó, el jefe del parlamento que asumió retóricamente el ejercicio del ejecutivo, como mandatario interino de Venezuela y ha dicho que, de desconocer el presidente Nicolás Maduro esa autoinvestidura, todas las “opciones estarán sobre la mesa” para los Estados Unidos.

Es la vuelta a la “política del garrote” y de la cañonera. Nunca se había ido del todo, en realidad, pero se encontraba disimulada por las normas de la diplomacia y por una evolución histórica que parecía hacer ya inviable ese tipo de políticas en una América latina que había conocido experiencias soberanistas y antimperialistas de envergadura. El giro de la política exterior norteamericana, generado en parte por las dificultades con que tropieza para establecer su hegemonía global, ha venido produciendo una reconcentración en fuerza de la superpotencia sobre “su” hemisferio occidental -sobre “su” patio trasero-, de lo que da testimonio el retroceso de la corriente nacional-popular que lo había recorrido en los tres primeros lustros del siglo a través del chavismo, el lulismo y el kirchnerismo.

Este proceso no tendría sin embargo las siniestras proyecciones que ahora tiene si no fuera por la aparición en su estela de lo peor que ha dado nuestra historia: la reemergencia en fuerza de las elites poseyentes, de la”burguesía compradora”, de las clases dirigentes oligárquicas generadas en esta parte del mundo por su fusión con los poderes foráneos; y también de la escasa resistencia que ese rebrote ha suscitado hasta ahora. Es como si se hubiesen abierto las puertas del infierno y el aquelarre de brujas y brujos danzase impunemente ante un público de gente atónita.

El pozo de la indignidad de la dirigencia brasileña y argentina se  ha vuelto insondable por estos días. Jair Bolsonaro irrumpió en la reunión de Davos con un discurso indecente y tirado de los pelos contra Venezuela y contra la libertad de pensamiento en el subcontinente. Ante la élite política y económica del mundo afirmó que “no queremos una América bolivariana… y que la izquierda no prevalecerá en esta parte del mundo”, otorgando implícitamente, a Brasil, el papel de procónsul del imperio y de vigilante del buen comportamiento de sus súbditos. También él, Bolsonaro, se ha precipitado a reconocer a Juan Guaidó como presidente de Venezuela, en una carrera en la que casi no se saca ventaja con su colega argentino, Mauricio Macri, quien no tardó nada en añadirse a la fila de organizaciones y mandatarios que salieron a sepultar a Maduro no bien Trump anunció su decisión: la OEA reaccionó en primer lugar a través de su secretario general, el uruguayo –ex Frente Amplio- Luis Almagro, tras el cual aparecieron el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, y luego, amén de los mencionados Bolsonaro y Macri, los jefes de estado de Paraguay, Ecuador, Perú, Colombia, Chile, Canadá, Costa Rica y Guatemala, más los que se vayan agregando, con un claro sentido de la oportunidad, a la lista de los asesinos de la democracia y soberanía en los países latinoamericanos. El principio de la no intervención, basamento de la diplomacia argentina desde los tiempos de la doctrina Drago, ha sido echado a la basura, y la mayor parte del resto de América latina, con las honrosísimas excepciones de México, Bolivia, Cuba y Nicaragua, se ha precipitado también por este camino, en una reproducción del acceso de servilismo que recorrió al continente en ocasión del aislamiento en que la Organización de Estados Americanos dejó a Cuba en enero de 1962, cuando la expulsó de su seno justo cuando Estados Unidos la acosaba y se aprestaba a invadirla.

¿Osará la Unión repetir el intento en Venezuela? Las circunstancias parecen propicias, aunque seguramente la intervención cobraría forma a través de una intervención conjunta con fuerzas de otros países de la región que estuvieran en disposición de acompañarla. Pretextos para hacerlo no faltan: Nicolás Maduro acaba de romper relaciones con Washington y acaba de darle un plazo perentorio para que retire a su personal diplomático. Y puesto que Estados Unidos reconoce a Guaidó como presidente ad ínterim de esa república y desconoce a Maduro, bien puede aducir que esa orden proviene de un poder inexistente, de un estado fallido, y que en consecuencia está autorizado a intervenir para “proteger la integridad física de sus diplomáticos y la inviolabilidad de su embajada”… Más probable, sin embargo, es que antes se busque forzar la salida de Maduro a través de una intervención de sectores de la fuerza armada bolivariana, que a estas horas deben estar muy trabajados por la duda ante la magnitud del compromiso que se les avecina.

Los norteamericanos y sus voceros autóctonos no se cansan de subrayar que Venezuela es “un estado fallido”. Los errores de la revolución bolivariana son reales. Su principal limitación ha sido su incapacidad para salir de su condición de país monoproductor de  un bien primario, el petróleo, lo que  la siguió manteniendo en condiciones de dependencia en materia de importación de alimentos y bienes de consumo, cuando bien podría haber aprovechado las ganancias de los años de las vacas gordas para intentar el fomento de la industria, la pesca y la agricultura. La diferencia entre el régimen chavista y los anteriores, que jamás se habían apartado de esta receta, fue enorme y consistió en la redistribución de la ganancia, que tras la revolución sacó a millones de venezolanos de la miseria. A esto se sumó la comprensión estratégica de Hugo Chávez acerca del valor de una combinación regional de recursos entre los países más fuertes de la zona.

Mientras el precio del petróleo se mantuvo alto, Venezuela pudo ilusionarse con su capacidad de resistir a la hostilidad norteamericana, que terminó concretándose en un bloqueo económico;  pero el golpe mortal devino de la brutal caída de los precios del petróleo. Esta no fue, como se pretende, un fenómeno connatural a la vida del mercado, sino el resultado de una combinación entre las expectativas despertadas por el shale gas y, esencialmente, un cálculo estratégico dirigido a reventar la economía rusa, en primer término, y secundariamente a la venezolana.[i] EE.UU. produce o controla el 30 por ciento de la producción mundial y ejerce asimismo la vigilancia de enormes reservas en su país o el medio oriente; puede en consecuencia modificar los precios de acuerdo a su conveniencia si mantiene en caja a sus principales asociados en el reino de Arabia saudita y en los emiratos de la península arábiga, que en el fondo no son mucho más que una banda de jeques henchidos de dinero que poseen dilatadas extensiones de desierto con una población escasa y fácil de controlar.

Así, pues, Venezuela se enfrenta a su hora más difícil. Rusia y China le están bien dispuestas  pues, como es natural, la consideran una baza importante en su estrategia global. Pero es impensable, creo, que vayan a tomar a su respecto una tesitura similar a la que la URSS tuvo en la década de los sesenta con Cuba. En cuanto a los aliados naturales del país del Caribe, sus hermanos latinoamericanos, ya hemos visto la posición que sustenta la mayoría de ellos. La “revolución” neoconservadora está haciendo estragos, hasta el extremo de que en nuestro propio país, tras la devastadora experiencia de Cambiemos, este movimiento sigue manteniendo buenas expectativas para renovar su mandato en los comicios presidenciales de este año. Agarrotada por una deuda monstruosa que el actual gobierno supo conseguir, y con una oposición que ergotiza y que francamente uno no termina de adivinar si de veras quiere o no quiere ser gobierno,  Argentina es un ejemplo de la oscuridad de la época. Esta racha pasará, sin duda, y Suramérica volverá a recuperar el aliento y a ver cuál es el camino, pero no son tiempos fáciles los que se avecinan.

 

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[i] Rusia, en el estado de crisis en que la había dejado la caída del comunismo y el feroz proceso neoliberal capitaneado por Yeltsin, necesitaba de las divisas que procuraba el petróleo para mantenerse a flote; por lo tanto sintió el golpe de la caída de los precios del crudo. Sin embargo, la enorme aunque semi obsoleta  estructura industrial dejada por la URSS y la inversión de ruta practicada por Vladimir Putin, le permitieron burlar con relativa facilidad la emboscada. La situación de Venezuela es, lamentablemente, muy distinta.

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