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07
ENE
2021
Un invasor del Capitolio se adueña del despacho de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes.
Un invasor del Capitolio se adueña del despacho de Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes.
Se descascara la institucionalidad en EE.UU. Contradicciones largamente represadas empiezan a estallar. Lo hacen por donde no debieran, por la derecha. Pero es lo que hay. El mundo espera el surgimiento de un contrapeso. ¿Lo habrá?

El espectáculo de los seguidores de Donald Trump irrumpiendo en el Capitolio de los Estados Unidos para impedir la ratificación por el congreso del triunfo de Joe Biden en las elecciones presidenciales, dejó boquiabiertos a muchos de los que creen en el cuento de la solidez de las instituciones democráticas norteamericanas. Que de democráticas no tienen mucho, puesto que no han sido nunca otra cosa que un complejo aparato político y judicial dirigido a mantener un sistema de equilibrios legales encargado de preservar el privilegio del sector más rico de la población. Nunca se trató de una democracia, a decir verdad, sino de una plutocracia, que ventiló sus diferencias internas través de un sistema político que, con justicia, ha sido denominado frecuentemente como el de una oligarquía constituida por dos alas derechas, una ideológicamente más tolerante y abierta, más dinámica en política exterior; otra, más tendiente al aislacionismo, puritana y conservadora. Es decir, los demócratas y los republicanos. En ese sistema nunca hubo lugar para un partido de izquierdas y ni siquiera para un partido o un experimento de corte populista: los que asomaron fueron pronto eliminados por la represión policial, el sabotaje ejercido desde los organismos de seguridad y las operaciones mediáticas, sin que jamás pudieran alcanzar un nivel de representación importante. De ahí también la escasa participación de los sectores menos favorecidos de la población en las compulsas electorales, lo que explica también la –hasta hoy- intangibilidad del sistema.

Por supuesto que este es un este cuadro general y simplificado, que reconoce múltiples variantes producidas en diversas épocas y que debe ser comprendido como un rasgo constitutivo que en nada afecta la noción del “destino manifiesto” y de la expansión “necesaria” del capitalismo estadounidense en todas direcciones, compartida por las dos variantes políticas del sistema.

Ahora bien, en este escenario se produjo, hace cuatro años, la irrupción del “trumpismo”. El fenómeno ha sido denostado por la opinión “progresista” en todo el mundo por su mal gusto, grosería y brutalidad, con el doble placer que produce poder hablar mal del amo sin dejar de rendir pleitesía al modelo de representación política idealizado que en él se encarna y al que un advenedizo viene a burlar. Pero la situación norteamericana exige una lectura más compleja. Es  un país donde la economía beneficia al 10 % más rico y en especial al 1 % que concentra, dicen, el 80 % de la riqueza. En este momento la nación maravilla está sacudida por la crisis neoliberal y por el devastador choque de la pandemia, y ello hace inevitable que las tensiones se acumulen,  prestas a estallar.

Con una izquierda inexistente o inoperante, o reducida a las actividades de gabinete, la explosión iba a terminar dándose por la derecha. Y esta derecha norteamericana, movilizada por un demagogo oportunista, es elemental y fanática, supremacista y racista, pero a la vez identificada con alguien que habló no solamente a sus prejuicios sino que le dio un reaseguro ante el desconcierto en que está sumida, justificando sus temores. Mexicanos, narcotraficantes, delincuentes, inmigrantes y el presunto crecimiento de una amenaza externa, China, permite focalizar esos miedos y de alguna manera resolverlos psicológicamente predisponiendo a quienes los padecen y no comprenden su entorno, a defenderse contra los que presumen son sus agresores. La devoción por las fuerzas armadas y la que los derechistas estadounidenses nutren por la Asociación Nacional del Rifle (NRA) y por la segunda enmienda de la Constitución[i], es una forma de exteriorizar tanto su pánico como su peligrosa resolución a combatir como sea a los factores que, presuntamente, lo engendran.

Por otra parte Trump ha sabido neutralizar hasta cierto punto la unanimidad opositora de los grandes medios, con un tipo de contraataque heterodoxo, haciendo de twitter la vía para responder a los ataques que se le dirigían. Trump es un astuto conocedor de la comunicación moderna y con este sencillo instrumento destruyó muchos de los misiles que se le dirigían, reconfirmando a sus bases en la fe que le tienen. No es casual que Twitter, Facebook e Instagram cortaran ayer el acceso de Trump a sus cuentas, en un acto casi increíble de censura. ¡Juzgaron por sí y ante sí que el presidente conspiraba y lo silenciaron! Más allá de lo pueda haber habido de cierto o de mentira en esa evaluación, se trata de un hecho sobre el que habrá que reflexionar mucho: los oligopolios de la comunicación se están arrogando la potestad de taparle la boca a la autoridad máxima de la primera potencia mundial.

Lo sucedido ayer en Washington es un parteaguas. El Congreso de la Unión fue tomado por asalto por la muchedumbre, por la tan temida “mob” (multitud, pero también horda, turba) de las novelas de Jack London y las películas de D. W. Griffith. Joe Biden no vaciló en usar ese término y en calificar a los manifestantes como insurrectos. Hubo destrozos, vandalismos, peleas y cuatro muertos, uno de ellos una mujer que recibió el disparo de un guardia de seguridad dentro del mismo edificio del Congreso. Al cierre de la jornada Trump se decidió a aceptar el resultado electoral, aun protestando contra él, y requirió de sus partidarios que se alejasen de las instalaciones del Capitolio, pero tanto el tono de sus discursos –el primero, anterior al asalto, en el que casi explícitamente incitaba a este- como en su segundo comunicado, mantuvo su postura desafiante, así como la sostuvieron el centenar de senadores republicanos que estaban dispuestos a solicitar la anulación de las elecciones. Y como la mantuvieron los miembros del clan Trump, sus hijos, que no se cansaron de sostener que habían llegado para quedarse en el escenario político como una fuerza nueva. Fue así cómo, en medio de los más graves disturbios que ha conocido la capital de la república, Joe Biden terminó siendo certificado como el cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos.

Así las cosas, estaría planteándose la división del partido republicano, o un difícil trámite dentro de este, pues Trump tiene el apoyo de una masa crítica de votantes del GOP. Si estos se van, condenarían al partido republicano a ser una minoría casi permanente. No se pueden aventurar muchos pronósticos, por supuesto, pero este dato convierte al presidente saliente en un árbitro de la situación y le asegura una supervivencia política que debe preocupar a muchos de quienes ahora deben estar añorando el juego previsible de los lobbies y las componendas entre pasillos.

De más está decir que Trump no me cae bien. Tiene un ego pavoroso y una volatilidad que no siempre es posible medir si está controlada y hasta cierto punto actuada, o lo lleva a él mismo de la nariz. Pero tiene el mérito de haber destapado la olla. ¿Quién se hubiera imaginado al Capitolio de Washington convertido en un remedo de las Tullerías tomadas por asalto durante la Jornada del 10 de agosto de 1792, durante la Revolución Francesa? ¿O del Palacio de Invierno en octubre de 1917?

Bueno, estamos muy lejos de allí… todavía. En fin, soñar no cuesta nada. Pero de una cosa podemos estar seguros: cualquiera sea la bandera que los insurrectos enarbolen y sean positivos o aberrantes sus sueños, cuando el trasfondo de la sociedad se levanta, las imágenes que determina no suelen ser agradables. 

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[i] La que consagra el derecho de todo ciudadano estadounidense a poseer y portar armas.

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