El amanecer del 22 de junio de 1941 vio el comienzo de una tempestad desplomándose desde un cielo sereno. Los alemanes desataron una tormenta de fuego y se lanzaron sobre la frontera rusa. A título de curiosidad cabe señalar que era la misma fecha en que Napoleón comenzó su fatídica campaña de 1812.
El segundo día del verano había un sol radiante sobre la mayor parte de la línea donde las posiciones alemanas y soviéticas se tocaban. El dispositivo de defensa ruso estaba afectado por una doble contradicción, fruto tal vez de los dilemas que asaltaban al espíritu de Stalin: las tropas soviéticas, trabajadas por la misma información que atosigaba a la opinión pública y denunciaba a las versiones provenientes del exterior acerca de una inminente ofensiva alemana como provocaciones inglesas, tenían prohibido adelantarse al ataque alemán, pero se acumulaban en primera línea, como si fuesen a hacerlo. Stalin estaba seguro de que la guerra era inevitable, pero quería postergarla, lo que lo llevaba a sobreactuar su papel de socio fiel y aliado confiable atando de pies y manos a sus tropas y a la vez ubicándolas en una proximidad a su enemigo que, si no estaba informada por una voluntad ofensiva cierta, las hacía vulnerables.
Lo razonable hubiera sido que se escalonara una defensa en profundidad, conservando a lo mejor de sus fuerzas en una segunda línea para un eventual contraataque. Pero los mandos soviéticos estaban psicológicamente paralizados por el terror de las purgas de los años treinta y, tras el fusilamiento o la reclusión de sus mejores elementos, habían perdido a sus líderes naturales. Nadie levantaba objeciones.
El mazazo alemán fue por consiguiente de una pavorosa eficacia. Se descargó a lo largo de todo el inmenso frente, reanudando las tácticas de la “blitzkrieg” y procediendo con movimientos de pinzas que aislaron y derrotaron a grandes unidades rusas. Algo no anduvo bien desde el principio, sin embargo: a pesar de los soviéticos eran cortados en paquetes, no se produjo el pánico y el desbande que habían ocurrido en las anteriores campañas en occidente ante el envite germano. La misma prensa alemana se encargó de puntualizarlo, como lo hizo periódico del partido nazi, el “Völkischer Beobachter “, que dijo que “nuestro enemigo en el este sobrepasa a nuestro adversario en el oeste en su desprecio por la muerte. Su resistencia y fatalismo hace que se mantenga hasta que vuela junto con su trinchera o cae en la lucha cuerpo a cuerpo”. O como dijo un analista citado por J. F. C. Fuller: “El soldado alemán se había encontrado con un enemigo que se pegaba con fanática tenacidad a un credo político y ofrecía una resistencia total al ataque relámpago alemán”[i].
El escenario global
La campaña de Rusia fue programada por el Estado Mayor Alemán y por Adolfo Hitler bajo la presión que sobre este último ejercía la necesidad de consolidar su posición en Europa antes de que se produjese la intervención de Estados Unidos. Se la veía venir: el acuerdo de Préstamo y Arriendo con Gran Bretaña, la escolta que la armada norteamericana estaba prestando a los convoyes dirigidos a Inglaterra, al menos en una parte de su ruta; la tesitura explícita de Washington respecto al conflicto y el respaldo que la causa británica obtenía en los grandes medios de comunicación estadounidense, indicaban que el ingreso a la guerra era cuestión de tiempo y de algún pretexto que convenciese a la opinión norteamericana, hasta ahí pro británica pero renuente a comprometer al país en la masacre que supondría enviar a los muchachos a hacerse matar en Europa. De hecho, ya estaba en marcha el proceso de provocación a Japón que debía significar el ingreso indirecto de EE.UU. al conflicto, aunque esto no estuviera claro para mucha gente todavía. Ni lo esté aún hoy día. La campaña alemana en Rusia avanzó rápidamente al principio, ocupando vastísimos espacios, haciendo cientos de miles de prisioneros y poniéndose aparentemente en disposición de tomar los objetivos prefijados en su programa: Leningrado, Moscú y, rebasando a Ucrania, asomarse al objetivo estratégico por excelencia, los campos petrolíferos de Cáucaso, de los cuales dependía la provisión energética rusa y también la alemana, que los necesitaba para abastecer a su maquinaria industrial y a sus formaciones motorizadas. Pero esta parte de la operación quedaba para el año siguiente, a menos que se produjese un hundimiento bélico, psicológico y moral que hiciera que el estado bolchevique se derrumbara sobre sí mismo. Pero se estaba todavía lejos de semejante implosión; lejos de ser coloso con pies de barro que esperaban los germanos, el estado soviético iba a demostrar una solidez envidiable. Los desatinos del nacionalismo biológico de los nazis ayudaron a consolidarlo. Con su política de racismo extremo y el saqueo que realizaban de los recursos de Ucrania, por ejemplo, se enajenaron las simpatías que en un principio importantes sectores de la población les prestaban. Repelidos por la memoria de la colectivización forzosa y la horrible hambruna de principios de los años 30, muchos ucranianos estaban en disposición de acoger a los alemanes como liberadores; a esto se agregaba la existencia de un persistente antisemitismo que los hacía sensibles al credo nazi. Pero la crueldad de la ocupación, el saqueo de los recursos, la política de no reconocer los principios de la convención de Ginebra en el frente oriental que puso en marcha Hitler en lo referido al trato a los prisioneros y a los comisarios políticos del ejército rojo; el horrible trabajo de las unidades especiales que marchaban detrás de la Wehrmacht y ponían en marcha liquidaciones masivas de pobladores judíos, y los castigos colectivos aplicados contra la población como represalia contra una actividad guerrillera muy difundida y ya planificada antes del estallido de las hostilidades por las autoridades soviéticas, hicieron desvanecer ese entusiasmo inicial. Este, sin embargo, persistió en los países bálticos, que eran homologados por los nazis a su pretendida pureza racial y donde estos reclutaron algunas de sus aguerridas formaciones de las Waffen SS.
Los golpes asestados a los rusos en los primeros meses de la campaña fueron terribles. La supervivencia de Stalin al frente del estado soviético nunca fue puesta en duda, sin embargo. Ahí se reveló la utilidad que para el georgiano habían tenido las purgas: no quedaba nadie que pudiera hacerle sombra. Se dice que tras el ataque alemán Stalin vaciló y se sintió inseguro, esfumándose de la escena y retirándose a su dacha en las afueras de Moscú, hasta que sus colaboradores corrieron a buscarlo para que dirigiera el esfuerzo de guerra, pues ellos no se sentían a la altura. Si esa “fuga” se debió al desconcierto o si fue una forma de obligar a los jefes del partido a reconocer su propia endeblez y a reconfirmarlo en el cargo es cosa que no puede saberse. De cualquier manera es una prueba práctica del motivo profundo que puede haber tenido la insensata depuración de los años 37-38: quitarse de encima cualquier tipo de competidores internos antes de tener que enfrentar al desafío exterior.
La retirada rusa, con ser desordenada, no dejó sin embargo las cosas libradas al azar. Se puso en práctica la política de “tierra arrasada” para impedir que el enemigo sacara provecho de los recursos del país, y se montó una gigantesca operación de traslado de fábricas hacia los Urales y Siberia, que permitiría en pocos meses recuperar –para después superar exponencialmente- el volumen y el ritmo de la producción industrial.
En cuanto a las operaciones propiamente dichas, en un principio todo sonreía a los alemanes. A pesar del número de bajas siempre en aumento el avance parecía indetenible. A mediados de julio se produjeron sin embargo los primeros contraataques rusos en Smolensk, a medio camino de Moscú. A pesar de que la batalla se saldó a favor de los alemanes, con la captura de al menos 350.000 prisioneros, las pinzas alemanas fueron rotas por gran parte de las tropas rusas, que se retiraron en buen orden. Se hizo además evidente que de parte de estas no había solamente iniciativas de defensa desordenadas, sino de acciones que respondían a un plan. Además ya habían hecho su aparición las nuevas armas del arsenal soviético, el tanque T-34, que en ese momento superaba ampliamente a los blindados germanos, y el lanzacohetes Katiuscha, de una eficacia arrasadora.
Pero, más allá de estos problemas, se empezaba a manifestar una divergencia entre los puntos de vista del Estado Mayor General y el propio Führer. El jefe del primero, el general Franz Halder, pugnaba por seguir la doctrina clásica y continuar el avance para tomar Moscú, donde se concentraba el grueso de la masa del ejército ruso, mientras que Hitler era partidario de discontinuar la ofensiva contra la capital rusa, dejándola solo a cargo de la infantería, en tanto desviaba a las fuerzas blindadas y a las formaciones móviles alemanas hacia el sur, para tomar Kiev, ocupar Ucrania y proyectarse hacia el Cáucaso. El Führer impuso su punto de vista y solo tras conseguir sus objetivos en el sur y cuando se hizo evidente que la infantería sola no podía llegar a la capital rusa, consintió en devolver las fuerzas móviles al frente del centro y lanzar la operación Tifón, que debía por finiquitada la campaña de 1941 con la toma de Moscú y reducción del estado soviético a una situación de impotencia antes de que llegase el invierno. Para el cual el ejército alemán no estaba preparado pues había contado con terminar las operaciones antes de su arribo.
Lanzada a principios de octubre, la operación Tifón tropezó con un obstáculo: el invierno ruso comenzó tres semanas antes de lo esperado. Primero la “Rasputitsa”, las lluvias y el aguanieve que hicieron el terreno intransitable. Luego la nieve y el hielo en un principio afirmaron el suelo y devolvieron su movilidad a las formaciones motorizadas, pero pronto las temperaturas cayeron tan bajo que los motores no arrancaban y las armas se congelaban. Y para qué hablar de quienes las manejaban. A principios de diciembre el avance alemán se paralizó, justo cuando algunas patrullas tocaban los suburbios de la capital.
Los alemanes habían realizado un asombroso hecho de armas, ocupando una enorme porción de la Rusia europea contra efectivos que los superaban en número y disponiendo de apenas 25 divisiones blindadas, cifra que para una misión esa envergadura era manifiestamente insuficiente. Pero estratégicamente la campaña había fracasado. No habían podido tomar ni Moscú ni Leningrado; y si bien en el sur habían cumplido sus objetivos, el Cáucaso y el petróleo estaban todavía demasiado lejos. Y faltaba lo peor: el 5 de diciembre el general Zhukov desencadenó una masiva contraofensiva soviética que rompió el vacilante frente alemán. Las reservas soviéticas se habían revelado inagotables para los alemanes: cuantos más rusos abatían o hacían prisioneros, más formaciones acudían a reemplazarlos. Pero en este caso actuaba otro factor: los informes que proporcionaba el espía Richard Sorge desde Tokio indicaban que Japón había descartado un ataque a Rusia desde Manchuria y que definitivamente se movería hacia el sur, contra los ingleses, los holandeses y los norteamericanos. Esta seguridad indujo a los mandos soviéticos a desplazar ingentes y aguerridas tropas al frente de Moscú. El asalto ruso no solo rompió el frente alemán sino que puso a la Wehrmacht al borde un desastre equiparable al napoleónico de 1812. Los altos mandos vacilaban y tendían a ordenar una retirada que, en las condiciones de agotamiento y desconcierto en que se encontraban sus tropas, probablemente hubiera equivalido a un desastre generalizado. La voluntad de Hitler vino a remediar la situación. Ordenó que sus fuerzas se pegasen al terreno, que no dieran un paso atrás y soportasen el choque. Fue una disposición correcta en esa ocasión, que se cuenta entre las no pocas decisiones estratégicas atinadas que tomó Hitler, aunque la versión interesada de los mandos que lo sobrevivieron trataron de exculpar sus faltas comunes endilgándole la responsabilidad por el largo rosario de derrotas que la Wehrmacht hubo de sufrir más tarde. Improvisado, militar aficionado, iluso que barajaba en el aire unidades y recursos que no existían más, megalómano, fueron algunos de los cargos que se le hicieron. Y de hecho muchos de ellos eran ciertos, pero la intuición operativa de Hitler fue el resorte de los éxitos alemanes del principio de la guerra y seguramente tuvo todo que ver con el salvataje de la Wehrmacht en el invierno de 1942.[ii]
La misma obstinación que Hitler demostró Stalin, pero con resultado inverso. Se empeñó en proseguir la ofensiva en todo el frente y a los pocos meses el ejército rojo otra vez estaba exhausto. Pero el sentido general de la batalla por Moscú y de la campaña alemana de 1941 estaba claro. Alemania no era omnipotente. El ingreso de Estados Unidos en la guerra, al día siguiente del comienzo de la ofensiva rusa en Moscú, determinado por el ataque japonés a Pearl Harbor, vino a remachar la certidumbre en el sentido de que Alemania se enfrentaba ya a fuerzas que no podría superar. No era una convicción difundida, competía sobre todo a los especialistas militares y a los políticos que compulsaban estadísticas de producción y de fuerzas relativas, y ni siquiera para estos estaba clara la salida; pero una cosa era ya indudable: Alemania no podía ganar la guerra. Tal vez, si llegaba al Cáucaso en 1942, podía aspirar a un empate por un tiempo. Pero el sueño del Reich que iba a durar mil años estaba muerto.
[i] Fuller , J. F. C., en “La Segunda Guerra Mundial”, Círculo Militar, Biblioteca del Oficial, Buenos Aires 1988, cita a Arvid Freiborg: “Behind the Steel Wall”.
[ii] Entre los éxitos de Hitler estuvo la adopción del audaz plan Manstein que determinó la caída de Francia en 1940. Este plan habría sido cajoneado por el alto mando si no fuera porque allegados a Manstein se lo acercaron a Hitler y este decidió adoptarlo y propulsarlo como si fuera propio.
(Nota aclaratoria. Estos dos artículos, determinados por la súbita conciencia de que se cumplía el octogésimo aniversario del ataque alemán a URSS, fueron redactados a vuela pluma, sin acudir a otras fuentes salvo las pocas que se citan en esta página. La bibliografía a la que se puede recurrir para conocer el tema en detalle es extensísima. Me limito a citar unos pocos títulos: Peter Calvocoressi y Guy Wint: “Guerra total”; Andreas Hillgruber: ”La segunda guerra mundial”; John Keegan: “La segunda guerra mundial; Anthony Beevor: “La segunda guerra mundial”; Winston Churchill: “La segunda guerra mundial, memorias”; David Irving: “La guerra de Hitler”; Ian Kershaw: “Decisiones trascendentales”).