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24
FEB
2022
Bombas y misiles disparados por Rusia impactan en instalaciones militares ucranianas.
Bombas y misiles disparados por Rusia impactan en instalaciones militares ucranianas.
Es posible que estemos contemplando un punto de inflexión en el mundo de la posguerra fría y la inauguración del mundo multipolar.

La crisis en Europa oriental, que en más de una ocasión esta página ha señalado como el escenario caliente por excelencia debido al potencial explosivo que tiene por estar directamente vinculado al problema de la balanza del poder global, evoluciona cada vez más rápido. A la decisión de reconocer a las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk, siguió la decisión del Kremlin de enviar tropas rusas para garantizar la ”paz y el orden” en la región, y hoy a la madrugada comenzaron las hostilidades entre las tropas rusas y ucranianas. En el campo de operaciones, a partir de las confusas informaciones que llegan desde allí, los rusos estarían procediendo a destruir la infraestructura de las comunicaciones ucranianas -de sus instalaciones de radar, preferentemente-, de los remanentes de su armada y ocupando las regiones fronterizas. También es evidente que el ejército ruso se ha preocupado por abrir la ruta que va del Donbas a Crimea. Sus tropas ocuparon las ciudades de Jerson y Mariupol, poniendo en vías de resolución la conexión de Crimea con la madre patria. Es probable que tales pasos preanuncien una invasión en gran escala, pero al momento de escribir estas líneas es imposible saberlo. Esto sucede después de ocho años de requerimientos por las autoridades de esas dos regiones ruso- parlantes del Este de Ucrania para que Rusia tomase cartas en el asunto y, sobre todo, de unas categóricas advertencias de Putin acerca de que su gobierno no dejaría a la OTAN trasponer la “línea roja” de su seguridad territorial.

Las causas y los móviles del diferendo reposan en dos factores esenciales:

1 – La expansión de la OTAN hacia el Este. Fue puesta en práctica –a pesar de las garantías dadas a Gorbachov de que eso no sucedería- desde el momento de la implosión de la Unión Soviética y de la disolución del COMECON (la alianza entre la URSS y sus satélites de Europa oriental). Este hecho, que Moscú hubo de tragar esencialmente por la debilidad en que la había dejado el derrumbe estructural padecido por Rusia, y secundariamente, por el carácter renunciatario y devastador del experimento neoliberal lanzado por Boris Yeltsin y la neoburguesía mafiosa que se gestó gracias a él, comenzó a ser revertido con la llegada de Vladimir Putin al poder, en 1999. Ucrania fue tal vez la pérdida más grave que sufrió la gran entidad eslava. Desde el medioevo había estado vinculada a Rusia: de hecho, Rusia, Ucrania y Bielorrusia reivindican a la federación de tribus eslavas llamada la Rus de Kiev, como el origen de su tesoro cultural. [i]

Putin y los cuadros estatales de los que él provenía como antiguo agente de la KGB, se aplicaron a cambiar la situación de debilidad extrema en que había quedado Rusia después de la caída de la URSS. El nuevo jefe de gobierno se reveló como un astuto político que se fue sacando de encima los apoyos que lo habían puesto donde estaba: el primero en ser apartado fue Yeltsin, y luego varios de los barones de la “oligarquía”. Mientras reconstruía el poder militar, Putin rechazaba ambiguamente la herencia soviética (“Quien quiere volver a la URSS no tiene cerebro; quien no tiene nostalgia de ella no tiene corazón”), y se abría a una alianza con China, un vuelco estratégico de dimensiones enormes, aunque conviene señalar que no tiene porqué ser definitivo ni excluye potenciales contradicciones.

2 – La decisión rusa de no dejarse arrollar. Aunque la diplomacia moscovita jugó durante mucho tiempo con la esperanza de lograr un acuerdo con occidente, a partir de Putin desconfió siempre de la posibilidad lograrlo en términos igualitarios. No tenía ningún motivo para hacerlo, por otra parte. Washington no dejó en ningún momento de hostigarla con su propaganda y, lo que era mucho más grave, prosiguió con los planes de expansión de la OTAN a los países del anterior glacis soviético, instalando bases en Rumania, Chequia y Polonia que venían a sumarse las que ya tenía instaladas en el viejo continente; integraba a varios de esos países a la OTAN y emplazaba sistemas de misiles teóricamente destinados a interceptar cohetes provenientes del Medio Oriente dirigidos contra Europa (¡!). ¿Quién tendría esa capacidad? ¿Irán, Israel? Mucho más probable era que sirviesen de escudo contra un ataque de los rusos, coartando su capacidad de respuesta a un ataque coordinado de la alianza atlántica. Pero hubo movimientos mucho más inquietantes todavía: se fomentaron las tendencias al particularismo étnico y al fundamentalismo religioso en las zonas de la ex URSS de población musulmana, para fomentar la fragmentación y la guerra civil, se indujo a la ex república soviética de Georgia a operar contra un enclave de su territorio habitado por una mayoría étnicamente rusa y se propició un golpe de estado en Ucrania que desalojó a un presidente prorruso. A partir de allí las nuevas autoridades, de los que forman parten grupos neonazis, empezaron a trabajar activamente para llevar a ese país a formar parte de la Unión Europea y de la OTAN.

Esto ha conducido, finalmente, tras muchos años de trabajo en las relaciones con China y de fortalecimiento y modernización de los sistemas de defensa, a que Rusia intente invertir las tornas. Los movimientos ostensiblemente provocativos de Estados Unidos en lo referido a los desplazamientos de tropas en Europa oriental y la cada vez más descarada injerencia en Ucrania y también en Bielorrusia, donde hasta hace pocas semanas se estuvo fogoneando otra de esas “revoluciones de color” que sirven para barnizar con una pátina de espontaneidad unas insurrecciones cultivadas en laboratorio por la CIA y sus terminales en las ONG, terminaron de decidir a Moscú a hacer una movida dirigida no sólo a acabar con este estado de cosas, sino probablemente también a precipitar un cambio en el escenario europeo que ponga de manifiesto el peso específico que tienen las partes y la real envergadura del empuje “atlantista” hacia el este.

En una breve conferencia de prensa que tuvo lugar el martes, Putin pronunció una serie de concisos requerimientos dirigidos a la OTAN, la UE y EE.UU. a los cuales los voceros occidentales no respondieron, colmando con su silencio un vaso lleno a rebosar. Putin, en efecto, declaró allí no sólo que Rusia reconocía a las repúblicas de Donetsk y Lugansk, sino que enumeró cuatro pasos que debían ser dados por Ucrania para evitar una acción directa y unilateral de parte de Rusia. Estos son:

Que Ucrania reconozca Crimea y Sebastopol como territorio ruso.

 Que renuncie a unirse a la OTAN.

Que negocie un convenio con las nuevas repúblicas de Donetsk y Lugansk.

 Que Ucrania se desmilitarice y se declare neutral. [ii]

Era un ultimátum. Al recibir una respuesta negativa de Kiev y al no recibir ninguna respuesta de Washington, Rusia ha actuado.

¿Y ahora qué?

¿Qué van a hacer Estados Unidos y Gran Bretaña? Bueno, Washington ya anunció una serie de represalias económicas y el canciller alemán, Olaf Scholz, informó que su gobierno suspende la certificación del gasoducto Nord Stream 2, que estaba listo para entrar en funciones transportando gas ruso a Alemania y eventualmente a toda Europa occidental.

Y ¿de qué sirve esto? Uno de los grandes objetivos de Estados Unidos a lo largo de los últimos años ha sido impedir ese gasoducto, hasta el punto de que hay quienes piensan que el conflicto de Ucrania no es tanto por Ucrania como por Alemania. Un conflicto en Ucrania, espera el “Deep state”, inhibiría la coincidencia entre estas dos potencias, que siempre ha constituido una ecuación muy temida por el bloque anglosajón: puede en efecto constituirse en un dato revolucionario en el escenario del poder global. [iii] Pues quien dice Alemania dice Europa. Y Europa, relegada desde 1945 al papel de comparsa de lujo de Estados Unidos, encuentra en una posible complementariedad con Rusia una oportunidad de salir del torno opresivo que le supone la subordinación a Washington y su secuaz británico.

Hasta aquí este sometimiento resultaba confortable pese a que implicaba una renuncia a su tradicional gravitación global, pero en el reordenamiento multipolar que está en curso en estos momentos y del cual el conflicto en Ucrania es parte, esa situación tiene que tornarse muy incómoda y peligrosa. Por de pronto, la suspensión del suministro del gas ruso implica un brutal incremento en los precios de la energía. No solo para Europa, sino para todo el mundo. Y a eso se añade la vecindad a un conflicto bélico quemante, susceptible de expandirse y en el cual Estados Unidos ya ha anunciado que no empeñará un soldado. ¿A quién le tocaría hacer el gasto, entonces?

Estados Unidos va a lanzar una serie de sanciones económicas contra Rusia que superarían todo lo visto hasta ahora, dicen. ¿Será sensible sin embargo Rusia a esas presiones? Moscú ha recompuesto sus reservas de divisas y en China tiene un socio hambriento de gas y petróleo, con el que ya ha firmado un gran convenio energético. No parece que esas medidas vayan a influir en algo en la situación en el terreno. Se tiene la impresión que estamos frente a un punto de inflexión en los asuntos de la posguerra fría tras el cual nada volverá ser como era. Rusia se ha cansado que le ladren en la oreja en la puerta de su casa y dispone –gracias a una arraigada voluntad nacional, a su enorme extensión y a una larga paciencia- de reservas y autonomía para aguantar el envite y ver como las lanzas se vuelven cañas en las manos de sus enemigos. La Unión Europea, o más bien lo mejor de sus cuadros políticos y militares, van a tener la oportunidad de reflexionar sobre los costos del seguidismo mecánico a Estados Unidos y el Reino Unido. El tan denostado Viktor Orban, el mandatario húngaro exponente de la derecha radical europea, lo comprendió antes que nadie, estrechando lazos con Putin y con Rusia, en una especie de reconocimiento acerca de desde donde puede llegar a soplar el viento en los próximos años.

Mientras tanto, habrá que vivir en peligro, pues, aunque sea improbable, nunca se sabe qué clase de reacción puede tener un imperio cuando siente que los caminos se le cierran. O que al menos no puede recorrerlos con la desenvoltura que de la que disfrutaba antes y debe enfrentarse a la decadencia.

 

[i] 1 Wikipedia.

 

[ii] The Saker (thesaker.is), del 23.02.2022.

 

[iii] Esa posibilidad estuvo abierta en fugaces ocasiones. Con Bismarck, primero; luego con el Tratado de Rapallo en 1922, cuando los dos grandes perdedores de la primera guerra mundial se concertaron, uno para evadir las cláusulas del Tratado Versalles y, el otro bloqueo y hostilidad del capitalismo occidental. Y por fin con el acuerdo entre Hitler y Stalin de 1939, convenio forzado por necesidades coyunturales, pero que podría haber resultado un punto de inflexión del balance de poder mundial sino fuera por las características del momento histórico en que se dio y por la obsesión del Führer y su Estado Mayor por el Lebensraum o “espacio vital” que querían ganar en el Este.

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