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22
NOV
2008

Che, la película

Benicio del Toro como el Che Guevara.
Benicio del Toro como el Che Guevara.
A casi cinco décadas de la revolución cubana, el filme de Soderbergh plantea la posibilidad de explorar el anverso y el reverso de los mitos.

Es probable que cuando Benicio del Toro y el director Steven Soderbergh se plantearon su película sobre el Che Guevara se hayan sentido atraídos en primer término por las posibilidades crematísticas del proyecto, así como por la excitación estética que planteaba narrar una trayectoria vital tan espectacular y tan enraizada en el imaginario contemporáneo. Ellos mismos confesaron que, al inicio, poco o nada sabían no sólo sobre el personaje sino sobre el trasfondo social del cual brotó este y a cuya liberación dedicó poco menos de la mitad de su breve vida.

Como quiera que sea, a partir de este arranque aventurero (no muy diferente, digámoslo, del emprendimiento militar y político del Movimiento 26 de Julio, en el momento de la zarpada del Granma), Soderbergh y del Toro construyeron un filme de largo aliento, de aproximadamente cinco horas de duración y que debe ser exhibido en dos partes para hacerlo digerible al público. En realidad este corte le viene bien al producto, pues permite diferenciar dos etapas de la vida del guerrillero argentino-cubano que marcarían su salto, desde una rebelión genérica contra las injusticias sociales, a una perspectiva más marcada por una evaluación “científica” del proceso revolucionario y por una evaluación estratégica de las coordenadas que, según él, este debería revestir para el conjunto de América latina.

Es imposible juzgar una película de la cual se conoce sólo una primera parte, por vasta que sea esta y por clara que resulte su orientación. Sin embargo Che, el argentino, que acaba de ser estrenada entre nosotros, es un ensayo de reconstrucción de una épica americana que no puede ser pasado por alto en razón de la naturaleza del tema y de la fascinación que este puede ejercer entre las generaciones jóvenes.

Digamos ante todo que la factura técnica de la película es notable y que su andadura narrativa, si bien se resiente de cierta propensión reiterativa en el trazo de los personajes y de una por momentos abrumadora pretensión didascálica, se sostiene en lo sustancial y ofrece un cuadro animado y realista de un proceso que involucró a un pueblo y, en una primera etapa, en especial a una fracción de su juventud intelectual, que se sumió en la revolución de manera consciente y voluntaria. La fotografía es magnífica, trabajada por lo general con luz natural, con frecuencia cámara en mano, y el sonido es de una calidad sorprendente, utilizada por Soderbergh –como por la generalidad de los directores de películas bélicas desde Bajo fuego, de Roger Spottiswoode- para enfatizar el aura violenta del choque armado sin tener que recurrir a los orificios en la ropa y los chorros de sangre en los que se especializara Sam Peckinpah. La combinación de los desarrollos escénicos propiamente dichos con escorzos documentales reconstruidos, es asimismo un rasgo que el filme utiliza con fluidez, sin romper la continuidad narrativa.

Ahora bien, todos sabemos que una obra de este tipo no puede evaluarse sólo por su dimensión artística. Esta, en todo caso, sirve para valorizar la puesta en escena del tramado político-ideológico que la recorre. El Che de Soderbergh, por lo que se ha podido juzgar hasta aquí, representa un planteo ingenuo, sentimental y romántico de la peripecia insurreccional que vivieron varios países de América latina a partir de la victoria de la revolución cubana. Como la atracción de figuras como Fidel Castro y el Che es fuerte y seguramente será perdurable, no se puede obviar un análisis más o menos circunstanciado de los factores que los llevaron al triunfo y al fracaso, en particular al segundo. La gestualidad de los muchachos de los ’70, que aparece en esta película reflejada en una procesión de abrazos fraternales, sintetiza de alguna manera lo que sería más adelante una concepción facilista muy difundida entre las bases estudiantiles respecto de la naturaleza de un proyecto revolucionario que, para estas, era de trámite simple y estaba corroborado por la experiencia cumplida en Cuba. Esta concepción llevaría a gravísimos errores que terminaron en una derrota de magnitud histórica, dolorosa no sólo por las generaciones jóvenes que se sacrificaron en ella, sino porque permitió propulsar la ofensiva imperialista que devastaría las estructuras económicas, las bases sociales y las posibilidades de resistencia de los países de América latina frente a la irrupción del neoliberalismo.

Era preciso comprender entonces, y sigue siendo necesario entenderlo ahora, que la revolución cubana fue un episodio atípico, cuya grandeza se construyó en etapas sucesivas y de las cuales sus propulsores iniciales no estaban demasiado conscientes. El mérito de estos fue el de crecer junto a los requerimientos del proceso que habían desencadenado, pero su ignorancia de sí mismos, al principio, fue decisiva para engañar al imperialismo, que les permitió correr e inclusive les suministró apoyos militares y mediáticos muy importantes. El régimen batistiano, contra el cual insurreccionó Fidel, era un entramado corrupto, incapaz de sostenerse sin el apoyo estadounidense. Su ejército no era un ejército, sino una guardia “nacional” instalada por los mandantes yanquis, carente de prestigio, despreciada por la burguesía y corrompida en todos sus niveles. ¿De qué otro modo puede explicarse que 300 o 500 guerrilleros hayan podido derrotar a una fuerza militar de 30.000 hombres? Cuando Washington, que no estaba conforme con los extremos de corrupción a que había llegado el régimen, le retiró su apoyo, todo el tinglado se hundió.

Fue entonces que se produjo el milagro. Al revés de lo que había sucedido en muchas otras oportunidades, un sector importante de los jóvenes que habían luchado en la Sierra Maestra, lejos de arreglarse con el imperialismo y avenirse a un pacto con este para cambiar un poco para que nada cambiase, se animaron a desafiarlo y a buscar el contacto con el pueblo profundo para llevar a cabo una revolución que nació siendo liberal-burguesa, se descubrió nacional y popular luego, y terminó siendo marxista cuando se hizo necesario contar con el apoyo de la Unión Soviética para cubrirse de la amenaza norteamericana. Este proceso complejo tuvo éxito, como dijimos antes, porque sus mismos protagonistas al principio no estaban conscientes del fenómeno que encarnaban y, al engañarse espontáneamente a sí mismos, engañaron al enemigo imperial que les dio vía libre, seguro de que con rapidez entrarían en razón.

Nunca más Estados Unidos cometería el mismo error. Por lo tanto, cuando el Che deduce de su experiencia guerrillera la “teoría del foco” y esta es recibida como una verdad revelada por muchos jóvenes de América latina, el leit motiv de “la lucha armada” se convierte en el expediente más fácil de asimilar a la vez que en el pasaporte a la catástrofe. Que el Che estuviese dispuesto a pagar con su persona la puesta en práctica de su proyecto, no inhibe a este de la crítica que es necesario aplicarle y que, por supuesto, no incluye a su visión general del mundo, al que percibía justamente como el escenario para el enfrentamiento entre un Norte desarrollado y un Sur –o un Tercer Mundo- despojado de los instrumentos para atender a sus necesidades básicas y dependiente de las prácticas coloniales o semicoloniales que sus dirigencias cipayas ponían en práctica, de acuerdo a las coordenadas que eran y son útiles a la cúpula imperial.

La película de Steven Soderbergh es, más allá de sus valores actorales y del brío del relato, una película política, y como tal debe ser valorada y utilizada. Suministra una buena base para la discusión y puede inducir a muchos jóvenes a interesarse en los procesos que abarca. Es importante, sin embargo, que este interés no se resuelva en una reviviscencia del mito del “buen revolucionario”, sino en una decisión de aproximarse críticamente a los factores que caracterizaron al período que el filme abarca y a muchos, si no a todos, los elementos que suministraron a ese momento su volatilidad y su carácter errático.

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