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22
ABR
2023
Alberto Fernández visita a Joe Biden en la Casa Blanca.
Alberto Fernández visita a Joe Biden en la Casa Blanca.
¿Será capaz la Argentina de ponerse a la altura de la seriedad del momento que vive el globo? El peronismo, hasta aquí núcleo del movimiento nacional, requiere con urgencia renovarse o transformarse en otra cosa.

La semana pasada evaluamos el momento histórico que vive el planeta ante el cada vez más evidente desplazamiento del eje de los asuntos mundiales de occidente a oriente. Ahora bien, aunque los datos objetivos indican que el grueso de la economía mundial gravitará en torno a China y al eje euroasiático conformado por China, Rusia e India, que actuará como imán respecto a los países del medio oriente y a los que se asoman al espacio del Indo-Pacífico; y aunque parece evidente que de esta deriva va a surgir una multipolaridad que terminará con la supremacía anglosajona en la regulación de los asuntos mundiales, es evidente también que este curso acarrea el híper belicismo de Washington. O al menos de los sectores más pesados e influyentes de su establishment, que no se resignan a perder el papel hegemónico que se habían arrogado. Esto se pone de manifiesto en la acelerada carrera por desintegrar a Rusia, que arrancó no bien cayó la URSS y que ha culminado en la guerra de Ucrania; en la procesión de intervenciones militares, intrigas golpistas, embargos, presiones diplomáticas e injerencias de todo tipo en un mundo donde Estados Unidos ha sembrado alrededor de 700 bases miliares en todos los continentes. Esto requiere de los desaforados presupuestos armamentísticos que año tras año vota el Congreso estadounidense y que en este ejercicio supera los 800 mil millones de dólares.

Esta mezcla de expansionismo e histeria de parte del imperialismo norteamericano, que se apresura a adelantarse a las amenazas y que desearía extirparlas de raíz antes de que se hagan demasiado fuertes para poder eliminarlas de un saque (“la trampa de Tucídides”), se ha convertido en un elemento de desestabilización permanente y será el rasgo que, por un lapso imposible de prever, caracterizará al presente y al futuro próximo. Hay que adecuarse a este escenario, lo que va a requerir, de países como el nuestro, una dosis considerable de “savoir faire” de parte de sus estamentos dirigentes y asimismo de una firmeza y de una habilidad maniobrera que les permitan navegar en aguas turbulentas.

En este contexto, la visita de Lula a China y la línea general de su política exterior son un ejemplo. Un ejemplo tanto de la seriedad de su visión geoestratégica como de la iracundia que su firmeza puede excitar en la cima del sistema. Más allá de los importantes acuerdos comerciales y económicos suscritos con China y del nombramiento de Dilma Rouseff como presidenta del Banco del BRICS, refiriéndose a Ucrania Lula dijo que “la actitud de Estados Unidos y de la Unión Europea incentiva la guerra”. Esto provocó una reacción escandalizada en Washington, donde el vocero del Consejo Nacional de Seguridad, John Kirby, durante una conferencia de prensa en la Casa Blanca, afirmó que “Brasil está repitiendo como un loro la propaganda rusa y china sin observar para nada los hechos”.

No es una reacción muy académica la de Mr. Kirby. Tratar de loro al mandatario de un gran país amigo y considerar que su punto de vista remeda al de los enemigos de Estados Unidos es insolente y autoritario (para decir lo menos), muy en la línea de las declaraciones de George W. Bush cuando, al proclamar “la guerra al terrorismo”, afirmó que “quien no está con nosotros está contra nosotros”. La actitud norteamericana respecto al “patio trasero” no ha variado sustancialmente desde los días de la política del garrote preconizada por Theodore Roosevelt a principios del siglo XX. Se ha moderado el lenguaje, se han cuidado un poco las formas, pero de cuando en cuando, como en esta ocasión, la intemperancia de fondo atraviesa la superficie.

Ahora bien, ¿los países de la región seguirán sometiéndose modosamente al diktat imperialista, o intentarán sumarse a la corriente de cambio que se manifiesta en el planeta, arrancándose de una dependencia secular y buscando opciones que favorezcan su desarrollo con socios predispuestos a hacer negocios sin imponer cláusulas leoninas? Salvo en los casos de Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua, todos los intentos anteriores que procuraron hacerlo terminaron en fracasos, aunque muchos de ellos representaron un salto adelante en la adquisición de una conciencia soberana y en el lanzamiento de programas de desarrollo que alteraron en parte la estructura semicolonial en la que esos países estaban insertos. Es difícil precisar los alcances de esas experiencias, que fueron múltiples y variopintas. Pero el México de la revolución, hasta Cárdenas incluido; el Brasil de Vargas, la Argentina de Perón, el Perú de Velasco Alvarado y la Bolivia de las distintas y dolorosas experiencias del MNR y del MAS ilustran la compleja y a menudo heroica voluntad por abrirse paso a un nivel más libre de existencia, que alienta en el espíritu de estos países.

¿Y por casa cómo andamos?

Frente a este tipo de requerimiento, ¿cómo estamos nosotros al día de hoy? No vamos a hacernos ilusiones. El imperio sigue resuelto a morder y no nos va a ahorrar ninguna imposición. Y nuestra casta política y en especial los estamentos intelectuales y mediáticos que deberían concurrir a oponerse a esa imposición y a ilustrar e interpretar la resistencia, no terminan de aflorar con la claridad que sería de desear. Intérpretes aislados que conocen el paño y son certeros en el diagnóstico hay muchos, pero toda capacidad crítica se disipa si no existe un corpus orgánico que la incluya y la ponga en actividad. O si su prédica no irradia en la masa y en el grueso de la clase política y de los empresarios que, más allá de sus diferencias, sepan reconocer donde está el interés sustancial argentino frente al cual no puede haber distingos. Este interés no puede ser otro que el desarrollo soberano de las posibilidades que tiene el país en relación a sus necesidades sociales y a su proyección geoestratégica. La tarea no es imposible si se extirpa a la burguesía compradora enquistada en los puestos de comando de las finanzas, de los medios y de parte de la casta empresaria. Ese estamento se ha convertido en una máquina de impedir gracias a su asociación con el imperialismo, del cual forma parte como su apéndice necesario.

El problema es que no se advierten síntomas de reacción en la fuerza que nos gobierna ni en lo que se puede considerar como oposición y que se nuclea esencialmente en sectores de la clase media alta y la clase media no alta pero con aspiraciones.

Los estamentos en que se basó la acción originalmente renovadora del peronismo han modificado su composición como resultado de la reducción relativa de la masa proletaria, de la proliferación del trabajo informal y de la aparición de la economía de mera subsistencia, a lo que se suma la degradación que suponen la crisis del sistema educativo y la inexistencia de contenciones y orientaciones claras tanto en la sociedad como en el ámbito familiar. Esto ha sido el resultado de la presión ejercida durante décadas por el neoliberalismo, vector ideológico de la riqueza concentrada en los grandes núcleos financieros del mundo desarrollado, que coopta a sus agentes entre los sectores más predispuestos a jugar ese papel en el mundo subdesarrollado. La expresión concreta de esa presión se ejerció en Argentina tras el derrocamiento de Perón en 1955, con el gobierno de facto que intentó destruir su legado hasta 1959; luego en la época de la llamada “revolución argentina”, de 1966 a 1972; durante dictadura cívico-militar del 76 al 83; en el gobierno de Carlos Menem, de 1989 a 1999, y en el ejercicio de Mauricio Macri, de 2015 a 2019. Como se ve, durante un espacio de tiempo más que considerable. Lo más grave es que cada una de esas intervenciones, hayan sido consecuencias de golpes militares o de elecciones, se distinguieron por su carácter drástico, que apeló a trámites sangrientos en el caso de los golpes militares, o a procedimientos que se apartaban de un registro democrático y apelaban a expedientes como los decretos-ley para gobernar a espaldas del Congreso, en el caso de los gobiernos elegidos por procedimientos regulares. Cada una de esas intervenciones multiplicó su efecto devastador por la rapidez con que infligían daños casi irreversibles al patrimonio nacional, dejando un territorio devastado tras de sí; y al siguiente gobierno, connotado por una vocación nacional, abocado a un trabajo de reconstrucción fatigoso y complicado por la guerra mediática y el obstruccionismo practicado por los sectores del privilegio. Un trabajo de Sísifo, realmente.

Y bien, sería hora de que este tema recurrente en nuestra historia sea empiece a ser cancelado aprovechando justamente las modificaciones en los equilibrios mundiales que se están precipitando. Pero, ¿cómo? ¿Y con quién? El actual gobierno, que pudo haber suministrado un principio de salida, fracasó en encontrarla. Es verdad que debió afrontar problemas que le llovieron encima sin tener responsabilidad por ellos. En primer lugar el abrumador peso de la deuda contraída por el gobierno Macri como consecuencia de su política económica irresponsable y en el fondo deliberadamente criminosa. En segundo lugar la pandemia, que aventó durante dos años la posibilidad de la recuperación de la actividad productiva. Y por fin la sequía, la más grande en un siglo, que está costando ya 20 mil millones de dólares. Pero nada de esto excusa la timidez con que encaró, o no encaró en absoluto, los problemas básicos que nos afligen. Se dirá que el gobierno estuvo y está dividido dentro de sí mismo, pero eso no arregla ni explica nada. Es verdad que el presidente Alberto Fernández y la gente de que se rodeó son de una moderación que asusta, que no se resolvieron a atacar ni la reforma judicial ni la impositiva, que recularon en cuanto se presentó la oportunidad de clavar una pica en Flandes con el asunto Vicentín, que no hicieron nada para dar vigencia a la lucha contra los oligopolios de prensa, y, por fin, que negociaron un acuerdo con el FMI que no negoció nada y nos dejó en el páramo, sin posibilidades de afrontar los sucesivos vencimientos. En la otra vereda del Frente de Todos, el cristinismo suministró, primero, los elementos para una polémica sorda y, luego, cuando se hizo evidente que el buque hacía agua, para una discusión ruidosa que tampoco sirve de mucho, pues no se resuelve en un debate franco en torno a los temas cardinales y en cambio se parece a una cortina de humo para excusar a posteriori lo que se ratificó en el momento en que se debía tomar la decisión. Como el acuerdo con el FMI.

Hago referencia al FdT sin preocuparme demasiado de la oposición pues esta, desde el punto de vista de un nacionalismo popular y racional, no cuenta mucho o es precisamente el factor que concurre a bloquear una salida porque, en el caso del PRO, es la expresión consciente de las fuerzas que pugnan por sujetar a la Argentina en una posición sumisa. En el de los radicales es la continuidad de lo que comenzó siendo en el 45 una rivalidad con el peronismo por una clientela electoral y luego degeneró, por imperio de las circunstancias, en un resentimiento de clase que nunca se ha disuelto del todo. Las izquierdas, por su lado, nunca han encontrado una vía orgánica a través de la cual manifestarse y han permanecido marginales al movimiento de masas, captado por el peronismo. En cuanto al caso de los “libertarios” son un fenómeno propio de la antipolítica que deviene del hartazgo que generan los debates en torno a temas inconducentes y la reiterada manifestación de impotencia que las fuerzas tradicionales ostentan frente a los problemas de fondo. Se trata por supuesto de un rechazo que se verifica desde la ignorancia, azuzada por un personaje que bordea la paranoia y que sólo puede contribuir, dada su vocación anti-estatal y su confesada pasión por el libre mercado absoluto, al triunfo del bando oligárquico y, probablemente, a una catástrofe social que sólo podrá solventarse mediante una salida autoritaria. Del signo que sea.

De proseguir este gobierno y el que lo suceda con la actitud modosa que nuestra dirigencia ha adoptado en torno al tema de temas, el problema de la deuda ilegítima que nos agobia, no habrá salida. La disposición del imperio, como ha podido palparse por la naturaleza de las comunicaciones y los trascendidos que se derivaron de la visita del presidente Fernández a Joe Biden y de las visitas de la jefa del Comando Sur, generala Laura Richardson, no deja lugar a dudas: no piensa conceder nada, salvo palabras de aliento. Nada de Atucha 3 con financiación china; nada de puerto de aguas profundas en Quequén, también respaldado en gran parte con capitales de ese origen; nada de aviones de combate de origen sino-paquistaní para reequipar a la fuerza aérea argentina; interés sumo del gobierno de Washington para que empresas norteamericanos exploten (y monopolicen, de ser posible) los yacimientosde litio que Argentina posee y que se extienden en una nueva “triple frontera” con Bolivia y Chile… Estos temas esenciales del debate y que deben formar parte (junto a otros no menos importantes como los que hacen a la gestión del comercio exterior y al carácter injusto de nuestro sistema impositivo) hoy casi no figuran en la agenda política, que en cambio abunda en intrigas, insultos, puñaladas traperas y fanfarronadas. ¿La dirigencia argentina se apresta a perder otro momento de cambio mundial para seguir apegada a su vieja rutina de zancadillas y juegos de masacre? Afortunadamente la crisis mundial que está en curso tiene para largo; tal pueda ser que en ese espacio madure algo nuevo que surja de las entrañas del pueblo y se conecte con los fermentos del pensamiento nacional que subsisten en medio del barullo, erigiéndose en un punto de referencia en torno al cual agruparse. Pero no hay que perder tiempo.

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El viernes el presidente Alberto Fernández anunció que no presentaría su candidatura a presidente para el próximo mandato. Es una decisión que oxigena un poco el espacio, pero que debería ser seguida por un sinceramiento real del escenario. No parece que sea demasiado exigir del estamento político plataformas electorales consistentes, provistas de proyectos concretos, y de cuyo incumplimiento se pueda pedir cuentas.

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