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21
JUL
2023
Soldados espartanos entrenándose para el combate.
Soldados espartanos entrenándose para el combate.
Los dirigentes de Washington y de Bruselas siguen compitiendo en intransigencia respecto a Rusia. En el lejano oriente se diseñan raras movidas diplomáticas, incluido el viaje del centenario Henry Kissinger a Pekín.

El conflicto en el este de Europa no ofrece perspectivas de arreglo. Las partes –Rusia y la OTAN, pues la desdichada Ucrania es el pato de la boda- tienen objetivos inconciliables. Para Rusia es una cuestión de supervivencia: no puede admitir a un estado miembro de la OTAN a 800 kilómetros de Moscú. Para occidente (o EE.UU. para ser precisos) se trata de mantener en pie un proyecto de hegemonía global que requiere la eliminación de Rusia como complemento militar de China, cuyo ascenso económico la transforma en el principal enemigo a vencer para que la oligarquía anglosajona pueda imponer su proyecto globalizador asimétrico. Sin BRICS, sin bloques regionales que dispongan de autonomía, y con un Centro noratlántico que imponga sus reglas de juego, fundadas en la apropiación y concentración del capital y la financierización de las relaciones internacionales.

Este es el dilema básico que se dirime en el mundo de hoy.

Se convendrá en que este escenario es explosivo a una escala nunca vista, dada la evolución que han tomado las cosas y de los armamentos de que se dispone. Sus componentes volátiles son legión. Calentamiento global, con perspectivas de mayores modificaciones climáticas que ya están alterando seriamente el entorno y agravan las oleadas migratorias provenientes de las zonas más desfavorecidas; desajustes sociales; demografía en ascenso y crisis recurrentes en los países que padecen la relación de fuerza que se establece a nivel internacional en materia económica, por la cual un cuarto de la población mundial se apropia del grueso de la riqueza y el resto sobrevive o apenas vegeta; pandemia o pandemias que se ciernen y que potencian su peligrosidad por el hecho mismo de los desplazamientos de población y por la aceleración y facilitación de las conexiones internacionales; guerras; diferencias confesionales y étnicas agravadas por la crisis del estado que es consecuencia de la acción disolvente del Centro, que requiere del debilitamiento de las estructuras centrípetas para mejor imponer su dictado; armamentismo sin límites, difícil de disminuir porque funge como anabólico al menos para la que es todavía la primera economía del mundo, la norteamericana, y porque además es la última ratio de su supremacía.

Este conjunto de problemas recibe además la carga extra de la psicosis de sitio que la cadena histórica de los acontecimientos ha depositado en la mentalidad de los gobernantes rusos.

El sentirse amenazados por un enemigo externo es un dato que ha estado en la raíz de los mecanismos de desencadenamiento de muchísimas de las guerras de la historia. Para remitirnos a nuestro tiempo, la primera guerra mundial, primera expresión abierta y en gran escala de la crisis del mundo burgués y portal de los cambios revolucionarios y de las guerras aún más terribles que la sucedieron, tuvo como factor desencadenante el temor de Alemania a quedar cercada por los países de la Entente –Francia y Rusia, en primer término- dirigidos por una Gran Bretaña que había decidido que el creciente poderío alemán y el desafío que su flota de alta mar representaba para la superioridad naval inglesa, significaban un peligro mortal para el equilibrio europeo y su propio papel de “primus inter pares”. Un incidente que pudo definirse como menor –el asesinato del heredero del trono austro-húngaro y su esposa por un terrorista serbio- fue la chispa que prendió la mecha y dio fuego al polvorín. La psicosis del cerco se había adueñado de la clase dirigente alemana, y la idea de la “trampa de Tucídides” subyugaba a los ingleses y franceses, de modo que todos se dirigieron alegremente a librar una guerra preventiva…

La “Trampa de Tucídides” es una expresión acuñada por el politólogo estadounidense Graham T. Allison, para referirse al riesgo de guerra que provoca el miedo a perder la hegemonía, cuando un poder en ascenso rivaliza con una potencia dominante. Tal como ocurrió en el caso de Esparta cuando decidió a ir a la guerra para evitar el ascenso de Atenas, en la antigua Grecia, o como sucedió a principios del siglo XX, cuando el crecimiento de la potencia alemana excitó la desconfianza de Inglaterra y llevó a esta a tejer una red de alianzas que a su vez provocó el recelo germano. En la actualidad, ese peligro se percibe en la hostilidad que experimenta el establishment norteamericano ante el descomunal crecimiento chino y en los esfuerzos que realiza por bloquearlo militar y económicamente.

 El reflejo defensivo ruso

La noción de la amenaza externa como un peligro para la supervivencia de la nación está muy arraigada en Rusia y por muy buenas razones. Si bien el despótico zarismo y lo que Europa percibía como barbarie eslava generó temores en occidente no bien se constituyó el estado moscovita, la verdad es que los intentos por limitarlo menudearon y cobraron una forma resuelta después de la revolución bolchevique de 1917. En ese momento el temor a la propagación de la “peste roja” y el apetito del estado mayor alemán por adueñarse de las fértiles tierras de Ucrania, se combinaron con el intervencionismo aliado para favorecer al bando blanco en la guerra civil que asolaba Rusia y estuvieron a punto de desmembrarla. La intervención fue derrotada, pero veinte años más tarde Adolfo Hitler revivió los planes del estado mayor alemán a una escala aún más desaforada: solo una guerra devastadora, en la cual la Unión Soviética tuvo alrededor de 25 millones de muertos, pudo primero frenar y luego destruir la iniciativa nazi, que procuraba fragmentar a la Rusia europea, llegar al Cáucaso, hacer de una parte de los eslavos los hindúes de Alemania y rechazar al resto más allá de los Urales.

Cincuenta años después…

El experimento terminó como terminó, con Hitler suicidado en el búnker y con Berlín en llamas, pero cincuenta años más tarde la caída del comunismo y la implosión de la URSS en 1992 infatuaron a los dirigentes norteamericanos y les dieron la convicción de que se había llegado al “fin de la historia” y de que solo les bastaba con extender la mano para apropiarse del comando de mundo. Contrariando todas las promesas que habían hecho a Mijaíl Gorbachov, no vacilaron en extender los límites de la alianza atlántica hasta englobar a varios de los países de Europa oriental que habían sido parte de bloque comunista después de la guerra, demoliendo así el glacis defensivo, el colchón territorial, que Stalin había montado para proteger a la URSS de otra aventura como la hitleriana. El ciclo de Boris Yeltsin y su experimento económico apadrinado por el FMI, más las pulsiones centrífugas de los países de la ex URSS provocaron un desastre que por unos años borró a Rusia del cuadro de las grandes potencias. Parecía que habría de resignarse a un largo período de regresión y anarquía.

La venida de Vladimir Putin cambió las tornas, aunque sería errado suponer que fue solo él el responsable de la recuperación rusa. Parece obvio que el aparato de seguridad –de cuya entraña procede el mismo Putin- tuvo una parte fundamental en el proceso, así como la tuvieron los remanentes de los cuadros tecnológicos, militares e intelectuales que sostuvieron el andamiaje soviético y transmitieron después la carga. Pero no hay muchas dudas de que la personalidad de Vladimir Putin, su equilibrio, que se expresa en una aparente impasibilidad; su olfato geoestratégico y su tino político fueron decisivos para conducir la nave del estado a buen puerto.

La ambición de los planificadores de Washington de reducir a Rusia a su mínima expresión, manifestada en un numerosos “papers” y en libros rubricados por los más prestigiosos asesores de la Casa Blanca y el Departamento de Estado (como Zbygniew Brzezinski, por ejemplo), no hizo sino reconfirmarse cuando advirtieron el nivel y el ritmo de la recuperación rusa. Como dijo Putin, “se multiplicaron los intentos de inflamar a los estados postsoviéticos y acabar con Rusia como la mayor porción superviviente de nuestro estado. Han provocado conflictos regionales a lo largo del perímetro de nuestras fronteras, han ignorado nuestros intereses y han intentado contener y suprimir nuestra economía”. Señaló también que la élite occidental no oculta su objetivo, que es “ la derrota estratégica de Rusia”. Lo que no significa otra cosa que la renuncia de los territorios que ha ocupado en la Ucrania rusófona (cuyos pobladores se sienten integrantes de Rusia),”la derrota en el campo de batalla del ejército ruso y la parálisis de la economía rusa por medio de sanciones letales”.[i

La avanzada de occidente sobre Rusia no se dio tregua. El golpe pro OTAN de la plaza Maidán que volteó al gobierno pro ruso ucraniano en 2015 fue la gota que colmó el vaso. Tras mucho contemporizar y después de multiplicar las advertencias, Rusia reaccionó. La invasión no fue sino una respuesta obligada ante la agresión occidental. No salió tan bien como debe haber esperado el Kremlin en un primer momento. Gracias al respaldo de la OTAN y a la catarata de ayuda militar y económica que se le prodigó al gobierno de Kiev este pudo mantenerse. No se hundió sobre sí mismo, los grupos ultranacionalistas y filonazis que habían dado el golpe en Maidán en 2014 concentraron una parte importante del poder y los rusos retrocedieron ante la imposibilidad de imponerse a sangre y fuego ocupando la totalidad del territorio ucraniano para instalar un estado fantoche. Hacerlo hubiera supuesto enredarse en una represión interminable, con lo que habrían brindado la carta de triunfo que Washington y Londres necesitan para promover el desgaste de Putin y favorecer su caída. En vez de esto conquistaron las zonas rusófonas de Ucrania y hasta aquí han desbaratado los intentos ucranianos de recuperarlas.

Pero ante la proclamada decisión de Estados Unidos de seguir presionando a Rusia (el presidente Biden se ha comprometido a derrotar a Rusia en Ucrania y las intrigas en torno a Georgia y a las repúblicas ex soviéticas del Cáucaso no cesan) a Rusia no le queda otro camino que plantearse un control territorial aún mayor del que actualmente ejerce en Ucrania. Se supone que deberá hacerlo con prudencia, no excediendo los límites de las regiones donde puede encontrar núcleos amplios de población rusófona, pero es probable que integre al puerto de Odessa en su mira, lo que dejaría a Ucrania como un estado mocho, carente de una salida importante al mar. Lo que exasperaría los resentimientos ya existentes y significaría una deslucida victoria para Moscú. Que además habrá de lidiar con el hecho de que, como secuela de la invasión a Ucrania, los estados ribereños al Océano Ártico han pasado o pasarán a la órbita de la alianza atlántica con el próximo ingreso de Finlandia y Suecia a la OTAN, lo que extiende mucho el área a la que Rusia debe prestar una atención crítica.

Otro viaje de Kissinger

El panorama que se presenta es ominoso, tanto en el este de Europa como en el lejano oriente. Ahora bien, ¿no habrá en los cuadros de la dirigencia norteamericana una chispa de buen sentido? Parecería haber iniciativas que así lo indican; la cuestión es que se las use honestamente y no para simular vías alternativas que sirvan para lavarse la cara y dejar las cosas como están. O que sean rebatidas por Joe Biden en un ataque senilidad –fingido o no- como cuando al día siguiente al encuentro entre su secretario de Defensa y Xi Jin Ping calificara a este de “dictador”. Pero el recurrir a una figura como el ex secretario de Estado Henry Kissinger para realizar una nueva aproximación a China es –por los antecedentes históricos del personaje- un dato demasiado interesante como para reducirlo a una mera maniobra de distracción. Kissinger (¡con 100 años de edad a cuestas!) emprendió días pasados una misión que suscita deliberadamente ecos de sus famosas entrevistas con Mao y Chou en Lai, a principios de los setenta. Junto al presidente Richard Nixon y los dirigentes chinos, entre todos dieron vuelta la política exterior de ambas potencias en plena guerra fría, produciendo una espectacular inversión de alianzas que liberó a Pekín de su pesada y peligrosísima dependencia de la Unión Soviética, con la que se encontraba en ese momento a las puertas de un casus belli.

Sería por supuesto una ingenuidad suponer que el viaje del “dear Henry” a China en este momento vaya a intentar reeditar ese fenómeno. Su viaje no implica una representación oficial, pero es informado a Washington y por cierto cabe suponer que es parte de una diplomacia bajo la mesa que no compromete a nadie, pero que supone tanteos que son parte de una exploración táctica. Kissinger se cuenta entre los que exigen que se modere el curso hostil de la política norteamericana hacia Rusia, y China se encuentra en una posición de fuerza que nada tiene que ver con su situación en los 70, pero que podría verse comprometida si aflojase los lazos de la alianza que Xi jin Ping ha tejido con Vladimir Putin. Esta aproximación ruso-china es un dato mayor (si no es el dato mayor) de las relaciones mundiales en lo que va de este siglo. Nada va a modificarlo mientras subsista la pretensión totalitaria del hegemonismo estadounidense. Pero precisamente iniciativas como esta, que implican flexibilización y esbozos de convivencia, pueden ser síntoma de que en algunos sectores de la diplomacia norteamericana un cierto sentido de las realidades está despuntando.

De todos modos el sentido general de los sucesos en este momento está muy lejos de ser alentador. Para fines de año se estima que los F-16 que Norteamérica suministra a Ucrania estén operando. La distribución de bombas de racimo para el gobierno de Kiev es otra provocación inútil y que seguramente traerá aparejada una simétrica respuesta rusa que agravará el sufrimiento para los combatientes y los civiles en las zonas de batalla. Y el ingreso de Finlandia y Suecia a la OTAN agravará las inquietudes de Rusia en el Báltico y en el Océano Ártico, poniéndola frente a obligaciones defensivas que pueden superar su capacidad de respuesta convencional, tentándola –como dice Mersheimer en el artículo a que hicimos referencia- “a seguir una estrategia militar muy arriesgada para protegerse”. Esto es, a implementar contramedidas nucleares para cubrir sus flancos.

De acuerdo a Graham T. Allison, de las 16 situaciones en que según él la “Trampa de Tucídides” se planteó, 13 terminaron en guerra. Es de esperar que, debido al potencial apocalíptico de una “all out war”, los que tiran los hilos y generan las grandes decisiones moderen su impetuosidad, restrinjan sus apetitos y eviten que la trampa cierre sus fauces y triture a la humanidad. ¿Será eso posible?    

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i] Citado por John Mersheimer: “La oscuridad que se avecina: hacia dónde se dirige la guerra en Ucrania”, en Sin Permiso, revista política española on line.

 

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