Con la manifestación de las centrales obreras del miércoles pasado se dieron, en nuestro país, las primeras movidas de una partida que se anuncia intensa y que tendrá como próximo escenario el Congreso de la Nación. El objeto del deseo en las próximas sesiones extraordinarias del parlamento, convocadas por el Ejecutivo a partir del 25 de enero, será la sanción, modificación o rechazo del Decreto de Necesidad y Urgencia producido por el flamante gobierno de Javier Milei. En su versión perfeccionada, denominada Ley Ómnibus o Bases para una Reconstrucción de la Argentina, propone una reversión reaccionaria y antinacional de las coordenadas que, mal que bien, sostuvieron el desarrollo argentino en estos años. El presidente de la República ha amenazado con recurrir a un plebiscito en caso de que se rechace la iniciativa. Él sabrá si le conviene…
Pese a no contar con una mayoría propia, uno diría que La Libertad Avanza podría pelear mejor la partida manteniéndose sobre el campo minado del Congreso. La ausencia de todos los exponentes del espectro político –salvo Juan Grabois- en la manifestación obrera que protestó contra el DNU en Plaza Lavalle, hace que afloren dudas acerca de la cohesión de la bancada de Unión por la Patria a la hora de debatir el tema. No deja de sobrevolar la sospecha de negociaciones espurias del poder central con los gobernadores en torno a los fondos coparticipables; estos fungirían como elemento inductor a las transacciones políticas. E incluso hay rumores de que el fantasma de la Banelco ha empezado a sobrevolar por algunos rincones…
Por supuesto que en el arrebato de Javier Milei en el sentido de aventurarse a un plebiscito hay también un elemento de cálculo. Preferiría jugar el todo por el todo ahora, cuando todavía puede presumir de conservar mucho del masivo apoyo que tuvo en las elecciones generales, a dejar pasar más el tiempo y ver como ese respaldo se licúa y desaparece ante el horror económico y social que promete su plan. Pero han de pasar unos meses todavía antes de que pueda apelar a ese recurso, y este es un tiempo más que suficiente para ese apoyo se diluya y se transforme en un odio reconcentrado, hijo de la desilusión y el desengaño.
El año internacional
Hoy vamos a apartar un poco la vista del escenario interno para adentrarnos imaginariamente en el mundo. Que es cualquier cosa menos un jardín de rosas. La puja entre un occidente liderado por la superpotencia norteamericana y asentado en la compleja arquitectura del capitalismo financiero, y un hervidero de potencias emergentes agrupadas primordialmente en los BRICS, es la contradicción más visible en el panorama internacional, sin por ello dejar de mencionar el carácter extraordinariamente complejo de este, cosa natural si se atiende al hecho de que el mundo está en pleno proceso de un reacomodamiento que se dirime en el enfrentamiento entre la persistencia de la pretensión hegemónica estadounidense, y la explosión y expansión de un mundo multipolar que a su vez puede generar una sucesión de explosiones menores.
Si bien la guerra nunca ha dejado de estar presente en el planeta, en el momento actual la belicosidad ha escalado muchos puntos. Esto se manifiesta no sólo en el hecho de los choques puntuales que se están desarrollando, sino en la disposición a armarse cada vez más que ostentan las potencias, tanto las mayores como las menores, y en el diseño de planes para la creación de bases aposentadas en los nudos estratégicos del mundo. Por supuesto que en este último rubro tienen preeminencia los estados del “creciente interior” y los del “creciente exterior o marginal” -esto es, Gran Bretaña y Japón, y Estados Unidos y Oceanía- sobre los del Heartland o Área Pivote: China y Rusia, fundamentalmente. Que esta diferenciación geopolítica se corresponda con dos diferentes concepciones de las relaciones globales, probablemente no sea casual.
La fase actual de belicosidad mundial tiene fecha de nacimiento, que puede fijarse en 2014, con los acontecimientos de la plaza Maidán en Kiev. El golpe contra el gobierno de Viktor Yanukóvich, que resistía la presión de occidente para alejarse de Rusia y pendular hacia la Unión Europea, cruzó la línea roja que Vladimir Putin y su gobierno habían trazado entre lo tolerable y lo intolerable en las relaciones con occidente. Empujada hacia la no-existencia por la presión de Washington y la OTAN a partir del derrumbe del imperio soviético, Rusia, tras el incumplimiento de los acuerdos de Minsk que intentaron frenar las hostilidades contra las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk llevadas a cabo por el ejército y las milicias ucranianas pro occidentales, decidió intervenir directamente en el conflicto y lanzó su “operación militar especial”.
En su propósito más ambicioso –derrocar al gobierno de Volodomir Zelensky y devolver a Ucrania a la esfera de influencia rusa- el intento fracasó e incluso por un momento aparentó que podía transformarse en la emboscada que la OTAN había preparado para Putin: obligarlo a enredarse en una guerra de desgaste en un territorio hostil, que determinase la caída de Putin y la fractura estratégica de su país.
Por fortuna esto no ha sido así. Los rusos les tornaron la oración por pasiva a la OTAN y a la Unión Europea tratando de economizar sus fuerzas y desgastar a su enemigo en vez de ser ellos los desgastados. Su superioridad numérica y militar les consiente este cálculo y hoy es el día en que las absurdas contraofensivas ucranianas –impuestas por la OTAN, la UE y sus voceros a los títeres del gobierno de Kiev- obligan a los ucranianos a realizar enormes sacrificios, dejándolos cada vez más exhaustos. Las manifestaciones de compasión, solidaridad y respaldo de los dirigentes europeos que los empujan al matadero resultan cada vez más obscenas ante una realidad cada vez más dura. Sin embargo la administración Biden y los “think tank” que están detrás de esta política persisten en ella. Después de todo no son ellos los que los que le ponen el cuerpo a las balas. Hacen la guerra de boca, con sus fábricas de armamento y con la billetera.
Ahora está asomando otro pretexto para proseguir con el derramamiento de sangre. Se trata de Transnistria, una estrecha franja de territorio ubicada entre Ucrania y Moldavia, que teóricamente forma parte de este último país. Transnistria es un pequeño estado ex soviético de población que mezcla, sin integrarlos demasiado, a unos 500.000 habitantes de habla rusa, moldava y rumana. La mayoría de los habitantes de Transnistria es de lengua rusa, en buena medida porque en ese territorio se alojaron algunos de los institutos de investigación científica vinculados al rubro militar en la época soviética, lo que hizo que allí se asentara una buena cantidad de rusos étnicos. Después de la disolución de la Unión Soviética en 1992 hubo un conflicto armado entre quienes deseaban mantener el vínculo con Rusia, y el gobierno de Moldavia, que no lo reconocía. El conflicto duró unos meses y concluyó con un alto el fuego que dura hasta hoy. Según Wikipedia, Rusia mantiene en Transnistria un grupo de 1700 soldados y un Grupo Operativo que controla los arsenales que llegaron después de la desintegración del bloque socialista. El Kremlin reconoce que Transnistria pertenece a Moldavia, pero no retira a su ejército para conservar su influencia en la zona.
Ahora bien, resulta que el Consejo de Jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea decidió, con fecha 14 de diciembre de 2023, iniciar negociaciones de adhesión con Ucrania y con Moldavia. Esta decisión enoja a Rusia y podría llevarla a abrir otro frente en el sur de su despliegue en Ucrania. El ejército ruso está a sólo unos 300 o 400 kilómetros de la frontera con Transnistria. Desde luego que un viaje hasta allí no sería una excursión campestre y daría la ocasión a la OTAN para agrandar la guerra por procuración que mantiene contra Moscú. Sin hablar del batifondo mediático que armaría para presentar a Rusia como la entidad brutal, maligna y asiática a la que hay desarticular para preservar los valores de occidente. De Goebbels para aquí, el “relato” no ha cambiado nada.
Para Rusia, sin embargo, la partida podría valer la pena. Hace rato, se dice, que su dirigencia desea volver a ocupar Odessa (el puerto del “Acorazado Potemkin”, para los cinéfilos), y cerrar la salida al Mar Negro a una Ucrania devenida imposible de volver a asimilar, al menos mientras persista en su actual perfil político.
Oriente Medio
Desplazándonos hacia el sur en el mapa nos damos con un área que ha vivido en perenne estado de tensión desde el final de la segunda guerra. No es que hubiese sido feliz antes, ni mucho menos; pero fue con el crecimiento de nacionalismo árabe y el injerto israelí en la zona para minarlo en su base, que ese mundo que empezaba a salir de la opresión primero otomana y luego anglo-francesa, estalló en una serie de conflictos de los que formaban parte, por supuesto, no sólo la pulsión independentista árabe y la injerencia israelí, sino también lo que confería a la primera su peligrosidad para el imperialismo: las enormes reservas energéticas que los países del Medio Oriente guardan en su suelo, y una situación geográfica a mitad camino entre Europa y Oriente, que les asignaba y les asigna un valor geoestratégico incalculable.
Sabemos lo que ha costado este “privilegio” a los países árabes, y conocemos la aparentemente insoluble problemática que hay entre ellos y los israelíes, que gira en torno a la cuestión palestina y a la pretensión sionista del Gran Israel. Esta aspiración no es oficial, pero no por cuchicheada deja de ser menos cierta que la posesión de armamento nuclear por el estado hebreo.
Incluso en su formulación menos ambiciosa, la formación de un Gran Israel supondría una situación de guerra permanente, fuera larvada o abierta. La ocupación de la totalidad de Cisjordania, de la franja de Gaza y de las alturas del Golán implicaría la expulsión total de los palestinos, la imposible absorción de estos por sus vecinos y una hostilidad y un rencor permanentes . Sin embargo, la posibilidad de un modus vivendi entre judíos y árabes es factible si se la ajusta a unos parámetros mínimamente racionales. Estuvo a punto de ponerse en marcha después de la implosión de la URSS y de la aproximación entre Ytzak Rabin y Yasser Arafat, posterior a los acuerdos de Oslo; pero el asesinato de los dos líderes (el de Rabin ostensible, el de Arafat camuflado por un envenenamiento difícil de comprobar) y el brutal ascenso de la derecha israelí encarnada en personajes como Ariel Sharon y Benyamin Netanyahu, más la provocadora intransigencia de Hamas entre los palestinos, cerraron todos los caminos.
Hamas, por otra parte, es un fenómeno de dudosa factura: nació como un movimiento alentado por los israelíes para oponerlo al FLP, y no faltan quienes piensan que, objetivamente, su extremismo sigue sirviendo a los fines de la ultraderecha y de los servicios israelitas al brindarles los pretextos que necesitan para llevar adelante prácticas de limpieza étnica como la que en estos momentos se realiza en Gaza. En un mundo donde los medios masivos de comunicación y las redes sociales tejen un entramado de verdades, mentiras y medias verdades, todo se toca, se entremezcla y se confunde, pero hay motivos de sobra para pensar que esta sospecha tiene fundamento.
Mientras los objetivos de la derecha israelí sigan teniendo la posibilidad de encarnarse en políticas de gobierno que mantengan la pretensión de concretar un Israel dimensionado a la escala que mencionamos, cualquier perspectiva de paz será imposible en Medio Oriente.
A esto cabe añadir, en el último día del año, la explosión de la tensión acumulada por la intervención israelí en Gaza, que ya ha provocado unos 20.000 muertos y que hasta aquí cuenta con el apoyo –renuente, pero apoyo al fin- de Washington y sus socios europeos. El régimen de las guerrillas hutíes de Yemen, de confesión shiíta y sostenido por Irán, ha calificado la acción de Israel de “genocidio” y le ha declarado la guerra. A 1.400 kilómetros de distancia del proclamado enemigo la declaración de los guerrilleros pudo entenderse como una declamación simbólica, pero los hechos pronto desmintieron esta suposición: desde su estratégica posición sobre el estrecho de Bab el Mandeb, la puerta meridional del Mar Rojo, los rebeldes empezaron a lanzar drones contra navíos que tenían como destino los puertos israelíes, a los que se llega cruzando el Canal de Suez.
Estados Unidos reaccionó de inmediato y formó una coalición de diez países para proteger el tráfico por esa vía vital del comercio. Y ayer se produjo el primer incidente, que podría generar una escalada. Un carguero de Singapur fue atacado por drones hutíes y unidades de la Armada norteamericana que vigilan esas aguas replicaron hundiendo a tres lanchas yemeníes con sus disparos. Perecieron 10 de los 14 marineros que las tripulaban.
El episodio ha despertado muchos temores. No sólo respecto a los posibles desarrollos bélicos de la situación, sino por la conmoción económica que las complicaciones en el tráfico y en el abastecimiento del petróleo pueden originar. Es significativo que la sunita Arabia Saudita, hasta hace unos meses la aliada más segura de USA en la región (después de Israel, desde luego) se haya negado a sumarse a la coalición dedicada a vigilar las aguas de una zona que tanto le compete. Todo de consuno con su dramática aproximación a su enemigo confesional, la chiíta Irán, su rival en el liderato regional, por otra parte. No bien se conoció la noticia del incidente el precio del petróleo subió varios puntos.
Estas dramáticas oscilaciones condicen con el atribulado período por el que está pasando el mundo. Las relaciones internacionales están en pleno reacomodamiento, como decíamos antes, y los remezones del terremoto provocado por la incursión de Hamas en Israel y la posterior represalia, están lejos de moderarse. Feliz Año Nuevo.