El biopic está de moda. En los últimos meses al menos tres películas importantes de este tipo fueron propulsadas al centro del escenario con un gran despliegue mediático: “Napoleón” dirigida por Ridley Scott; “El maestro”, escrita, dirigida e interpretada por Bradley Cooper, y “Oppenheimer”, asimismo escrita y dirigida, aunque no actuada, por Christopher Nolan.
“Oppenheimer” barrió con todas las expectativas y se quedó con los principales premios en todas las categorías en la fiesta del Oscar: mejor actor, mejor director, mejor actor de reparto, mejor película, mejor banda sonora, mejor fotografía y mejor montaje. Es mucho, quizá sea demasiado, pero pone en evidencia que el filme es sólido y que el asunto del que se ocupa la película provoca mucho interés en el público y en la industria. Es lógico: el mundo está preocupado por una coyuntura internacional donde la guerra se expande y la economía de occidente, fagocitada por el afán especulativo, empieza a depender cada vez más de la producción de armamentos para sostener un movimiento económico que mantenga en funcionamiento los mecanismos que mueven el empleo y mantienen la preponderancia militar. Y como por primera vez después de la guerra fría la sombra del hongo atómico empieza a cernirse como una amenaza en un ambiente de relaciones internacionales cada vez más caldeado, la recuperación de la figura del hombre que estuvo en medio del proceso que llevó a la fabricación de la bomba se convirtió nuevamente en un sujeto de interés para Hollywood.
La película planteaba un doble desafío: combinar la intensidad narrativa y la capacidad de entretenimiento de un “blockbuster”, con un relato fiel de los episodios que rodearon la carrera hacia la Bomba: un recorrido sinuoso donde se daban cita los problemas técnicos con los políticos, los dilemas morales, los laberintos psicológicos e ideológicos y una ética de la responsabilidad que aún hoy es objeto de discusión y cuyas conclusiones son difíciles de discernir.
La física moderna dio pasos de gigante a partir de los albores del siglo XX, de la mano de personalidades como Einstein, Rutherford, los Curie, Fermi, Niels Bohr, Otto Hahn, Fritz Strassmann, Werner Heisenberg y muchos más. El progreso científico iba traccionado por la guerra, por la revolución industrial y tecnológica, y a su vez abría perspectivas revolucionarias para esta. Hacia finales de la década de los años 30 los alemanes descubrieron la fisión nuclear, lo que inmediatamente desveló la posibilidad de la liberación de una inconmensurable cantidad de energía, pasible de ser usada pacífica o bélicamente.
Estos desarrollos no acaecían solo en los recintos universitarios: iban a caer en el seno de un mundo en crisis donde se enfrentaban las potencias de la conservación imperialista con las de un revisionismo igualmente imperialista de las potencias disconformes, y con la presencia explosiva de otra potencia, la URSS, que al menos teóricamente pretendía luchar en nombre de los pueblos.
La posibilidad de que una súperarma como la bomba atómica cayese en manos de los nazis excitó a la comunidad científica occidental, en la cual figuraba una elevada proporción de judíos (las víctimas propiciatorias del hitlerismo) a hacer lobby en Estados Unidos para incitar a esa nación a que se hiciera de ese recurso adelantándose a los alemanes. La famosa carta de Albert Einstein al presidente Roosevelt fue la movida inicial de esa carrera. A medida que avanzaba la guerra los gobiernos de Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá fueron desarrollando una compleja investigación científica apoyada en una infraestructura logística colosal, distribuida sobre la superficie de esos tres países, pero sobre todo en la de Estados Unidos. El costo de este emprendimiento fue enorme, y sólo podía permitírselo una potencia con los recursos de Estados Unidos. A esto se debió, más que a “sabotajes ideológicos” o a errores de procedimiento de los científicos alemanes, el retardo y semiparalización del plan atómico germano. Albert Speer explicó, creo que a su biógrafa Gitta Sereny, que para Alemania dar prioridad a la fabricación de la bomba atómica habría significado reducir drásticamente la fabricación de armamento convencional para el ejército, la marina y la fuerza aérea, cosa que la Wehrmacht no podía permitirse dadas las desesperadas necesidades que tenía en todos los frentes.
El programa norteamericano, que involucró a decenas de miles de personas, se desarrolló a toda velocidad y culminó con la detonación de un artefacto atómico en una zona desértica de Nuevo México próxima a Los Álamos, una ciudad campamento levantada con el exclusivo propósito de fabricar la bomba lo más alejado posible de las miradas del público. Las dudas sobre las posibilidades de éxito del plan sobrevolaron los trabajos durante casi toda su duración y a ello se sumó una incógnita más, esta sí aterradora: ¿podría la fisión nuclear generar una reacción en cadena que incendiase al globo? Según la película, cuando a Einstein le plantearon esa posibilidad argumentó que si esa era una probabilidad cierta había que avisarle a los nazis y parar todo.
La duda fue aventada o reducida a una ínfima posibilidad por nuevos cálculos, pero subsistió hasta último momento, hasta que la comprobación fáctica la canceló. Pero el hecho de que los científicos encargados del programa hayan perseverado en él a pesar de existir una posibilidad así fuese remota de que terminase muy mal, habló ya por entonces de la imposibilidad de fiarse en la razón o la prudencia de los seres humanos, aún de los más inteligentes: frente al desafío de robar el fuego de los dioses, Prometeo iba a jugarse los hígados por conseguirlo. En la película de Nolan el mismo general Leslie Groves (el despótico pero inteligente militarote que condujo la parte administrativa del proyecto) se entera de la posibilidad a último momento y se siente considerablemente más impresionado que su contraparte científica, Robert Oppenheimer, por la posibilidad del Gotterdamerung.
Es en torno del personaje del científico que se anudan los conflictos centrales a los que alude el filme. Socialmente accesible, Oppenheimer mantiene una distancia interna hacia los seres que lo rodean que le presta un aura difícil de penetrar. Por él pasa el dilema de cuáles deben ser los límites que puede o no horadar la ciencia, si estos límites pueden plantearse o no y si es posible conciliar la lealtad a una causa ideal con las exigencias de la política concreta. No hay en la película respuesta a estos dilemas y es posible que esa respuesta no exista en ninguna parte.
Ahora bien, más allá de sus interrogaciones cuasi metafísicas, la película de Nolan gira en gran medida en torno a los factores “concretos” que determinan la vida personal y laboral del científico. Oppenheimer había sido un compañero de ruta del comunismo, su esposa había pertenecido al partido y su amante militaba en él. La suma de estos factores atrajo sobre el profesor la mirada nada benévola de Herbert Hoover y el FBI, lo que en buena medida hace de “Opppenheimer” un “trhriller” al estilo de “JFK”, de Oliver Stone. Incluso hay una escena donde el “suicidio” de su amante Jean Tatlock (una excelente Florence Pough) es clasificada como asesinato por una toma fugaz de una mano enguantada que sumerge la cabeza de la joven en el agua de la bañera.
Todos estos elementos hacen que se pase un poco por alto el resultado de la carrera hacia la Bomba: las masacres de Hiroshima y Nagasaki. La película llega a su clímax con Trinity, la explosión de la primera bomba nuclear en el campo de pruebas. No se exhiben las consecuencias de su aplicación sobre la carne viva. Algunos críticos se han indignado con esto, y aducen que es una muestra más de la hipocresía norteamericana. No estoy muy de acuerdo con este criterio. Después de todo, en el campo del arte en ocasiones la alusión más eficaz que la mostración directa si lo que se busca es una reflexión en segunda instancia antes que un sacudón emotivo. El final de “Munich”, de Steven Spielberg, es una buena muestra de lo que decimos: ese paisaje anodino de un puerto donde a lo lejos se adivinan dos torres gemelas es, a poco que se lo descubra, más eficaz e inquietante que cualquier descripción apocalíptica del 11/S.
Ahora bien, si el costado “thriller” del filme de Nolan es muy eficiente, las dudas que arroja sobre la necesidad de lanzar la bomba son lo suficientemente jugosas para dejar abierto el debate. No enfatiza lo suficiente, a mi modo de ver, sobre las reales razones que tuvo Washington para efectuar esos dos inmisericordes bombardeos contra un enemigo ya vencido. Pues si bien es cierto que un desembarco en las islas hubiera supuesto una matanza descomunal, los estadounidenses sabían que el emperador y la dirigencia nipona estaban buscando una salida a través de Rusia y que la continuación del bloqueo del archipiélago japonés hubiera sido suficiente para rendirlo por hambre en un par de meses. No había que arrojar una bomba “humanitaria”; había que esperar un poco. Pero en ese caso se perdía la oportunidad de comprobar los efectos del artefacto en un blanco real y, sobre todo, de demostrarle a la Unión Soviética y al mundo el lugar donde estaban parados.
La película acierta en cambio cuando describe la atmósfera de regocijo que estalla cuando se sabe el resultado de los ataques contra Japón y contemplamos el festejo que desata. Parece un festival sádico mezclado con estudiantina e inconsciencia. Es, con todo, una reacción característica. Muchos hemos contemplado actitudes similares de “schadenfreude”, de regocijo rencoroso por el dolor ajeno cuando alguien o algunos de los pertenecientes a un bando contrario ha sufrido o ha sido abatido. En el personaje de Oppenheimer, magníficamente interpretado por el actor irlandés Cilian Murphy, este sentimiento aflora cuando, ante la asamblea en la cual el personal de Los Álamos celebra la paz y los bombardeos que han segado 200.000 vidas en un relámpago, dice que hubiera preferido que las bombas hubieran caído en Alemania, pero que a los japoneses también les estaba bien empleado. La sala estalla en brindis y vítores aunque en un rincón un muchacho vomita. Oppenheimer no tardó en volver sobre sí mismo y pronto se manifestó a favor de una limitación del armamento de destrucción masiva. Lo cual nos devuelve a un pasaje de la película con el cual quiero terminar este comentario. Oppeheimer pide una audiencia con el presidente Truman para rogarle que se detenga la carrera nuclear, se suspenda la investigación en pos de la bomba de hidrógeno y se busque un entendimiento con Rusia. La actitud cordial y cómplice del presidente al recibirlo cambia abruptamente cuando percibe los remordimientos y temores de Oppenheimer, que atribuye a una despreciable autoconmiseración. “Que ese llorón no vuelva a cruzar la puerta de mi despacho”, ordena, mientras Oppenheimer cruza el umbral y se apresta a quedar bajo los focos del macartismo.
Ese pequeño cameo del gran actor que es Gary Oldman (Truman) es uno de los momentos claves de la película, pues contrapone la fatal fragilidad de un intelecto superior y ambicioso, pero desasido de una convicción ideológica firme, en el choque con el temperamento veladamente brutal de un hombre de poder.
“Openheimer”. Dirección: Christopher Nolan. Guion: Christopher Nolan, sobre el libro “Prometeo americano”, de Kai Bird y Martin Sherwin. Música: Ludwig Göransson. Fotografía: Hoyte van Hoytema. Montaje: Jennifer Lame. Intérpretes: Cilian Murphy, Robert Downey Jr., Matt Damon, Emily Blunt , Florence Pough, Josh Harnett, Kenneth Branagh.