Se tiene la sensación de que no sólo el candidato demócrata sino también su adversario republicano no toman muy en cuenta la modificación que se está produciendo en las relaciones de fuerza entre las grandes potencias.
El terrorismo, en un mundo connotado por el caos y las operaciones clandestinas, tiene como rasgo más problemático la imposibilidad de fijar el origen real de las fuerzas que lo generan.
Una especie de maltusianismo que no dice su nombre parece presidir las acciones de los conductores del sistema vigente en el mundo. Pero su pretensión de inmovilizar la historia puede redundar, por el contrario, en su aceleración catastrófica.
Los expedientes institucionales para filtrar la opinión y para prevenir los choques más brutales de intereses, se están convirtiendo en una muralla que sofoca la libre expresión de la voluntad popular.
La vieja cortina de hierro, aunque lóbrega y deprimente, cumplía una función defensiva. Ahora ha aparecido otra que se mueve como un rodillo compresor, y apunta a sumergir a todo y a todos en una globalización indiferenciada.
Los criterios políticos conservadores parecen arraigarse cada vez más en el seno de las sociedades desarrolladas. Pero parte de esta buena fortuna proviene de la crisis de identidad que aflige a las fuerzas que deberían oponérseles.
La difusa dictadura de los medios masivos de comunicación, oculta o más bien disimula la naturaleza de las tendencias que más gravitan para decidir las líneas de acción estratégicas en el mundo de hoy. Todo parece reducirse a la lucha contra el terrorismo
Los brotes de agresividad contra los Juegos de Pekín ocultan tendencias mundiales muy peligrosas, que diseñan la hostilidad de Estados Unidos y la UE hacia el surgimiento de una superpotencia euroasiática que podría erigirse en un contrapeso del poder del