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11
SEP
2010

Fundamentalistas sin turbante

A nueve años del 11/S el mundo es un lugar cada vez más peligroso, donde las tensiones parecen fijarse en contradicciones insanables. Sólo en América latina reverdece, un poco, la esperanza.

El naufragio de la utopía socialista y el materialismo desenfrenado de la sociedad de consumo han erosionado los fundamentos morales de la concepción de la vida que informara hasta hace poco la visión de las cosas para la generalidad de las gentes. Temas como la responsabilidad, la aplicación al trabajo, la disciplina y la certidumbre acerca de la existencia de objetivos, trascendentes o inmanentes, que debían fundar nuestro paso por el mundo, se convirtieron en conceptos débiles. Pero el vértigo de los cambios tecnológicos y su impacto en el entorno, el deterioro psicológico que ello implica y la degradación de las condiciones de vida de gran parte del planeta, más la evidencia de la flagrante injusticia que castiga a enormes cantidades de gente en África, América latina, Asia y en los segmentos menos privilegiados de las sociedades desarrolladas (no nos animaríamos a decir “cumplidas”), suponen, sin embargo, una tortura insoportable. Para escapar a ella muchos se han lanzado a la búsqueda desesperada de motivaciones por las que vivir y, si es necesario, morir. El eclipse de la utopía “racional” ha dado lugar al avance de las utopías, o más bien distopías, en sentido inverso. El fundamentalismo se ha convertido así en uno de los elementos que distinguen a los tiempos que corren.

El universo islámico es el más fecundo en casos de este tipo. El ahogamiento de los intentos de modernización a la europea por el mismo Occidente que los ofrecía como ejemplo, rompió el espejo en el cual muchos musulmanes pretendían mirarse. En su lugar cobró vigor entonces una reviviscencia de los antiguos preceptos de la “sharia” y de una comprensión rigorista de la vida, con el añadido de una pulsión vengativa respecto de los “infieles” que no sólo no comparten esa mirada sino que son considerados como directos responsables de un estado de cosas manifiestamente injusto, cuya brutalidad se expresa en continuos bombardeos, bloqueos, corruptelas de sus agentes locales e invasiones a troche y moche. La respuesta ha consistido en una erupción de kamikazes, de voluntarios suicidas dispuestos a volarse para arrastrar consigo al mayor número posible de quienes ven como parte del sistema innoble que los oprime.

Más allá de los entretelones conspirativos que pueden haber aceitado la vía para que los atacantes del 11/S llevaran a cabo su ataque contra las Torres Gemelas, no puede haber dudas acerca de la determinación de esos individuos en inmolarse. Y los cientos de ataques suicidas con los que fundamentalistas iraquíes o afganos reaccionaron contra las invasiones estadounidenses, más los ya conocidos, de antigua data, producidos contra los israelíes, también atestiguan sobre la resolución de esas gentes. Aunque sin duda ese furor es utilizado por la CIA, el Mossad y el MI6 para montar provocaciones dirigidas a encontrar pretextos que sostengan las líneas maestras de la política agresiva de Occidente, la verdad es que unos individuos provistos de esa resolución no dejan de representar un peligro para el común de las gentes que pueden ser objetivo de sus acciones o víctimas “colaterales” de ellas, para usar una de las figuras favoritas de los mandos militares estadounidenses.

La gran engañifa del terrorismo como emergente demoníaco de un averno subterráneo, es utilizada sin reparos por los mass media del Occidente imperial. Esto suscita a su vez rebotes en el seno de sus propias sociedades, donde hay una tendencia creciente a repeler a los individuos provenientes de otras culturas como si fuesen alienígenas. Dentro del esquema de contrapesos que regenta el sistema, esa contradicción puede ser utilizada para los fines de este, al suministrar un pretexto para recortar aun más las libertades civiles y para reforzar un control que ya es poderoso gracias a la hegemonía del discurso comunicacional; pero no deja de suponer peligros. Un ejemplo de tales riesgos lo dio días pasados la furibunda reacción que generó un proyecto de la comunidad islamita de Nueva York en el sentido de levantar una mezquita en las proximidades del Ground Zero, es decir, cerca del lugar donde se elevaban las torres del Centro Mundial de Comercio, demolidas en los atentados del 11 de Septiembre de 2001. Todo el abanico del pensamiento conservador norteamericano y una amplísima gama del público reaccionaron airados contra semejante ocurrencia, juzgada como agraviante.

Un ignoto pastor protestante llamado Terry Jones se montó en la oleada de indignación para promover al 11 de Septiembre, el día del aniversario del ataque a las Torres, como una ocasión para un gran auto de fe en el cual se arrojarían a las llamas cuantos ejemplares del Corán pudieren hallarse en las inmediaciones de su templo, incitando al resto de la población a hacer lo propio. La vía para tal mensaje fue Facebook. Los medios se abalanzaron sobre tan tentador cebo y al presidente Barack Obama se le prendieron todas las alarmas. Un gesto semejante no puede sino agravar las tensiones interraciales en Estados Unidos y generar una violentísima reacción en el mundo musulmán, dijo, exhortando al pastor a rever una actitud que para la Constitución de Estados Unidos no es ilegal. Lo mismo pensó el general David Petraeus, comandante de las fuerzas que ocupan Afganistán, quien puso en guardia acerca del rebote que semejante proceder tendría en su campo de operaciones y de los riesgos y las urgencias que generaría. No hubo que esperar mucho para comprobarlo: ayer mismo cayeron allí las primeras víctimas de los disturbios suscitados a propósito de la grotesca propuesta de Jones.

Después de la intervención presidencial el pastor en cuestión volvió sobre sus pasos, moderó su discurso y proclamó su deseo de encontrarse con el Imán neoyorquino que propuso levantar la mezquita. Pero sus afirmaciones fueron elusivas y, de cualquier manera, el daño ya estaba hecho.

Las culturas y los pueblos discurren en planos antagónicos y a la vez complementarios. Sus acuerdos y desacuerdos en definitiva confluyen en la generación de nuevas formas de vida, a lo largo de la historia. Pero cuando lo que está en juego es la lógica del poder global, cuenta esencialmente la utilización de esos antagonismos y diferencias para exacerbarlos y tornar a la gente llana cada vez menos capaz de acceder a una comprensión abarcadora que acepte la figura del Otro como la de un semejante. Se lo hace abstracto, se lo reduce a una imagen despersonalizada y se lo nulifica como ser humano. Dato que hace viable su exterminio. Es, para la mentalidad alienada por el miedo, poco más que una cosa y suprimirlo aplicando la fuerza desmesurada de que Occidente dispone se convierte en una tentación irresistible. El campo de acción que una predisposición semejante da a los factores de poder del sistema imperial es enorme, si este actúa con rapidez a través de la niebla informativa y de la suspensión del buen sentido que una situación paroxística puede generar en el público. Los gobiernos de las potencias son duchos en este tipo de procedimientos.

La derechización de Europa y la excepción latinoamericana

Ahora bien, amén de los fundamentalismos –musulmán u occidental, derivado este último del racismo ínsito en las tendencias xenófobas que cada vez se expanden más en Europa y en Estados Unidos- hay también un deslizamiento hacia la derecha en grandes capas de la población del Occidente avanzado. ¿De quién es la culpa? Pues… de la izquierda. Porque las diversas vertientes de la social democracia hace rato que han abdicado incluso sus veleidades reformistas para acoplarse al discurso neoliberal. La predisposición a antagonizar al sistema capitalista, ya muy moderada desde los albores del siglo XX, se ha convertido en una aquiescencia hacia este que ni siquiera se esfuerza por preservar las conquistas del Estado de Bienestar sino que, por el contrario, se aboca a reducirlas o mocharlas, como está ocurriendo ahora en la España de Rodríguez Zapatero. El discurso políticamente correcto, la evasión de cualquier asomo de confrontación –aun de confrontación democrática, institucional y acorde a las reglas del juego- implican la ausencia de cualquier alternativa que compita con el sistema a través de vías que de veras encaucen el debate. La consecuencia es una afluencia marcada hacia algunas variantes de la derecha que por supuesto no van a arreglar nada, pero que suministran una imagen de resolución y de tratamiento expeditivo de los problemas que resulta en suma bastante más reconfortante que el balbuceo leguleyo y la justificación vergonzante de los ajustes que practican quienes desde el gobierno deberían encargarse, por el contrario, de poner coto al salvajismo o la codicia del capital financiero y empresario. Silvio Berlusconi es un paradigma de esa clase de referente.

No todo es desesperanza en el mundo de hoy, sin embargo. El contrapeso del panorama que acabamos de esbozar está dado por la situación que se vive en Latinoamérica. No es que aquí no existan problemas de bulto –todo lo contrario- pero hay un trabajo en progreso en el seno de estas sociedades que excede las debilidades e inseguridades de sus direcciones y las dificultades que permanentemente siembran quienes quieren que nada cambie. Esta situación se debe en gran parte a la arrasadora experiencia de la represión y de la contrarrevolución neoconservadora que devastaron estos lares. La economía neoliberal dejó una tierra arrasada y persiste aun en la absolutización de su modelo privatista, que pretende imponer, más que una política de laissez faire, una de faire main basse sobre las riquezas y los recursos nacionales. Este proyecto ha sido paladeado en todo su horror por estos países y su recuerdo sugiere la necesidad de elaborar proyectos distintos al de ese modelo y que nos permitan no volver a él.

Con las inconsecuencias y debilidades que son connaturales a unas sociedades que no han atinado aun a generar cuadros políticos dotados de gran visión estratégica, en América latina se están abriendo paso proyectos alternativos que responden a una lógica diferente a la de la locura fundamentalista o a la del conformismo político pronto a mutarse en agresividad xenófoba que se perciben en otras partes del mundo. En Venezuela, Brasil, Argentina, Ecuador, Paraguay y Bolivia hay procesos de integración social que, por endebles o insuficientes que sean, representan un gran paso adelante. Más que la amenaza del enemigo exterior, el mayor obstáculo que encuentran es interno, y consiste en la ausencia de una oposición racional, que defienda los intereses del estatus quo configurándose, según la definición de la politóloga Chantal Mouffe, como una contrahegemonía pero sin caer, como lo hace, en un antagonismo feroz. En un antagonismo furibundo, amén de estúpido, que se erige en una máquina de impedir y que, si pudiera, procedería a romper los marcos de una institucionalidad apenas inaugurada para volver a implantar el vale todo del capitalismo salvaje.

Las nuestras son sociedades jóvenes, frescas, sin lastras ideológicas enconadas (salvo en el caso de algunos grupúsculos de locos sueltos) y listas por lo tanto a dirimir una batalla por la vida muy diferente a la de las pulsiones suicidas que se incuban en el seno de las masas oprimidas sin remedio o en los búnkeres económicos y militares del Imperio.

Ojala este siglo pueda ver la concreción de esa esperanza.

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