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11
MAY
2008

El discurso no tan hueco de la sociedad de la comunicación

Uno de los problemas capitales del mundo contemporáneo –quizá no el principal, pero sí el decisivo- es el asociado a las teorías, prácticas y contenidos de la comunicación.

 



(Texto redactado en febrero de 2008 y publicado en el número 6 de la revista Política, Buenos Aires)

Decir que la primera víctima de la guerra es la verdad, se ha convertido en un lugar común. No tan común, sin embargo, es la comprensión de que la mentira, la disimulación, la tergiversación, los conceptos vacíos y el lavado de cerebro son los datos que configuran la mayor parte de la comprensión del mundo que nos envuelve y que es brindada día a día, segundo a segundo, por unos medios de que hacen de los falsos problemas, de la distorsión de los datos de la realidad o de la disolución oportunista del conocimiento histórico el núcleo de su quehacer.
La canción de Lito Nebbia que nos dice que la historia la cuentan los que ganan, podría servir de frontispicio no sólo a la masa de información que circula por los medios, sino también a gran parte de las crónicas que han delineado a la historia contemporánea como una batalla entre la libertad y la dictadura, entre la democracia y el totalitarismo.
De hecho, todos vivimos en sociedades totalitarias, como totalitarias fueron las que se gestaron a partir de la primera guerra mundial, aunque la consolidación de estos modelos reconocieran muchas variantes y procedieran paso a paso.
El “bourrage de crâne” –literalmente, el rellenado del cráneo- como operación sistemática tuvo su origen en la oleada de mentiras propaladas por los estados beligerantes de la primera guerra mundial, pero se afirmaría luego en las sociedades comunista, nazi y fascista como expediente que consistía no tanto en mentir sistemáticamente, como en escamotear los datos de la realidad, rasgo especialmente perceptible en la Unión Soviética estalinista, desde donde un torrente de propaganda se derramó hacia el interior y hacia el extranjero poniendo de relieve el indiscutible progreso industrial del país y agitando las banderas del internacionalismo proletario, pero sin hacer la más mínima mención al expediente al que se apelaba para fundar la “acumulación primitiva socialista”: el Gulag y su trabajo esclavo; y sin tener en cuenta que el internacionalismo era en realidad instrumentado para servir a las necesidades político-militares del Estado soviético.
La propaganda racista del nazismo y el trompeteo en torno de la necesidad de reconquistar una grandeza “romana” para Italia, eran tal vez más descarnadamente sinceros; pero no por eso menos nocivos y llevados delante de acuerdo a prácticas de saturación informativa que apuntaban a aturdir antes que persuadir a sus destinatarios. Mientras Alemania vivió en un estado de paz, los extremos más aberrantes que podían residir en la ideología nacional-socialista no se evidenciaron claramente. Cuando estalló la guerra estos se liberaron en todo su furor, pero sus consecuencias fueron hábilmente escamoteadas, en el plano interno, por una propaganda aplastante, hasta que el cataclismo se desplomó sobre Alemania, cuando cualquier toma de conciencia ya resultaba tardía.
En cuanto a los países del Occidente llamado democrático, no tenían necesidad de apelar a esos recursos de una manera tan desenfadada: no se proponían conquistar nada, sino preservar lo mucho que tenían, sea en la forma de los imperios que se habían dado, sea en la figuración de una democracia electoral que reflejaba el sólido control de la sociedad por una partidocracia íntimamente ligada a los intereses del capital. La vinculación de ese sistema de poder con la prensa era más laxa que la que existía en los países donde habían regímenes autoritarios, pero no por esto dejaba de estar presente, agravándose la presión con miras a conseguir un pensamiento más uniforme no bien surgía una crisis que podía poner en tela de juicio la supremacía establecida.
La fórmula sigue vigente hoy día, pero se ha perfeccionado al extremo y ha generado un estado de hipnosis colectiva sin precedentes, del que está costando trabajo salir.
El intelecto colonizado
La proyección de este tipo de representación del mundo se ejerce sobre todo hacia los países que se encuentran bajo la férula del centro mundial y que disponen –o padecen- de castas vinculadas a las metrópolis por interés, en parte; pero también por un deslumbramiento cultural que deviene de su pensar colonial, a veces inconsciente. En estos países, por lo tanto, el primer deber es no sólo el desenmascaramiento de esas castas letradas, sino también el rescate de quienes aun pueden ser rescatables para que se apliquen a una observación autocentrada de la realidad. Esta es una tarea difícil, pero de vital importancia.
Un ejemplo de la comprensión boba de las circunstancias lo puede brindar (entre muchos otros casos posibles, pero este es muy pertinente porque nos ha afectado como argentinos en tiempos recientes) la manera en que los medios y la mayor parte de los cuadros de la política y del estamento intelectual “progresista” evaluaron la guerra de Malvinas y la derrota sufrida por el país en ese encuentro. La imagen general suministrada a posteriori del conflicto fue la de un desorden y una confusión generales, y de incompetencia táctica y estratégica. Bastante de eso hubo, desde luego, pero en vez de afrontar ese problema sincerándolo y examinándolo en detalle, se lo usó como ariete para demoler, de consuno con los intereses de la Otan, la imagen de las Fuerzas Armadas. Ya justamente desprestigiadas, por cierto, en razón de su nefasto papel durante la dictadura.
Más grave aun. Esa imagen fue fomentada incluso por el poder militar que se había lanzado a la recuperación de las islas, debido al escamoteo vergonzante de los soldados derrotados cuando estos volvieron al país, privándolos del reconocimiento que habían merecido por su sacrificio y del que estaban justamente orgullosos. Y esto también fue un reflejo de la mentalidad dependiente en los jefes militares, toda vez que esa actitud estuvo inspirada en buena medida por el desconcierto de la cúpula castrense, al verse de pronto inmersa en un choque abierto con quienes suponían eran sus aliados y socios en la tercera guerra mundial entre el capitalismo y el comunismo, que ellos imaginaban se estaba librando.
El caso Dunkerque
Compárese esta actitud con la de los británicos en Dunkerque, en 1940. La propaganda inglesa ha construido una epopeya de lo que fue poco menos que una vergonzosa huida, una retirada en desorden de la BEF (British Expeditionary Force) hacia la costa del Canal de la Mancha, que dejó a los franceses sin apoyo en un momento desesperado. Las tropas británicas llegaron tan desmoralizadas a las islas tras la evacuación, que no pocos de los soldados que habían conservado sus rifles los arrojaban por la ventanillas de los trenes que los llevaban a sus campamentos. Winston Churchill reconoció, en privado, que esa había sido la peor derrota que había sufrido un ejército inglés en siglos y el Ministerio de Guerra se manifestó, en memorándums internos, profundamente preocupado por el estado del ejército. 1
Nada de esto trascendió al público, sin embargo, y los medios de comunicación británicos y norteamericanos tejieron una leyenda heroica sobre la retirada de la fuerza expedicionaria que sólo en una mínima parte se correspondía con lo vivido. La famosa flotilla voluntaria de yates y lanchas pilotadas por civiles que se precipitó sobre las playas de Dunkerque para rescatar a las tropas, por ejemplo, sólo pudo hacerlo en los cuatro últimos días de la evacuación, y transportó apenas al ocho por ciento del ejército. 2Sin embargo ocupó de alguna manera el centro de la escena para la propaganda. Esto no disminuye el mérito de quienes se abalanzaron a correr los riesgos que entrañaba operar bajo el ataque constante de la Luftwaffe, pero lo pone en su justa proporción.
Pero lo notable de esto es la atención que el gobierno británico y sus medios de prensa pusieron en cuidar la que en última instancia era la fibra moral de la nación. Y que era lo suficientemente fuerte como para remontar la derrota y, años más tarde, del brazo con los aliados norteamericano y soviético, obtener la victoria.
Los argentinos derrotados en Malvinas no tuvieron ninguna cobertura mediática digna. La que sucedió al conflicto, con algunas excepciones, apuntó y apunta a convertir ese hecho de armas en defensa de la soberanía en un episodio más de una guerra civil que desgarró al país durante los ‘70, fomentada por la ceguera de los propios participantes en ella, y por la habilidad de quienes supieron valerse de esta para precipitarnos en la decadencia nacional. Guerrilla y guerra sucia, en efecto, fueron los dos brazos de una pinza que apretó la mano del imperialismo.
El batifondo
En la actualidad los medios de prensa y sobre todo la televisión generan un batifondo constante donde todo se mezcla, como en el Cambalache de Discépolo. En la generalidad de los casos, salvo que explote una crisis inesperada, cuando de pronto el discurso oficial ocupa la totalidad de las pantallas y las primeras planas, no hay jerarquía ni prioridad en lo que se informa. Las muecas estereotipadas de los anchor (es decir, en la jerga televisiva norteamericana, los locutores que se encargan de “fijar” o “anclar” a la audiencia frente a la pantalla) suministran un ejemplo de esto: ¿cuántas veces nos hemos encontrado que un locutor o una locutora pasa de una expresión sombría a otra sonriente casi sin solución de continuidad, al desplazarse desde el tema de una catástrofe, un accidente o una guerra, a otro referido a la buena meteorología o a cualquier cosa que establezca un contrapunto agradable con el asunto que estaba tratando antes? Y la ecuación contraria es asimismo valedera: de la sonrisa a la asunción de un tono grave y ampuloso tampoco se establece una distancia, y el espectador, si no tiene capacidad de resistencia, es inducido a desplazarse de uno a otro estado de ánimo hasta configurar una especie de automatismo mental que lo torna inhábil para distinguir lo importante de lo secundario, lo verdadero de lo falso.
Los medios –o mejor dicho los tecnócratas que los manejan de acuerdo al principio de la maximización del beneficio y de los intereses del sistema- incluso suelen guiar la evolución de un programa basándose en mediciones automáticas de la audiencia: un controlador entre bastidores puede ordenar a un entrevistador que salte de un tema a otro o de un invitado a otro según los índices que el rating va acumulando minuto a minuto, en relación a algún programa competidor; o de la conveniencia de suprimir asuntos más o menos candentes o incómodos que el reporteado puede querer introducir en un momento dado, situación que da lugar a una traslación de la palabra de un intelectual importante a un charlatán o quizá a un artista que es bueno en su rubro, pero que de política o sociología no sabe nada de nada.
Agrupar a un intelectual como Atilio Borón con Pepito Cibrián y, eventualmente un entrenador de fútbol (el caso se dio), no conduce a otra cosa que no sea tapar o dejar pagando a Borón con la facundia incompetente de algún otro de los entrevistados.
A esto los capitostes del mercado lo llaman ceder a la preferencia del espectador. Posan así de populares. Con redomado cinismo se atreven a afirmar que esta es una forma “democrática” de conducir el negocio, cuando en realidad lo que están haciendo es empujar al público a la indefensión psicológica.
Para que los espectadores puedan acercase a un nivel de comprensión de un problema, es preciso que desde los medios se les un menú de temas balanceado y dividido en áreas: lo ligero con lo ligero, lo sustantivo con lo sustantivo, la opinión con la información. Como dice Giovanni Sartori: “Si el hombre de la calle no sabe nada del mundo, es evidente que no se interesará en él. El hecho de informarse requiere de tiempo y de atención; y llega ser gratificante... sólo después de que la información almacenada llega a su masa crítica. Para amar la música es necesario saber un poco de música, si no Beethoven es un ruido; para amar el fútbol es necesario haber comprendido la naturaleza del juego”. 3
En el presente la cosa pasa en efecto por la saturación indistinta, por un barullo mediático teledirigido para mover a la opinión sin que esta se dé cuenta de ello, en un sentido o en otro. Para ello sirve tanto la dispersión de la información como la insistencia en vocablos y giros de lenguaje que dan por sentada –sin demostrarla- una verdad cualquiera. Los insurgentes palestinos que se inmolan en defensa de la autodeterminación de su pueblo son “cobardes” (versión George W. Bush) o “terroristas” para los medios en general, mientras que la aviación o las tropas israelíes que operan contra los focos de resistencia a la ocupación de Gaza o Cisjordania, aplican medidas de represión militar son tropas regulares que se ajustan al derecho de guerra, aunque los “efectos colaterales” de sus acciones dejen montones de víctimas civiles.
Mencionamos este caso porque es arquetípico, pero el presente está lleno de ejemplos similares o peores, y no sólo en lo referido a asuntos militares. La presunción de una verdad que debe ser aceptada por todos está detrás del discurso de innumerables periodistas, a veces pagados por el sistema, a veces meros repetidores de conceptos convencionales introyectados y cuya reiteración perciben, en ocasiones de forma a medias consciente, en otras de manera clara, como útiles para la promoción de sus carreras o para su mera permanencia en sus puestos de trabajo.
Hablamos de la televisión, pero el dato es extensible a todo el espectro mediático. La televisión, sin embargo, marca el paso e induce a la prensa escrita a imitarla. Si antes era esta última la que fijaba el tono, ahora la televisión lleva la punta. Los diarios se acomodan a una concepción que privilegia los despliegues gráficos y la información ligera por sobre el análisis crítico. Y la aparente liberalidad del sistema oculta, en realidad, un muro resistente a cualquier opinión alternativa a este, a menos que esos puntos de vista contradictorios se refieran a temas provistos de una connotación detonante pero superficial –la crónica amarilla o negra, las noticias policiales- o “transgresora” de los valores acordados en materia de comportamiento sexual.
Los temas centrales de nuestro tiempo y del país en que vivimos, son soslayados de manera sistemática. La sujeción al imperialismo, la dependencia, las raíces del deterioro educativo y social, el papel de los personeros de la política en la gestión de estos asuntos, no existen o existen, en el caso de estos últimos, tan sólo como factores vinculados a una corrupción que eriza la moralina mediática, pero que se fija en la periferia de esas manifestaciones (la Ferrari de Menem, para dar un ejemplo; la inseguridad, algún episodio sensacional en los countries) sin ingresar nunca al análisis de los hechos de fondo que determinan esa corrupción, y a los cuales esta última es, precisamente, funcional. Y jamás se analizan las opciones prácticas que pueden existir para enfrentarlos.
En cuanto a los grandes empresarios, agentes de bolsa y economistas que han patrocinado esos desastres, suelen pasar desapercibidos para la prensa. 4
Excepciones a la regla las hay, desde luego; existen comunicadores que a veces consiguen introducir, un poco de soslayo, los asuntos críticos de nuestra época. Pero son pocos, y sus voces pocas veces alcanzan a los grandes medios de difusión o, si lo hacen, son opacadas por el ruido ambiente.
Luchar contra el vacío –aparente- del discurso comunicacional y contra los contenidos que subyacen a él y la indefensión ideológica y psicológica que estos producen, es un deber imperativo. Desnudar la intención que reside detrás de la fraseología al uso significa luchar contra el aparato represor de la conciencia, primer factor de la impotencia política.
El caso argentino
¿Es esto más difícil en la Argentina que en otros países de América latina? A veces podría pensarse que sí, porque la composición aluvional de nuestra sociedad, que incorporó a masas de inmigrantes que igualaron o superaron a la cantidad de la población nativa; el carácter escindido que de alguna manera tuvo Buenos Aires respecto del resto del país (y que hoy rebrota, al amparo de la autonomía, del rechazo de las clases medias hacia la política y a fenómenos como el macrismo), sumados al brutal tratamiento de choque experimentado a través del proceso, la derrota en Malvinas y la devastación neoliberal que alcanzó su cúspide en la década de los ’90, dejaron a vastas masas de gente indefensa frente a un mensaje mediático anonadador, tonto o superficial. Se creó aquí la “tabula rasa” que mencionan los expertos en la guerra psicológica y que tan bien describe Naomi Klein en su libro más reciente. 5 Sobre esa extensión que se supone está lisa y desprovista de agarraderas respecto del pasado, los gurúes de la economía y de la revolución neoconservadora estimaron poder escribir lo que se les ocurriera.
Y hasta diciembre del 2001 se pudo suponer, en efecto, que los argentinos éramos el ejemplo perfecto del éxito de una política de alienación propulsada desde el Norte. Sin embargo, parece ser que no es tan fácil borrar la memoria histórica y, sobre todo, inducir al suicidio a millones de personas. El sobresalto nacional del 19 y 20 de diciembre de ese año puso al sistema al borde del colapso. Pero se debe reconocer que la política de devastación intelectual –amén de física- practicada a lo largo de esos años, impidió que de esa pulsión que vomitaba a la clase política surgiera una dirigencia coherente.
En la medida que el rechazo a la experiencia neoliberal se manifestó en toda América latina, sin embargo, un proceso de cambio ha iniciado su marcha. Los obstáculos son legión, pero creo que el frente tal vez más importante se da en el plano de la comunicación y de la ruptura del discurso alienante de los mass-media. Afortunadamente el sistema ha creado su propio contraveneno, Internet, lo que viene a demostrar que la ciencia es, en última instancia, neutral, y que depende de quienes sepan manejarla y sacar partido de sus posibilidades, ponerla bien al servicio de las tareas de la liberación, bien a las de la servidumbre y dependencia. Hoy es posible nutrirse de fuentes alternativas de información e intercambiar puntos de vista a una escala inimaginable hasta hace poco tiempo.
La proliferación de esas fuentes alternativas esconde, por supuesto, sus propios riesgos. No vamos a ser tan ingenuos como para imaginar que el sistema, erizado como está de antenas y tecnología, no vaya a ser capaz de irrumpir, con mensajes provocadores o confusos en un marco donde la información corre sin freno. Como tampoco podemos olvidar que seguramente dispondrá, cuando la situación así lo exija, de expedientes no sólo para practicar contrainteligencia sino para obturar los canales de comunicación que estime adversos. Pero frente a las vallas y barreras electrónicas se erguirá también la figura benemérita del hacker, tan denostado por el sistema pero prácticamente imposible de erradicar, en la medida que forma parte de lo que Alvin Toffler ha designado como la sociedad del cognitariado, tan esencial para la subsistencia en la era tecnotrónica como lo fue el proletariado en la era industrial.
Ahora bien, el surgimiento de esta nueva especie social no se puede acomodar a las pautas rígidas del discurso ideológico del doctrinarismo revolucionario tradicional. La libertad de discurso e incluso un cierto grado de anarquía serán inseparables de la resistencia a las pautas ordenancistas del sistema, disfrazadas de libertad para elegir siempre lo mismo. No se conquistará el poder con esta sola noción de la democracia, pero ciertamente se va a crear una capa elástica y resistente al mensaje igualador del Gran Hermano, capa que será de invalorable utilidad para construir, a partir de ella, una concepción del mundo que margine, gradualmente si es posible, brutalmente, si los acontecimientos obligan a apelar a expedientes de carácter más pesado, el rodillo compresor que aplica el sistema.
Este no se encuentra en su mejor forma: la fragilidad de la economía mundial asentada sobre una burbuja inflada por una enorme masa de capital especulativo cada vez más disociada de la producción de bienes materiales, puede pincharse en cualquier momento y sumir, otra vez, al mundo en el caos. Las crisis del capitalismo, que John Maynard Keynes y su escuela habían enseñado a equilibrar, bajo la égida de los discípulos de Milton Friedman se repiten en cambio con cada vez mayor frecuencia. Hasta aquí han podido ser sorteadas, pero en cualquier momento su coincidencia con uno de los frentes de tempestad político-militares que abundan en el mundo contemporáneo puede crear esa “tormenta perfecta” que tanto fascina a los meteorólogos y estremece a los navegantes.
Habrá que tener la pólvora seca y las pilas bien cargadas si llega ese momento. Y para ello la capacidad para construir redes de comunicación que sean capaces de transmitir un discurso distinto del oficial será de primerísima importancia.

 

1 - Clive Ponting: 1940, Myth and Reality, Hamish Hamilton, Londres 1990. 

 

2 - Ibid.

 

3 - Giovanni Sartori: Homo videns, la sociedad teledirigida, Taurus, 1998.

 

4´- Alfredo Martínez de Hoz, factótum del desastre argentino, debe haber recibido la milésima parte de la atención que los medios dedicaron a Videla o a Massera.

 

5 - Naomi Klein: La doctrina del shock: el auge del capitalismo del desastre, Paidós, 2007.

 

 

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