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16
ABR
2016
Vivimos en la era de la vigilancia. Y los primeros en ser vigilados son los comunicadores mediáticos.

Días pasados me hicieron una pregunta acerca de la conexión entre ética y comunicación. Responderla es cosa complicada. Pero en cualquier caso creo que hay que convenir en que no es posible contestar a esta pregunta entendiéndola en su formulación abstracta. Como siempre ocurre en la vida, en los medios también las  capas de la realidad se superponen. En las democracias capitalistas la comunicación se mueve en el ámbito de sensibilidad social y de las formulaciones políticas con sus múltiples conexiones con la lógica del mercado, que es infinitamente más implacable de lo que aparenta o de lo que dice ser. Por otra parte, en los sistemas autoritarios el imperativo doctrinario o la tiránica voluntad de poder se configuran  asimismo como una dificultad mayúscula para que la libre expresión se explaye sin cortapisas. Es sobre este fondo que hay que comprender la dialéctica que se establece entre la información y el mundo que la genera.

Desde los orígenes de la prensa tal como se la entiende modernamente -es decir, como un espacio de información y análisis sustentado por la publicidad-, mucha agua ha corrido bajo el puente. Pero todo lo que ha sucedido desde las postrimerías del siglo XVIII para acá ha estado señalado por la contradicción expresa o tácita entre la libertad de prensa y la libertad de expresión. Generalmente se fusionan ambos términos en uno solo, pero esto es un error. El primero lleva implícito un segundo sentido, el más profundo: el de libertad de empresa, que supone una íntima conexión del medio con los intereses de la economía y del poder político que los prolonga y ejecuta. El segundo está referido al albedrío del que un periodista dispone, dentro de ese marco, para verter sus opiniones sin padecer la censura.  Es sobre este precario compromiso que se verifica la relación laboral en cualquier medio de comunicación de masas.

Este compromiso discurre sobre un borde estrecho, que en el presente se ha transformado casi en el filo de una navaja. La concentración monopólica, la pretensión hegemónica del capitalismo salvaje y el proceso de globalización asimétrica que está en curso tensan las cuerdas de la vida social y contraen cada vez más el espacio para la libertad de expresión. La comunicación digital, la instantaneidad con que se difunden imágenes y noticias, y el bombardeo informativo, abruman al lector o telespectador, tienden a desconcertarlo e instalan al mismo tiempo un discurso único que, bajo la apariencia de una pluralidad de voces, repite siempre lo mismo en diferentes claves y registros. En esta marea el comunicador que quiera insertar un punto de vista políticamente diferente al imperante corre el riesgo de perder el empleo, salvo que se dedique a temas en los cuales las aristas problemáticas se difuminan un poco, como puede ser la crítica de arte y la cultura en general, aunque aún allí las emboscadas acechan. El único campo que escapa a la vigilancia son los programas de cocina… De ahí quizá provenga su multiplicación en los últimos tiempos. Dicho sea de paso, ¿se ha advertido que tras el cambio de gobierno en Argentina el único rubro que no ha experimentado bajas entre los conductores de la Televisión Pública haya sido Cocineros Argentinos?

Pero no quiero terminar esta breve reflexión con una nota irónica. El tema es demasiado grave. Durante mucho tiempo se ha llamado a la prensa el Cuarto Poder, queriendo significar con esto que existe como una fuerza de control distanciada de los otros poderes del estado, el ejecutivo, el legislativo y el judicial; como un factor en condiciones de vigilarlos. Y bien, esto, si fue relativamente cierto en algún momento de la historia, ya ha dejado de serlo. Los grandes grupos que concentran la información no son ya controladores del poder sino parte de este. Los periodistas que allí habitan y que no comparten la línea editorial deben hacer malabares para mantenerse dentro y mantener su dignidad intacta, o bien doblar la cabeza y asumirse directamente como escribas a sueldo. El desgaste psicológico y moral que resulta de esta situación no puede cuantificarse.

Los medios alternativos –Internet, las redes sociales- plantean expedientes para escapar a la servidumbre. Pero hay que convenir en que son expedientes de fortuna, en los cuales hay muchísimo material desechable y que solo en parte pueden contrabalancear un discurso único que se infiltra por todos los resquicios y  que a menudo hace gala de una perversión infinita. Como en los casos de Lanata o Tinelli, arquetipos de la manipulación informativa o especialistas en descerebrar al público a través de la pavada.

Resistir a este alud es difícil, pero no imposible. Buscar referentes serios en el ámbito del pensamiento político y de la formación universitaria, esforzarse por leer y ver más allá de la capa superficial con que se nos presentan las cosas, son expedientes indispensables para mantener la cabeza fuera del pantano y seguir luchando. 

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