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21
OCT
2016
Andrezj Wajda al comienzo de su carrera.
Andrezj Wajda al comienzo de su carrera.
El pasado 9 de octubre, a los 90 años de edad, falleció el cineasta polaco Andrezj Wajda. Su muerte cierra una época y dice adiós a la más brillante generación que el cine produjo a lo largo de sus 122 años de existencia.

Andrezj Wajda era el último representante de la pléyade de realizadores que dio el cine en los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial.[i] Por la altura estética, el compromiso moral y en ocasiones directa o indirectamente político; por el nivel psicológico y el concepto del filme como herramienta narrativa capaz de izarse hasta las cimas de la calidad expresiva, ese grupo de autores no ha tenido parangón. No fueron la generación más creadora –no fraguaron el lenguaje cinematográfico sino que lo tomaron ya hecho por los descubridores de sus herramientas y de la manera de emplearlas-, pero lo llevaron a su pleno nivel de madurez. No constituyeron una escuela y tampoco influyeron en el arte cinematográfico del mismo modo: cada uno poseía su propio mundo y sus fuerzas e intereses no tenían por qué ser iguales; pero, como floración de talentos surgidos de la atmósfera turbulenta de la posguerra, se ofrecieron como un fenómeno casi único. Ingmar Bergman, Luchino Visconti, Federico Fellini, Michelangelo Antonioni, Francesco Rosi, Andrezj Wajda, Andrei Munk, Akira Kurosawa, Yazujiro Ozu y Masaki Kobayashi fueron nombres de culto para los habitués de los cineclubes de la época, y con justa razón. Ubicados entre el neorrealismo y la nueva ola, dieron testimonio de un arte comprometido consigo mismo y al mismo tiempo abocado con mucha responsabilidad a transmitir el espíritu de una época poblada por los fantasmas del pasado, la amenaza atómica y un escepticismo respecto de los valores tradicionales que no excluía el deseo de que surgiesen otros nuevos. Aunque estos realizadores no propusieran de forma abierta a ninguno.

La obra de Andrezj Wajda es inescindible de la historia de su patria y de su propia experiencia de vida dentro de ella. Es el cineasta nacional por excelencia aunque, como debe ser, su visión nacional esté traspasada por una conciencia ancha del mundo. Hijo de un oficial que se contó entre los 22.000 militares, policías e intelectuales polacos liquidados de un tiro en la nuca por orden de Stalin en bosque de Katyn[ii], formó parte del Armia Krajowa, o “ejército del interior” que se enfrentó a los ocupantes alemanes entre 1939 y 1944 y protagonizó el levantamiento de Varsovia, donde prácticamente la agrupación dejó de existir como factor de peso como consecuencia de la feroz represión germana -solapadamente consentida por el ejército rojo, que aguardó sentado en la otra orilla del Vístula mientras los nazis aplastaban a las fuerzas resistentes que se habrían opuesto a la URSS no bien esta ocupara Polonia.

Esta experiencia podría haber instruido a Wajda en el cinismo. En cambio, le enseñó a sobrevivir sin renunciar a lo esencial de sus convicciones. “Al director de cine, Dios le dio dos ojos”, dijo en una oportunidad. “Uno para mirar por la cámara y otro para mirar a su alrededor”. La escuela de cine de Lodz, fundada en 1948 para comenzar a reconstruir la cultura polaca en una de las disciplinas esenciales del arte moderno, fue el refugio donde pudo plasmar su personalidad creadora, al amparo de la política cultural de un régimen comunista que si bien estaba sometido a la estrategia de la Unión Soviética, por las peculiaridades de la cultura polaca podía resistir al total enfeudamiento a Moscú. La rugosidad del temperamento polaco, su impermeabilidad al sometimiento, de lo cual los rusos sabían mucho por dos siglos de experiencia acumulada en un intento inútil de suprimir la identidad nacional polaca, y la influencia de la iglesia católica, componían una base a la cual era mejor dejar tranquila, siempre y cuando se cumpliesen las normas de la organización económica y se respetase la alineación de la política exterior con la fijada por el Kremlin.

Wajda se hizo conocer por entonces con una serie de filmes que, a mi entender, fueron lo más rico y potente de toda su obra, sin que esto signifique desmerecer lo mucho y muy bueno que rodó después. Pero la coincidencia entre su surgimiento como director y las primeras gotas del deshielo posterior a la muerte de Stalin en 1953 le permitieron abordar el tema de la historia contemporánea de su país con una audacia que antes no era posible. Si bien también por entonces, en los años del gobierno Gomulka y de la represión a sangre y fuego de la rebelión húngara de 1956, los límites de la libertad de expresión estuvieran muy acotados.

Salta aquí una de las paradojas que distinguen al arte: hay veces en que la coerción de la censura favorece al creador al obligarlo a refinar su lenguaje, a destilar la esencia de sus ideas en forma indirecta, subliminal casi, cumpliendo así una de las premisas de la narrativa, que indica que es mejor que las situaciones y los personajes no proclamen nada, sino que se dejen ser, simplemente, permitiendo así que el espectador forme sus propias opiniones, sin abrumarlo con el énfasis de las declamaciones o la perentoriedad de las conclusiones explícitas.

La guerra había sido la atmósfera en la que había transcurrido la adolescencia y la primera juventud de Wajda. Nada hay de extraño entonces en que al director polaco el tema lo tomara por la garganta en el momento en que hizo sus debuts en la dirección teatral y sobre todo la cinematográfica. Hijo de un militar asesinado por los soviéticos y ex miembro del ejército del interior que por un tiempo había seguido operando contra los rusos, su percepción del tema no podía sino ser problemática. El asunto lo perseguiría durante toda su carrera, pero la “tetralogía de la guerra” que lo lanzó al ruedo y a la fama constituye quizá el corpus más concentrado y rico de toda su obra. “Generación”, “Kanal”, “Cenizas y diamantes” y “Lotna” fueron, en especial las dos intermedias, uno de los testimonios más poderosos y duros de la narrativa cinematográfica de esos tiempos y siguen conservando su poder de convicción aún hoy. iii]

“Kanal” es estremecedora desde el comienzo. El director nos muestra a un grupo de combatientes polacos en las ruinas de Varsovia mientras se aprestan a hundirse en las cloacas de la ciudad[iv] –de ahí el nombre de la película, pues “kanal” es cloaca en polaco- para escapar de los alemanes. “Mirad estos hombres –dice la voz del narrador. Ellos son los protagonistas de la tragedia. Observadlos bien. Son sus últimas horas de vida”. Este exordio introduce de lleno al espectador en un drama sin salida. El descenso a las cloacas es un descenso que multiplica el infierno de la guerra en el que están ya sumidos. Su deambular en medio de la mierda es un barroco símbolo de la insensatez de la aventura bélica a la que el gobierno polaco en el exilio en Londres los ha empujado, en la creencia de que así podía poner a los soviéticos ante el hecho consumado de la liberación de la capital por las manos de los propios polacos. La imagen del cadáver de un viejo coronel con el pecho repleto de condecoraciones y flotando en las aguas llenas de detritus es elocuente en este sentido, como lo es la de la pareja de jóvenes amantes agonizando frente a la reja que los separa del sol y el aire puro. Hasta ahí los elementos implícitos del relato se acomodan con la hipótesis oficial del gobierno comunista. Pero, más allá de esto y del absurdo de la heroica empresa, hay un tributo a ese mismo absurdo en la persona de los mártires que lo asumieron. No hay alegatos, tan sólo existe la lucha cruda y desnuda por la supervivencia. Pero este mismo instinto vital es reconfirmado y a la vez trascendido por el capitán, al final de la película, cuando, tras salir de la cloaca en territorio amigo observa que no tiene a nadie detrás de sí salvo su asistente, pues este no ha comunicado al grupo la orden de seguirlo y los hombres se han perdido en las profundidades. Entonces, a pesar de saber que se dirige hacia una muerte segura y horrible, primero dispara sobre su ayudante y luego vuelve a la cloaca para buscar a su gente. La última imagen del filme queda como un tributo mudo y políticamente polivalente: una toma a nivel del suelo muestra la mano del capitán, empuñando una pistola, que se hunde por la boca del pozo. Este fotograma es uno de los finales más logrados del cine y se convertiría en un símbolo abierto a todas las interpretaciones y por lo tanto universal, que inspiraría la memoria colectiva del pueblo polaco, pero que también se transformaría en un referente de la lucha obstinada y desesperada contra la opresión de cualquier signo.

“Cenizas y diamantes”

El filme posterior de Wajda fue otro clásico. “Cenizas y diamantes” está emparentada con “Kanal” por el personaje del héroe, Maciek –interpretado por el actor fetiche de Wajda, Zbigniew Cybulski, quien pocos años después había de morir muy joven arrollado por un tren. Maciek usa lentes oscuros para proteger su vista de la luz solar como consecuencia de su peripecia en las alcantarillas de Varsovia durante el levantamiento. Pero el detalle también puede ser un símbolo de la oscuridad en que vive y de la pérdida de su sentido de orientación existencial y política a causa de todo lo experimentado. Los muchachos y muchachas de “Kanal” estaban perdidos en el laberinto de las cloacas, pero Maciek ya ha perdido el sentido de la orientación respecto a la vida misma. Al comenzar el filme tiene por misión asesinar a un funcionario comunista, pero falla y en su lugar abate a dos obreros de una fábrica que viajaban en un jeep que Maciek confunde con el vehículo del secretario. Luego el joven consigue llevar a cabo el asesinato del funcionario, pero en el ínterin ha ido perdiendo cualquier tipo de convicciones y ha empezado a soñar con el amor y con escapar de la insensatez que lo envuelve. No llegará a cumplir su sueño

La obra es una pieza tan barroca o más que “Kanal” por la calidad de los encuadres y por la pesada simbología que los envuelve. Pero, como la anterior, es fluida en la articulación del relato y toca, sin decirlo, uno de los puntos clave de la historia polaca por esos años: la relación entre el pueblo polaco y el comunismo. ¿Había que rechazarlo o aceptarlo? Era el tipo de problema que durante algún tiempo se planteó Czeslaw Milosz en libros como “La otra Europa” y “El pensamiento cautivo”, y que Wajda expresó muy bien en “El hombre de mármol”, una de sus películas “`políticas” más complejas, que gira en torno a un obrero “stajanovista” que se transforma en un héroe del trabajo por su entrega a su función y es usado como emblema propagandístico por el sistema. Wajda hubo de esperar hasta 1977 para filmar su película. Aún entonces la obra tuvo dificultades para ser exhibida y solo a rastras se consiguió sacarla para mostrarla fuera de concurso en el festival de Cannes, donde recibió el premio de la crítica. El tema de fondo de la pieza es la creencia y el desengaño respecto del sistema, de parte de un obrero que toma parte en la construcción del complejo metalúrgico de Nowa Huta, a mediados de los años 50. Al final, la estatua del obrero Mateuzs Birkut, que batió récords de colocación de ladrillos en el esfuerzo para levantar la fábrica, yace olvidada en un rincón y la memoria de quien fuera utilizado por el régimen se ha desvanecido, hasta que una joven documentalista la rescata para hacer la película que estamos viendo. Pero junto a ese drama, a las mentiras de la propaganda y a la frustración personal se levanta, pese a todo, el enorme complejo que los ha sobrevivido.

Otros filmes

El cine de Wajda estuvo siempre traspasado por la inquietud y los problemas de su tiempo y de la historia. Muy típica de esta vertiente esencial fueron “Sin anestesia”, sobre un periodista de gran prestigio que pasa por una grave crisis privada y que se ve traicionado por su mujer y por la cobardía o el arribismo de algunos de sus colegas; “Katyn”, sobre la masacre en la que pereció su padre; “Danton”, una reflexión sobre la revolución francesa que utiliza como parábola sobre la revolución comunista y le sirve para poner frente a frente dos concepciones de la historia, la irracionalmente purista del trágico Robespierre y la más corrupta pero supuestamente más humana de Danton. Más adelante, cuando los lazos de la censura no sólo se aflojaron sino que desaparecieron, Wajda perdería mucho de su peso expresivo. Su aproximación a Lech Walesa, el primer presidente de la Polonia poscomunista, daría una pátina de obsequiosidad involuntaria a su empresa narrativa. Hasta su muerte el director siguió defendiendo a la figura del líder de Solidaridad, a pesar de que este no tardó mucho –como tantos otros- en tirar por detrás del hombro los principios que había sostenido como conductor de los trabajadores, convirtiéndose en uno de los propagadores del neoliberalismo y la economía de libre mercado en su patria. Sólo en “Katyn”, sombría reconstrucción del episodio en el que pereció su padre, volvería Wajda a encontrar el acento trágico de su mejor época.

Pero este gran director polaco no fue tan solo un director político. Su filmografía es extensísima y parte de ella circula sobre carriles menos engarzados en la circunstancia histórica, aunque en ocasiones no por eso menos desgarrados e incómodos. “Las señoritas de Wilko”, “La boda”, “Lady Macbeth en Siberia”, “El amor a los veinte años” y, sobre todo, la magnífica “El bosque de los abedules”, así lo demuestran. Esta última, rodada en 1970, es una inolvidable película que aborda con delicadeza la tragedia de la condición humana. Un joven, incurablemente enfermo de tuberculosis y a pesar de ello impregnado de amor a la vida, busca refugio para morir en la casa de su hermano, un viudo que habita con su hija en el corazón de un paraje idílico, de bosques y lagos. El hermano sin embargo está carcomido por la sospecha de haber sido engañado por su esposa muerta. Se contraponen así las figuras de un moribundo lleno de vida y la de un hombre sano que se sobrevive. Del diálogo explícito o implícito entre ambas figuras y la pequeña que se asoma a la existencia brota una narración impregnada de un delicado lirismo que es una de las más logradas creaciones de Wajda.

Me temo que sería inútil reclamar la reposición de los mejores títulos del gran director polaco en las salas comerciales. Pero la informática, algunos comercios de video, Internet y las imágenes digitalizadas tienen la ventaja de que permiten la rebusca y el hallazgo de las joyas del cine. Sería conveniente que los jóvenes creadores o aspirantes a tales se aboquen a la tarea de hallar las piezas de los grandes realizadores de la década de los 50 y primeros 60. Encontrarán mucho de lo cual aprender y, sobre todo, hallarán la posibilidad de disfrutar del placer del arte. 

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[1] Por su edad, Roman Polanski está próximo a esa generación, pero la naturaleza de sus preocupaciones existenciales lo alejan algo de ese grupo y lo filian a una camada posterior de cineastas. Aunque una de sus películas más fuertes de alguna manera contradice este punto de vista: “El pianista” es una impresionante evocación del Holocausto y de la insurreccióon de Varsovia en 1944. 

 

[1] Polonia fue invadida el 1º de setiembre de 1939 por Adolfo Hitler, hecho que marcó el comienzo de la segunda guerra mundial. A las tres semanas de iniciadas las operaciones los soviéticos, amparados por las cláusulas del pacto Hitler-Stalin firmado días antes de comenzar la guerra, invadieron el oriente de Polonia, tras lo cual, con mayor rapidez aún que los alemanes, capturaron y deportaron a los oficiales y policías que  habían caído en su poder y a parte de la élite intelectual polaca. Entre abril y mayo de 1940 la policía política rusa, el NKVD, por orden de Beria y Stalin, procedió a exterminar a por los menos 22.000 de ellos, en el bosque de Katyn y en otros lugares.

 

Iii Las historias del cine ponen a “Generación” como la primera de esas películas y excluyen a “Lotna” de ese elenco, que se reduciría así a una trilogía. Me parece sin embargo que “Generación” se asentaba todavía en los parámetros del relato estalinista de la historia reciente de Polonia, que era inmadura y que escapaba a la complejidad de los puntos de vista que Wajda explayó en sus películas inmediatamente posteriores para abordar el mismo tema. “Lotna”, por otra parte, es una nueva crítica, más clara, más directa, pero un tanto artificiosa y redundante, al temperamento romántico polaco, caracterizado aquí por una yegua que pasa de mano en mano a medida que sus jinetes van cayendo en el primer mes de la guerra con Alemania. Digo artificiosa porque la famosa carga de la caballería polaca contra los tanques alemanes que sirve de núcleo anecdótico a película para fustigar al sentido de la épica polaca, nunca existió; fue un invento de la propaganda.

 

[1] Los polacos utilizaron las cloacas, en la última fase de la batalla por Varsovia, para comunicar entre sí a las zonas que habían sido rodeadas por los alemanes y escapar –provisoriamente- a su destino cuando uno de esos reductos era aplastado. 

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