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18
OCT
2017
"La Libertad guiando al pueblo", Eugène Delacroix, 1830
Tras meses de bambolla mediática en torno a la rebelión contra Maduro, poca atención ha prestado al triunfo del chavismo en las elecciones regionales. Y en Argentina un artículo de La Nación tiene miga para un comentario antes de la elección del domingo.

Si bien la situación económica de Venezuela sigue siendo tan agobiante como lo era la semana anterior, el chavismo logró un rotundo triunfo en las elecciones departamentales del domingo. A pesar de las consabidas denuncias de fraude que era de esperar esgrimiera la oposición y que siempre son desmentidas por los observadores neutrales, el resultado del acto eleccionario demuestra que la fuerza remanente del movimiento sigue siendo grande. El dragón “populista” respira todavía, pese al caos determinado por la inflación galopante, el desabastecimiento, la presión mediática contra el gobierno y la estela de muertes y destrozos causados por los disturbios protagonizados por la oposición y fogoneados por Estados Unidos. El “monstruo” se resiste a morir, a pesar de los vaticinios y de la propaganda de los medios oligopólicos de comunicación, fautores del bodoque informativo que hora tras hora atraganta o intoxica al público masivo.

No nos vamos a detener en la situación venezolana en sí misma: baste decir que a pesar de la ineficacia de la dirección del Movimiento V República –en casi veinte años en el poder no logró diversificar una economía que sigue dependiendo de la exportación del petróleo-, su aporte a la liberación social y a la mejora de las condiciones de vida del pueblo le ha significado un apoyo tan grande y profundo que ni siquiera sus errores, la corrupción de muchos de sus paniaguados y los desastres que le llovieron a partir del dumping petrolero decretado por Estados Unidos y Arabia Saudita, han podido terminar con él.

Esta perdurabilidad es extensiva a las otras fuerzas movimientistas que pueblan el horizonte iberoamericano. Cosa que irrita sobremanera a los portavoces del sistema oligárquico contra el que se rebelan esas multitudes. En consecuencia esos voceros viven pendientes del momento en que los movimientos populares pierdan vigor y se esfumen, como tantas cosas en estos tiempos de la posmodernidad, en el aire. Sin embargo, se resisten a hacerlo, a pesar de que en este momento, signado por un reflujo neoconservador en todo el subcontinente, las condiciones para ello sean propicias como nunca lo han sido. La coalición mediático-empresario-financiera orientada hacia el mercado global y la fuga de capitales ha conseguido triunfos resonantes, como son la victoria electoral de Cambiemos en Argentina y los golpes institucionales en Brasil y Paraguay, más el abrupto cambio de etiqueta del presidente Lenin Moreno en Ecuador. En este contexto la resiliencia del chavismo es insultante, y la afirmación nacionalista y popular del último retoño del peronismo anclado en Unidad Ciudadana se asemeja a una molestia a la que hay que sacarse de encima lo más rápido que se pueda.

En este último ámbito se está apelando a todos los recursos a mano: desde la persecución legal propulsada por un poder judicial domesticado, que instrumenta cualquier despropósito para poner un cerco a la ex presidente Cristina Fernández de Kirchner, a la persecución física y alevosa contra las personas, simbolizada por el caso de Milagro Sala, un ejemplo de la desvergüenza reinante en la satrapía jujeña de Gerardo Morales, capanga al viejo estilo.

Cuando para algunos la revolución se transforma en reacción

A los pensadores de la oligarquía posmoderna se les hace necesario generar de cuando en cuando alguna idea para justificar con argumentos “progresistas” su vocación antipopular y antinacional. Es así que para un analista de La Nación, Jorge Fernández Díaz, los viejos militantes que se soñaban revolucionarios se han convertido en reaccionarios.[i] Citando una bella frase de Franklin Roosevelt, argumenta que “un reaccionario es un sonámbulo que retrocede”. Y sostiene, con mala fe, que quienes se oponen al actual estado de cosas creen que nos ha ido “genial” en las últimas décadas y que los neoliberales vienen a quitarnos al paraíso. “Se niegan a ver que esta es una nación en picada…, donde lo único que se ha fabricado con éxito ha sido el fracaso”.

Uno se pregunta ante esta última aserción si el Arsat, el plan nuclear y el alto nivel tecnológico logrado por los científicos argentinos han sido un fracaso. Y también por qué, justamente ahora, estos se encuentran en peligro por los recortes presupuestarios practicados por el actual gobierno, al que el analista considera un adalid de los nuevos tiempos y del cambio.

Es obvio que el desarrollo argentino ha procedido a trompicones. Pero a la hora de imputar responsabilidades por los tropiezos, retrocesos o marasmos en los que nos hemos sumido, las que corresponden al establishment que representa el órgano que cobija al comentarista, son abrumadoramente superiores. Quizá absolutamente superiores, toda vez que proceden de una filosofía que no concibe al desarrollo como una gestión autocentrada que valoriza ante todo la evolución del conjunto social como un todo, sino que lo entiende como el acople de un sector económico predominante a la corriente mundial del tráfico. Proviene de una “burguesía compradora” a la que no le ha importado ni le importa la suerte de la mayoría de los ciudadanos del país ni su soberanía, sino a la que le interesa de manera excluyente un enriquecimiento sectorial al que solo puede concebir en conexión a un poder externo. Este sector, este sistema, ha regido la suerte de la Argentina a lo largo de casi toda su historia y, tras un éxito parcial al construir el modelo agropecuario exportador que tenía vigencia en la época del Centenario, fracasó de forma estrepitosa cuando se negó a salir de ese encuadre, tan cómodo para él, al producirse la crisis mundial de los años 30.

A partir de entonces los intentos de construcción alternativa que hubo en Argentina y que protagonizó básicamente el peronismo fueron combatidos con saña y socavados con pertinacia, con el argumento, primero, de que las tentativas de industrialización eran inútiles y un despilfarro que distraían al país de su fuente primaria de recursos. “Hay que volver al campo”, ese era el verso dominante. Lamentablemente no eran solamente teóricos los argumentos que el establishment manejaba. Una triste ristra de golpes de estado, derramamientos de sangre, dictaduras militares y masacres programadas, jalonaron nuestra historia desde 1955 en adelante, saboteando o dejando manca cualquier construcción positiva. Pues estas sólo tienen posibilidad de realizarse en el largo plazo.

Hoy estamos viviendo una etapa más de este “corsi e ricorsi”. Ahora, por supuesto, el sistema dispone de un sensacional elemento para imponer su orden sin apelar a las armas o al fraude electoral: la saturación mediática del público. Es esta -y, convengamos, también los errores e insuficiencias en que ha incurrido los gobiernos populares-, lo que ha desvalorizado el debate y ha puesto a las tendencias nacional-populares en la cuerda floja.

Nuestro comentarista dice que la Argentina está acechada por la robótica y la revolución de la tecnología y por una serie infinita de mutaciones globales y que a pesar de ello es precisamente un lugar donde “circula la peregrina idea de que la eficiencia y competitividad son los instrumentos de dominación del imperialismo. La estupidez también es un derecho inalienable”. En otro momento también sostiene que el país está enviciado con “caciques que se enriquecieron con el viejo régimen endogámico, y que permanecen metidos en sus caparazones corporativos, en sus quioscos de viveza, en sus mafias de sector, en su confort de mediocridad. Burócratas, sindicalistas, empresarios”.

Se podría aducir que atribuir a diestra y siniestra la acusación de incompetencia e ignorancia no deja de ser una estupidez no menos inalienable, pero preferimos agarrarnos del primer argumento para decir que, indiscutiblemente, cualquier prognosis sobre el futuro de la Argentina habrá de tomar ese tema en su debida cuenta, dado que afectará al movimiento social y a la naturaleza del trabajo en un grado importante y actuará en un plano de movilidad permanente. Pero respecto a lo segundo uno no puede sino quedar boquiabierto: ¿de qué mejor manera se puede describir a la corporación, al régimen, que el artículo respalda, si no es atribuyéndole a sus miembros esos mismos defectos, sólo que a una escala multiplicada por mil? Habitués de las prácticas mafiosas, fugadores de capitales, en consecuencia potenciales traidores a la patria; ladrones de guante blanco, lobbystas empecinados, incultos (discursean en inglés mejor que en castellano), duros practicantes del “animémonos y vayan”, inventores de “corralitos” que hoy vuelven a despuntar en el horizonte como resultado del alocado endeudamiento a que nos han lanzado para cubrir el déficit por ellos fraguado al profundizar la grieta social con un ajuste que rige tan solo para los que tienen menos, mientras las transnacionales y el sistema bancario se hinchan con la eliminación de impuestos y retenciones y, en vez de protagonizar el ansiado “derrame”, siguen fugando la riqueza hacia el mercado global… Si estos son los síntomas de su comprensión revolucionaria de la realidad deberemos decir que no aceptamos esa revolución.

Esto no afectaría a nuestro analista; al contrario, se sentiría justificado. “Sus relojes retrasan, ¡vaya!”, nos espetará en la cara. “A confesión de parte…”, añadiría. Pero ocurre que una revolución discurre sobre diferentes planos. Uno objetivo, marcado eventualmente por la modificación de las condiciones de vida, por las mutaciones climáticas, por el impacto de la tecnología y por la conmoción que lo acompaña en el seno de masas humanas muy considerables. Y otro, subjetivo, en el cual se determinan cuáles son las opciones a tomar frente al fenómeno. Hay quienes prefieren nadar en la corriente y sacar partido, y hay quienes también intentan nadar, no contra ella, sino tratando de gobernarla con un fin superior. Entre los primeros, los “realistas”, la desigualdad es un hecho inevitable y se eligen a sí mismos para formar parte del grupo superior. Entre los segundos, los “románticos”, “utopistas” o como quiera que se les llame (“reaccionarios”, para el redactor del órgano de los Mitre), la cuestión pasa por ver si se pueden enmendar o moderar los hechos de acuerdo a normas que tomen en cuenta la salud de las mayorías. Para los primeros la desigualdad es un hecho permanente, que sólo se atenúa espontáneamente, de acuerdo a las reglas inespecíficas del mercado, durante períodos cíclicos; para los segundos, este fatalismo propio de los sectores privilegiados es una falacia que debe ser combatida apelando a los recursos que se tienen al alcance, por insatisfactorios o insuficientes que sean.

Para esto, por supuesto, es preciso ejercitar una autocrítica no complaciente, que asuma la existencia y el volumen de los problemas. La negativa a hacerlo, a hacer las cuentas con la realidad y a actuar en consecuencia, son en efecto factores que nos traban y a los que se debe en parte el estado actual de las cosas en la Argentina. No habrá solución para nosotros si no acabamos con la dispersión de energías en disputas secundarias, si no se fija un programa de hierro que apunte a una dirección que no debe ser renunciada. No es posible que cada avance en la vía de la recuperación de la soberanía y la justicia social sea borrado al día siguiente por la persistencia de un establishment que permanece, intocado, en la cúspide los negocios desde la independencia a esta parte. Este bloque que se niega a cambiar de carácter simboliza, él sí, la constancia de la reacción. Removerlo es esencial para crecer adecuándose a la corriente de los hechos, gobernándola en la medida de lo posible.

No hay soluciones mágicas ni instantáneas. Hay que afirmarse a través de las circunstancias, que siempre son imperfectas. En este sentido votar el domingo por las variables de Unidad Ciudadana en todo el país es una manera de afirmar en lo posible un frente nacional que se tambalea ante la ofensiva neoliberal y la nueva erupción del sistema que ha congelado a la Argentina en la función de vagón de cola del capitalismo global. No es la panacea, pero es un paso en el sentido correcto. Después se verá. 

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[i] “La cruzada de los nuevos reaccionarios”, en La Nación del domingo 27 de septiembre de 2017. 

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