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30
ENE
2018
Luiz Inacio Lula  da Silva, el mejor brasileño.
Luiz Inacio Lula da Silva, el mejor brasileño.
Envalentonados por la impunidad y la aparente aquiescencia de parte de una opinión pública domesticada por el lavado de cerebro practicado por los mass media, los establishments suramericanos prosiguen su ofensiva antidemocrática.

Luiz Inacio “Lula” da Silva ha sido  condenado a 12 años de prisión por el tribunal de apelación en segunda instancia de Porto Alegre, sentencia que debe ser confirmada por el mismo tribunal una vez que evalúe la solicitud de aplazamiento planteada por la defensa para recibir una explicación de la sentencia. De ser rechazada esta, como es de prever sucederá, a Lula le quedaría tan sólo apelar al Tribunal Supremo antes de ingresar a prisión. En cualquier caso, los obstáculos entre el dirigente del PT y candidato a volver a ocupar el puesto de presidente de la república que ya ocupara por dos mandatos, se están revelando insuperables. El camino a Planalto parece bloqueado. Al ex presidente le ha sido también retirado el pasaporte por uno de los jueces que entiende en sus causas,  quien estima que “es público que algunos de los aliados políticos del ex presidente, que buscan politizar los procesos judiciales, han pensado hasta en un eventual pedido de asilo”. Algo parecido al “poder residual” que el juez Bonadío y otros cortados en su mismo modelo otorgan hipotéticamente a los supervivientes del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.

El dirigente más querido por el pueblo brasileño, el hombre que promovió una reforma en las condiciones de vida en las masas profundas de su país y sacó de la miseria a decenas de millones de sus compatriotas, purga así el pecado de ser un hombre salido del seno de la clase obrera y de no pertenecer a la élite corrupta que ha solido controlar la política y los negocios en nuestro gran vecino norteño. La acusación que se le dirige sería ridícula si no fuera indignante: haberse beneficiado con el regalo de un departamento por parte de una empresa vinculada a los sobornos del Lava Jato, que involucran a la estatal Petrobras. Este insignificante y presunto delito –pues no hay pruebas fácticas que condenen a Lula, sino sólo “sospechas e indicios”-, será suficiente para hacer oídos sordos a la voluntad popular y para apartar del camino a un dirigente que sin duda convoca las esperanzas de la mayoría de la opinión brasileña y que durante sus mandatos encabezó una movida regional direccionada hacia la desconexión de la dependencia de Estados Unidos y a la consolidación de un bloque suramericano que pudiera medirse en mejores condiciones con los poderosos de este mundo. Los defectos de su gobierno no provinieron de lo que hizo, sino en todo caso de lo que no hizo: de su falta de fuerza, su temor o su incapacidad para actuar a fondo contra los factores de poder oligárquico que, desde la gran propiedad, la gran finanza y los medios, corroyeron su gobierno con el sabotaje y la maledicencia. No fueron defectos sólo suyos;  otros gobiernos latinoamericanos hicieron lo mismo y pagaron, y nos hicieron pagar, el mismo precio. Lo cual debería estar dejándonos la lección de que cuando una fuerza popular bien inspirada llega al poder, no debe abandonarlo hasta al menos estar seguros de que la burguesía transnacional compradora ha sido dejada en condiciones de no seguir haciendo daño. Claro que para eso debe existir esa  “fuerza popular bien inspirada”. O al menos debe estar presente una efectiva voluntad para crearla, cosa que, a estar por lo que vemos, todavía no aparece por ningún lado.

De modo que hemos de limitarnos a asentar nuestra protesta. La expulsión de Lula del espectro electoral brasileño es una vergüenza. Una canallada, si se atiende a la catadura de la clase política y judicial que ha tomado en sus manos este “mani pulite” a la brasileña, cuya corrupción es universalmente reconocida y cuya miserabilidad está ratificada por la suba de los títulos en la bolsa de San Pablo no bien se conoció la condena. 

Porque no es cuestión de ponerse a examinar el caso con lupa jurídica, sino política; se sabe que con la primera puede condenarse o absolverse todo y, lo que es más grave, haciéndolo con un perfecto sentido de las desproporciones: un delito menor puede ser condenado con muchísima más severidad que una transacción comercial equivalente a la entrega de la soberanía nacional o a una fuga de capitales que se equivale a una pura y simple traición a la patria. Y esto sólo si el mayor delito es de veras sentenciado en algún momento con un veredicto de culpabilidad (cosa que nunca ha sucedido) y no permanece, como se estila, como un dato que ilustraría la “seriedad” de los gobiernos del sistema: como un elemento definidor de una conducta que supondría realismo e “inserción en el mundo”, según  lo subrayan los oligopolios mediáticos. La política –entendida como el espacio donde se ventilan los intereses económicos, los de clase y las ideologías que los expresan e intentan darle forma- es por lo tanto el referente obligado para entender el trasfondo de las argumentaciones leguleyas que regulan la vida social.

En Ecuador, por ejemplo, el flamante presidente Lenín (!) Moreno consuma su voltereta política apelando al expediente de convocar a un referéndum para declarar inconstitucional la reelección presidencial, con lo que cerraría el paso a Rafael Correa para su eventual retorno al gobierno. El caso ecuatoriano es otra advertencia acerca de los peligros de dejar las cosas a medio hacer. La hostilidad del establishment contra Correa era cosa establecida, y aparentemente el ex presidente intentó distender la situación propiciando como su sucesor a un hombre que se distinguía por su moderación y que parecía ofrecer asimismo garantías de lealtad hacia su persona y hacia la continuidad de su proyecto, dado que había fungido como su vicepresidente durante dos  mandatos seguidos. Pero no había tal cosa. Usando como caballito de batalla el lema de la lucha contra la  corrupción, embistió simultáneamente contra algunos excesos del gobierno anterior (del que recordemos había formado parte, no sólo como vicepresidente sino como representante ante las Naciones Unidas), y también contra su política económica, simultaneando la aproximación a la fuerzas opositoras a Correa con la aplicación  de políticas de austeridad económica y ajuste.

El cinismo de los sectores mandantes del establishment ha llegado a niveles tales que uno se pregunta cómo hacen algunos referentes del frente opositor, aquí y en otras partes, para atribuir, o fingir que atribuyen, a “un error” la persistencia de políticas direccionadas a destruir las conquistas sociales y a renunciar a los atributos de la soberanía, privilegiando aún más la riqueza y destruyendo todo atisbo de desarrollo independiente asociado a un emprendimiento común entre naciones vecinas para lograr un poco de presencia autónoma en los foros de la economía global. No hay “errores” en este quehacer que se ha escenificado infinidad de veces en la historia de nuestros países. Hay coherencia y persistencia. Una vez más se está frente a un intento coordinado de demolición de Latinoamérica como factor emergente, para devolverla a su vieja condición de “patio trasero” de Estados Unidos. Condición que nunca se había perdido del todo, pero de la cual había habido señales vigorosas de que nos estábamos independizando.

¿Hasta cuándo durará este estado de cosas? Se tiene la impresión de que los “corsi e ricorsi” de la política latinoamericana están agotándose. No se puede seguir a los trompicones con la historia. En algún momento el destino va a quedar sellado, en un sentido o en otro. Antes se tergiversaba el pasado, pero este existía aún. Ahora parecería que estamos  frente a un intento deliberado de cancelarlo. ¿No fue al presidente del Banco Central Federico Sturzenegger a quien le preguntaron sobre el borrón del pasado que suponía suprimir la imagen  de los próceres en los billetes y reemplazarlos por animales autóctonos?  A lo que el funcionario habria respondido: “Allá adonde vamos, la historia no nos hará falta.”

 

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