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14
MAY
2019
La formación de una clase dirigente digna de tal nombre es una de las tareas inconclusas de la Argentina. A la vuelta de tantas crisis, ¿comenzará a gestarse una?

El país se encamina, bamboleante, hacia el final del gobierno de Cambiemos. Esta organización o mejor dicho esta combinación política hizo honor a su nombre: cambió muchas cosas. Pero todas para mal. Lo ha hecho hasta extremos que la gran mayoría de quienes lo votaron o que le allanaron, voluntaria o involuntariamente, el camino, creyeron que era imposible. La devastación instrumentada por el gobierno Macri no tiene paralelo en la historia argentina y ha supuesto una gran derrota. La pequeña y mediana industria está paralizada, el desempleo impera, se propagan enfermedades que antes estaban acotadas por la salud pública, el crédito no existe o es leonino (lo que viene a ser lo mismo); la ciencia y la tecnología se han frenado en su desarrollo, las fuerzas armadas están reducidas a su mínima expresión y  no se les fija otro objetivo que no sea el combate al narcotráfico; la inflación es galopante y la deuda frente a los organismos financieros internacionales, inexistente al principio de la gestión, compromete teóricamente al país a un siglo de servidumbre para satisfacer el repago de empréstitos contraídos irresponsablemente para financiar el desabastecimiento de las arcas del estado. Desabastecimiento generado por la libre flotación del dólar, la licuación del peso, la eliminación de las retenciones, la fuga de divisas, la bicicleta especulativa y los negocios del círculo de los amigos.

No hay inocentes en este desastre. Por supuesto, unos son mucho más culpables que otros pero, como país, todos somos, de alguna manera, responsables de este ejercicio de desmemoria que nos llevó a la catástrofe. ¿Cómo no se pudo iluminar a los olvidadizos  respecto a quiénes eran los que venían en el caballo de Troya de Cambiemos? ¿Cómo tanta gente pudo ignorar la historia que nos ha habitado a lo largo de nuestra existencia como nación y, sobre todo, cómo se pudo dejar de lado la experiencia de lo sucedido desde que la casta oligárquica quedó descolocada respecto al mundo en el que había prosperado y, en vez de adaptarse a la nueva realidad, se esforzó con una furia demente en aferrarse al pasado y en pretender, una y otra vez, regresar al país factoría, a la semicolonia privilegiada de ocho millones de habitantes? A esa factoría que, contra toda lógica, los epígonos de la vieja oligarquía ahora pretenden reinventar volviendo hacia atrás el reloj de la historia. Pero si incluso tienen el tupé de decir que quienes creemos  que ese mundo está acabado somos reaccionarios, pues son ellos los que van en el sentido de los tiempos.

Es cierto que las fuerzas del libre mercado en este momento campan por sus fueros en gran parte del el mundo. Pero el catálogo de desastres que acarrean y el continuo aumento de las amenazas que se ciernen sobre el mundo no presagian nada bueno. En especial para un país como el nuestro, si sigue empeñado en ignorar la gravedad de la hora y en evitar la crítica y sobre todo la autocrítica respecto del camino que nos trajo hasta aquí.

No hay mucha autocrítica que esperar de quienes  hoy nos gobiernan. Si hay algo que los distingue es su indiferencia respecto a la verdad. Se han formado en el mundo de la comunicación distorsiva y las “fake news”, herramientas con que las fuerzas que los manejan los han instalado ante la consideración pública. Debe decirse además que  no hay punto de comparación entre ellos y los personajes de la clase patricia que dio  forma al país que añoran. Los exponentes del viejo patriciado exportador, contrabandista y supresor de la resistencia del interior a la configuración del país dependiente y escindido del espacio geopolítico natural de los países del Plata, eran  una clase dirigente, nos guste o no: tenían un proyecto limitado y mezquino en relación a la inmensidad del país que habían llegado a dominar gracias al control de las rentas del Puerto, pero estaban en condiciones de ponerlo en marcha. No les faltaban agallas ni recursos intelectuales; eran capaces de esgrimir la espada y la pluma. Uno de sus retoños, el capitán Dominguito Sarmiento, completaba con estas líneas la última carta a su madre antes de caer en Curupaytí:   “22 de septiembre de l866. Son las diez de la mañana. Las balas de grueso calibre estallan sobre el batallón. ¡Salud, mi madre!”

¿Alguien imagina a cualquiera de los “muchachos del Newman” en una actitud tan gallarda?

Las generaciones que los siguieron perdieron su naturaleza dirigente y combativa para convertirse apenas en una clase habiente, es decir, unos señoritos capaces de tirar manteca al techo, construir una bella capital y también de agredir con ferocidad a quienes intentaban alterar la comodidad del estatus quo. Provistos de una psicología de herederos, no fueron capaces de alterar su tendencia al parasitismo devenida de su condición de patrones de estancia entregados al disfrute del ciclo bucólico de las pariciones y las mieses; no se les ocurrió cambiar el modelo económico cuando a este los tiempos se lo llevaron puesto; sólo se movieron para atacar a quienes, desde el peronismo, conseguían forjar la primera experiencia democrática de masas que intentaba cambiar la matriz de la economía nacional.

Pero, ¿cómo definir a la tropilla del “mejor equipo gubernamental” (Macri dixit) que llegó al gobierno en diciembre de 2015? Más que de clase dirigente e incluso de clase habiente convendría hablar de una asociación ilícita. ¿Cómo denominar si no a un gobierno de CEOS   representantes de grandes empresas de energía, de los pool de siembra y de la gran banca internacional, cuyo único interés fue favorecer a sus entidades con espeluznantes alzas de tarifas, con el subsiguiente descalabro de la economía nacional y con la reorientación de esta a la generación de productos primarios y al aliento a la banca especulativa? Los primeros y casi únicos beneficiarios de este brutal  traspaso de la riqueza fueron los grupos concentrados y sus representantes encaramados en el gobierno, con contactos internacionales y que encuentran “comprensión” –ya que no inversiones- en los mercados de capitales. Sólo el FMI se atreve a avalar al gobierno neoliberal que tan bien lo representa y a prestarle sumas exorbitantes. Pero, ojo, son sumas que hasta el momento han llegado aquí tan sólo para enjugar los intereses de la deuda o para fugarse tras haber hecho una buena cosecha de dinero invirtiendo en Lebacs, Lelics o cualquier otro ingenio bancario inventado para distraer al dinero de la inversión genuina. Y existe la incógnita de si su provisión se extenderá después de octubre, si el resultado de las elecciones nacionales se revela adverso a Cambiemos.

Al otro lado de la grieta

Del otro lado de la barrera –o de la grieta, como se usa decir- el panorama es difuso. Como siempre desde hace 73 años, el peronismo es el factor más inquieto y potencialmente vigoroso del escenario político. Pero lo devoran sus diferencias y, seamos sinceros, unos defectos en los cuales se reconocen muchas de las falencias del temperamento argentino. Hasta cierto punto esto mismo reconcilia con él, porque revela su idiosincrasia nacional, pero también expone las debilidades de esta sociedad en cuanto a su capacidad para forjar un instrumento que sea idóneo para sacudirnos el yugo que supone la colusión del núcleo conductor del capital local con el gran capital imperialista, núcleo desprovisto de conciencia nacional y de responsabilidad social.

Este grupo dominante, sin embargo, no se sostendría por sí solo si no contase con el sostén de vastas capas de clase media que no terminan de visualizar las coordenadas profundas de nuestra historia y que son víctimas de una doble obsesión: la de no caer o recaer en las filas de las capas más bajas de la población, y la de un resentimiento de clase teñido de racismo hacia los estratos más pobres, de los que creen diferenciarse por el color de la piel. Es esa una de las razones por las cuales el peronismo ha sido siempre importante: en su precipitado social los tintes se han mezclado y la democracia se ha realizado efectivamente dando, no sólo voz y voto, sino también protagonismo a personas provenientes de todos los estratos de la comunidad, sin atender al matiz de la piel.

Pero las cosas no son tan sencillas. Esta innegable virtud ha sido contrabalanceada hasta cierto punto por el “estilo” peronista. Consecuencia de la deformación profesional heredada de su fundador, que combinaba lucidez y simpatía con un personalismo verticalista engendrador de un exclusivismo irritante para quienes no pertenecieran a la tribu, es decir, al movimiento, el fenómeno peronista podía y puede suscitar adhesiones, pero también desconcierto en las personas que no militan en él. Vastos  sectores de esa clase media que, como decíamos, es propensa a caminar a la deriva oscilando entre la veta  popular y el rechazo hacia esta, se erizan ante manifestaciones agresivas e incluso extemporáneas como las que ha habido ocasión de contemplar en la tele de parte de personas como Guillermo Moreno y Aníbal Fernández. Cito a estas dos figuras porque tuve oportunidad de verlos recientemente en dos despliegues de agresividad que, para mí, resultaron gratuitos. Las jactancias de Moreno acerca del carácter intransferible y exclusivo de la “naturaleza peronista”, y escucharle decir que en “una de esas”  admitimos en el frente nacional incluso a algún marxista “, son expresión de un espíritu de capilla perfectamente inútil y que discurre en el peor estilo de los “piantavotos de Felipe II”, como calificaba Perón a ciertos nacionalistas trasnochados. Y es inútil que me digan que se trató de un rasgo de humor: ya se sabe que detrás del humor suele haber premisas y sentimientos bien arraigados. En cuanto a Aníbal Fernández, me chocó la forma destemplada con que trató a su entrevistador Marcelo Slotowiazda ante preguntas que en definitiva podía ser respondidas –o eludidas- de manera educada. Y conste que no me molestan esos personajes  y que disfruto de algunas de sus apariciones en televisión –en especial las de Aníbal- porque su discurso es directo y tiene el mérito de un áspero sentido del humor y de la franqueza. Pero el humor no debe ser vehículo para la jactancia y el espíritu sobrador, así como la franqueza puede prescindir del hostilidad. Y no importa que el sistema se valga de la calumnia y la mentira sistemática para encubrir la realidad. Esta se abrirá paso si se la expone sin fiorituras y se la acompaña de un plan alternativo para comenzar a salir del impasse una vez verificado el positivo cambio de gobierno que auguramos se produzca. Las líneas generales de ese cambio han sido definidas en varias ocasiones por los especialistas y han sido recogidas en esta columna.

La cuestión central consiste, sin embargo, en saber cómo se formará el frente nacional, cosa peliaguda, y en cómo se articulará el debate con el FMI (es decir con el gobierno de los Estados Unidos). Pues este va a ser parte del asunto: es evidente que Donald Trump y su equipo tienen la mirada puesta sobre la Argentina, pues de otra manera no se explica que Washington consienta la violación de las pautas estipuladas para la concesión de los gruesos créditos del FMI a un gobierno en bancarrota, autorizando al Banco Central a operar en la zona de no intervención cambiaria, y permitiendo al gobierno de Macri incumplir los compromisos del acuerdo. Como lo señala Alfredo Zaiat en un importante artículo de Página 12[i], esa actitud “ratifica que Estados Unidos a través del Fondo está jugado a sostener a un gobierno débil. Se trata de una decisión geopolítica, que se reconoce en el deseo de frenar el regreso de populismo al que asocian con la expansión de China en la región”.

Ahora bien, ¿no podría EE.UU. jugar la misma baza negociando con un gobierno fuerte que defienda los intereses nacionales sin desatender las pesadas realidades de la geopolítica que nos impone la proximidad con la superpotencia del norte? Después de todo, ese fue el cálculo sobre el que pivoteó el plan Marshall y permitió a Europa salir del desastre en que la había sumido la 2da. Guerra mundial. No es probable que esto suceda ahora, pero se trata de un argumento para manejar dadas las circunstancias –nada propicias- en que se encontrará el país después del 10 de diciembre.

En cuanto a la formación del frente nacional que deberá encarar las elecciones de noviembre parecería que la candidatura de Cristina Kirchner está abriéndose paso. Es sin duda la que convoca más adhesiones, aunque también más resistencias. Su marcha podría hacerse irresistible, si no cae en una de las muchas emboscadas judiciales que el poder fáctico –político, mediático, judicial- se empeña en tenderle. Aquí una vez más el problema del estilo, de la comunicación carismática y de la habilidad para explotar las armas del enemigo –su poder de saturación e intoxicación informativa- serán decisivos para conformar el ariete político que será necesario para barajar y dar de nuevo. Sin embargo, la indefinición de la ex presidenta respecto a su candidatura, su renuencia a definir su papel y el juego de suspenso que mantiene, demoran la definición de una fórmula, la articulación de un frente y la redacción de un programa que urge fijar. Una vez más, el estilo se revela como un componente decisivo para la gestación de una política. Respetuosamente, que se apresure, por favor. 

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[i] Alfredo Zaiat: “Estados Unidos de Macri”, Página 12, del 12 de mayo.

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