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08
ENE
2023
Pocas veces después de 1945 el tablero internacional se ha mostrado tan activo e impredecible como ahora. Sus directrices marcan un rumbo de colisión.

El 2022 representó un punto de inflexión. No porque en el año que acaba de fenecer hayan cambiado las coordenadas por las que se mueve el curso del mundo desde, al menos, la caída de la URSS, sino porque esas directrices se agravaron, profundizando sus características.

El periplo mundial que arrancó en 1992 consistió, en un primer momento, en un triunfo indiscutible del modelo capitalista en su peor versión. La implosión soviética obedeció a una incapacidad de las superestructuras burocráticas de la URSS para adecuarse al ritmo del cambio tecnológico precipitado por la revolución informática y también, esencialmente, por la corrupción intrínseca de muchos miembros de la nomenklatura, predispuestos a erigirse en una neoburguesía mafiosa aprovechando el control que ejercían sobre los grandes medios de producción para transformarse, una vez que el estado soviético colapsara, en los dueños de estos.

Desde luego, la presión de occidente, ejercida al obligar a Moscú a un enorme gasto militar para contrarrestar iniciativas como “la guerra de las galaxias” y al mismo tiempo atraerla a la dinámica de un mercado mundial para el cual no estaba preparada, fue determinante para resquebrajar una economía que se encontraba en retardo respecto de la obligación que se había autoimpuesto de competir como la segunda potencia del régimen bipolar surgido de la guerra fría. La tensión se incrementaba en razón de que, en ese escenario de crisis, mantener la sujeción política de los países de la Europa oriental para conservarlos en la condición de glacis defensivo en prevención de otro ataque proveniente de occidente (como lo fuera el de 1941) era inviable.

La disolución de los lazos que unían a los países del Pacto de Varsovia, precipitada por decisión de Mijaíl Gorbachov, agravó las tendencias centrífugas que trabajaban a la URSS y terminó con la fractura del estado soviético, por la traición (no veo con qué otro nombre pueda llamársela) consumada por los presidentes de Rusia, Bielorrusia y Ucrania, quienes en las honduras del bosque Belavezha firmaron la independencia de sus respectivas repúblicas, desconociendo los resultados del referéndum que meses antes había expresado un abrumador apoyo al mantenimiento de la Unión Soviética, de la cual Gorbachov era presidente.

Lo que vino después fue el saqueo del estado y de la riqueza soviéticas, la fractura del país, la secesión de Ucrania, algún episodio de guerra civil larvada o abierta, la guerra de Chechenia, la liberalización a raja tabla de la economía de acuerdo a los preceptos del FMI, el debilitamiento militar, la pérdida de influencia internacional, la pauperización de parte de la población y un desconcierto generalizado entre ella.

A enmendar este caos vino Vladimir Putin, un emergente de la policía secreta soviética…, o rusa, pues la Oprichnia de Iván el Terrible, la Ojrana zarista, la Checa leninista, la NKVD estalinista, la KGB o el FSB actual siempre han sido la rueda de auxilio del estado ruso. Y en algunas ocasiones su reemplazo.

Pero el caso es que Putin vino a restablecer el poderío ruso, no el soviético. En todo momento procuró mantener una relación amena con los “socios” de occidente, no cuestionó el carácter capitalista de la nueva Rusia y mantuvo los lazos con los “oligarcas” de la neoburguesía en la medida en que estos respetaban sus decisiones dirigidas a erradicar a los núcleos más anárquicos del capitalismo salvaje, que también eran los más ligados al mercado global.

Encono

Nada de esto modificó, sin embargo, la predisposición hostil que Estados Unidos y sus socios tenían frente a cualquier reviviscencia de la potencia rusa, a la que se esforzaron en acorralar violando el pacto verbal acordado con Gorbachov en el sentido de no extender la OTAN a los países de Europa oriental que habían sido satélites de la URSS. Este curso de acción ha sido incesante y ha culminado con el estallido de la guerra en Ucrania, donde la injerencia norteamericana cruzó la línea roja demarcada por Putin y terminó provocando la intervención de este en una “operación militar especial” de curso cambiante, en la cual las cosas no le salieron al Kremlin tan bien como aparentemente había calculado.

Washington por ahora cree llevar ventaja: Rusia debe presenciar la “fuga” de Finlandia y Suecia hacia el manto protector de la OTAN, abandonando su tradicional neutralidad; afrontar gravosas sanciones económicas y soportar ser convertida en el paria de la política internacional, mientras la guerra en Ucrania no termina de definirse.

Se trata, en realidad, de una impresión engañosa, pues el rebote de las sanciones económicas está afectando más a los países de Europa occidental que a la misma Rusia, socavando el confort de sus sociedades y llevándolas a cuestionarse acerca de cuáles son las ventajas de la alianza norteamericana, que la empuja a una crisis energética que tiende a transformarse en social, y a un peligroso nivel de rispidez en su frontera con el gran vecino del Este.

Rusia, por su parte, parece haber efectuado un giro copernicano en su eterno deseo de conectar con occidente para ser parte de este, y haber decidido, por ahora, gravitar hacia Asia, para ser parte de un gran bloque de poder euroasiático que configure finalmente y dé proyección concreta al “Heartland” o “Corazón del mundo”, teorizado por la geopolítica.       

Lejos de tomar en cuenta estos factores, los dirigentes europeos del conglomerado liberal-democrático al servicio del turbocapitalismo globalizador, siguen hasta el momento apegados a las directrices que emanan de Washington y de su secuaz, la Gran Bretaña. O mejor dicho, del establishment que controla los destinos del viejo imperio.

¿Esas directrices nos llevarán inexorablemente a la guerra? ¿A la guerra en gran escala, a la “all out war”, convencional o nuclear, sin restricciones y a la escala del planeta?

Quién puede saberlo. La cuestión es que el sistema imperialista encabezado por el bloque anglosajón está dando todos los pasos que nos acercan a esa línea demarcatoria. A poco que sigamos la prensa y los medios se hace evidente que el compromiso bélico que proyecta Estados Unidos se plantea a la dimensión de Europa y Asia, del Atlántico y del Pacífico, de los mares que pretende cruzar la Ruta de la Seda y de los territorios que esta pretende abarcar. El objetivo prioritario es China. Hay que contener su crecimiento, detener su expansión. Rusia, en este sentido, es el enemigo militarmente más peligroso, pero económicamente no comporta las enormes posibilidades de su socio asiático. Desmembrar Rusia y reducirla al estatus de potencia menor es la forma que tendría el conglomerado globalizador neocapitalista de despojar al primer blanco, China, del aliado que necesita para sostenerse frente a unas amenazas que no cesan de crecer y que con el lanzamiento del AUKUS (Australia, Reino Unido, Australia, por la sigla en inglés) se inserta como una flecha en el flanco del gigante asiático, que debe sumar a sus preocupaciones estratégicas la presencia de un Japón que se rearma ofensivamente, y de Taiwán, un trozo del territorio nacional chino que en la práctica es un protectorado de Estados Unidos y un portaaviones inhundible.

El fondo de la cuestión

La intoxicación informativa que despliega la alianza atlántica corresponde casi a la que se utiliza en una guerra abierta. Pero en la mezcla de acusaciones más o menos tiradas de los pelos, de los embargos comerciales y de una hostilidad rampante hacia todo lo ruso, se infiltra también un argumento que tiene larga historia: la acusación dirigida en reiteradas ocasiones por Washington contra Rusia y China en el sentido de ser “potencias revisionistas”. Este es el fondo de la cuestión; se conecta con las dardos dirigidos contra Alemania, Italia y Japón antes de la segunda guerra mundial, y con los argumentos que implícitamente orientaban a la política exterior británica contra la primera de esas potencias antes de 1914. Y, efectivamente, en el caso tanto de Alemania, de Italia y de Japón se trataba de potencias revisionistas que ambicionaban una porción mayor del pastel del que disfrutaban los imperialismos previamente establecidos, que a su vez no estaban dispuestos a cederles sino algunas migajas de sus privilegios. Sobre este crudo diferendo y sobre la parafernalia ideológica que se bordó alrededor, se generaron las –hasta ahora- dos mayores hecatombes de la historia universal.

Algunas expresiones vertidas en los últimos años por los funcionarios de Washington sorprenden por su candor cínico: “Las potencias revisionistas buscan crear un mundo que no siempre responde nuestros intereses y valores”. Es decir, ¡guay a quien los toque! Pero ocurre que, por el peso objetivo del curso del desarrollo, las superpotencias emergentes en la actualidad no requieren de una dinámica bélica para lograr sus objetivos, como era el caso de las potencias del Eje. No tienen que invadir Francia o Yugoslavia, arrasar la URSS, bombardear a Inglaterra o a Pearl Harbor. El BRICS, la Nueva Ruta de la Seda, la Ruta Marítima de la Seda, el Grupo de Shangai, los planes rusos de forjar una estructura euroasiática que tenga como pilares a Rusia, India y China, la movilización de los enormes recursos de esa gigantesca plataforma que Halford Mackinder denominó “el eje geográfico de la Historia”, pueden lograrse sin apelar a la fuerza, sino simplemente a un cálculo racional sobre la conveniencia de los acuerdos comerciales y económicos fundados en el beneficio, sí, pero también en una satisfacción mutua que evada las prácticas extorsivas de la globalización imperialista: asimétrica, saqueadora, improductiva e insuficiente respecto de los grandes resultados que podrían obtenerse de una utilización medianamente racional del capital.

Para esto, claro está, es necesario evadir las nociones que se expresan en Wall Street o la City de Londres y que permean toda la filosofía política y económica del llamado bloque occidental. Rusia, China y la India pueden hacerlo, en parte porque les conviene, en parte porque las dos primeras han vivido la experiencia de la revolución socialista y el respeto de sus pueblos hacia el Estado es un hábito, así como su tolerancia a la práctica de un disciplinamiento social que implica cierta capacidad de sacrificio. En cuanto a las contradicciones que existen entre sus intereses nacionales, en especial los de China y Rusia, las hay, pues la Ruta de la Seda atraviesa el territorio del Asia Central y por consiguiente de las que fueran varias repúblicas soviéticas. Como señalan Jorge Heine y Andrés Serbin en Foreign Affairs, hasta aquí sin embargo, esos choques de interés no se han manifestado. Más bien al contrario, Pekín y Moscú propiciaron la firma de un acuerdo entre la Unión Económica Euroasiática (UEEA) y China para armonizar los trabajos de infraestructura (tendido de vías férreas, construcción de puentes) y para avanzar en el establecimiento de nuevos mecanismos financieros para sostener esos emprendimientos.[i]

Ocurre que Rusia y China deben hacer frente a las potencias del estatus quo, que en realidad son las potencias del activismo salvaje, determinado por la percepción de que la posibilidad de seguir manipulando los destinos del mundo en exclusiva, se les escapa de las manos por la aparición de potencias superdotadas, provistas de una centralidad geográfica que favorece su irradiación. Estados Unidos es el deus ex machina de la coalición occidental y hasta ahora no da muestras de querer dar marcha atrás en su aspiración de            erigirse en ordenador del mundo, haciendo honor a la retórica construida en torno al concepto de nación excepcional o nación indispensable.

Lo que hay detrás de esta retórica lo sabemos y lo tememos, pero no podemos controlarlo: es el conglomerado de intereses financieros, empresarios y militar-industrial, que requiere del anabólico de la incesante inversión en nuevas tecnologías y sistemas de armas cada vez más complejos para, por un lado, mantener la economía y, por otro, frenar las tendencias externas que lo contrarrestan y mantener su propio proyecto de globalización asimétrica.

No se ve como podría lograr esto sin una guerra generalizada. De ahí que lo de Ucrania es un parte aguas. 2023 va a ser definitorio en este conflicto. O Rusia queda satisfecha, o la guerra se amplifica a niveles imposibles de pronosticar. Lo que a su vez involucraría un ascenso vertical de la tensión en el resto del mundo. ¿Y cómo impactará esto en una economía que se bambolea al borde del crack bursátil y la recesión?

2023 plantea un escenario difícil, terrorífico incluso. Siempre se espera que se evite lo peor, pero, ¿cómo? La opinión pública occidental está distraída por la propaganda, los estadounidenses son víctimas de un lavado de cerebro que dura un siglo (nos quedamos cortos), y el gran capital corporativo, anónimo y ubicuo, maneja con enorme habilidad una propaganda dúctil, abarcadora, que no deja casi resquicio sin cubrir. Esperar que de allí surja una reacción que enmiende el curso de las cosas, es esperar demasiado. Por lo menos hasta que no se haya producido un evento negativo de magnitud colosal. Y para entonces probablemente será demasiado tarde.

 

 

[i] Jorge Heine y Andrés Serbin: “China y Rusia, ¿nuevo eje autoritario o antigua entente cordial?”, en Foreign Affairs Latinoamérica, julio-septiembre 2022.

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