A un siglo del estallido de la primera guerra mundial

24
MAY
2014
Inicio hoy una serie de notas que estarán referidas a la primera guerra mundial, de cuyo comienzo este año se cumple un siglo y que fuera el punto de quiebre de la civilización occidental, la inflexión decisiva que puso en entredicho los referentes culturales y materiales sobre la que esta se venía basando. Las entregas se realizarán a razón de una por semana, a lo largo de cuatro meses. Me mueve a esta tarea el deseo de brindar una sinopsis que entiendo puede ser útil a un público, en especial joven, para el cual la historia, incluso la historia contemporánea, es un ámbito nebuloso, a pesar de que en ella se asientan muchos de los problemas que lo afectan. También me estimula el deseo de hacer, en la medida de mis posibilidades, que ese espacio, para muchos impreciso, cobre forma y que sus nombres –de personajes, de batallas, de paisajes- se conviertan en una presencia que se haga más concreta y reconocible, haciendo asimismo evidentes los nexos que hay entre esa época y la nuestra. No menos, sino más peligrosa que aquella.

Pronto se cumplirá un siglo del estallido de la primera guerra mundial. Fue este un acontecimiento entre los pocos a los que se puede denominar, sin miedo a ser desmentido, como un punto de inflexión que marca el paso de una época a otra. Por supuesto que, como siempre ocurre en la historia, ese traspaso fue precedido por una etapa que acumuló un sinnúmero de cambios, cuya fuerza, a la postre, empujando de abajo hacia arriba, habría de terminar hendiendo la superestructura de la vieja sociedad. Pero la forma en que esa ruptura se produce es peculiar en cada caso: la intensidad, la violencia y el dramatismo que tuvo el paso a la “era de los extremos”, como denominó Eric Hobsbawn a nuestro tiempo, no tiene paralelo con los producidos en épocas anteriores.

La manera de gestionar ese paso, la conciencia o la inconciencia respecto de sus consecuencias, de parte de las clases dirigentes y del pueblo en general, son elementos que hasta cierto punto moldean una crisis, a la vez que son reformulados por ella. Es en la lectura de este quehacer titánico donde cabe recabar las lecciones que puede ofrecer la historia. Y el mundo de 1914 tenía, a pesar de las sensacionales diferencias que lo separan del momento actual, muchas vibraciones y coordenadas que anticipaban el ritmo de los cambios arrolladores que distinguen al nuestro.

Nos proponemos, en la serie de artículos que inauguramos hoy, relatar la historia de esa peripecia “epocal”, sugeridora como pocas del drama de la historia, de los sufrimientos que esas bruscas transiciones acarrean, y de los esfuerzos y tanteos de los hombres para entresacar, de ese caos, los principios que permitan “montar en el torbellino y orientar la tempestad”.

La unidad de los hemisferios

El término “globalización” se ha puesto de moda para designar la totalidad abarcadora que signa a las relaciones mundiales en los tiempos posteriores a la caída del comunismo. El concepto, sin embargo, viene de mucho más lejos: se lo puede  vincular a la expansión de Europa que se produce no bien el capitalismo se afianza en los siglos XV y XVI. El descubrimiento y la conquista de América, la sujeción de la India y de Indonesia, son parte de ese descubrimiento práctico que el mundo europeo realiza del resto del planeta, del que se va apropiando. Esa marcha tiene una aceleración impresionante en el período que va de 1871 a 1914, cuando ese control es rematado. La navegación a vapor, el auge de los ferrocarriles, el crecimiento de la siderurgia, la concentración urbana, la evolución del armamento y la disponibilidad de capitales sobrantes para la exportación, apuran la carrera de la burguesía de los países centrales por la conquista de mercados. Se diseñan así rivalidades inter imperiales que se ven agravadas por una tradición de combates singulares entre las naciones. Esta tradición está profundamente arraigada en la conciencia de los pueblos. Las rivalidades entre Francia, Alemania, Inglaterra, Rusia, Italia, etcétera, son datos incorporados en el subconsciente colectivo y que darán, al conflicto por venir, un carácter en cierto modo ritual y, por lo mismo, fatal. Al menos en un principio, hasta que el horror de los campos de muerte empezó a cimentar cierta solidaridad compartida por los combatientes sometidos a prueba, solidaridad que, llegado cierto punto, ayudaría a depurar la comprensión estrechamente nacional del conflicto que tenían los miembros de cada uno de los bandos.

El período que va de 1871 1914, conocido como “Belle époque”, ostentaba rasgos muy estimulantes y parecía abrirse a las expectativas más generosas. Fue una época de gran florecimiento cultural en la cual, sin embargo, comenzaron a manifestarse los primeros indicios de ruptura. Fiel a su carácter de sismógrafo de la historia, el arte fue el primero en detectar los síntomas de la fractura tectónica.

Con el Impresionismo la pintura había llegado a configurarse como la sedosa y sensibilísima aprehensión de los datos de la naturaleza. Su apacibilidad, su delicadeza, su luminosidad y su plenitud sensual habían conquistado al público después de sufrir muchos rechazos. Pero no bien se aposentó en los salones y sacó carta de ciudadanía de arte respetable, otras manifestaciones, como el cubismo, el futurismo y el expresionismo comenzaron a irrumpir desde la primera década del siglo. El arte se hacía disruptivo, agresivo, no fácil de acceder para la sensibilidad común, y empeñado en retratar al mundo en sus líneas de fuerza tan seductoras como brutales, o en los laberintos más recónditos de una psiquis que se descomponía. El cine irrumpía asimismo como el primer espectáculo de masas y resumía en sus características técnicas y expresivas la naturaleza dinámica y el activismo sin pausa que distinguía a la sociedad contemporánea.

El entusiasmo acompañaba a esta clase de manifestaciones. Salvo en el caso del expresionismo, que no ocultaba un pesimismo que se proyectaba como una suerte de prolongación artística de las indagaciones del psicoanálisis, el arte de vanguardia del siglo XX –más concretamente el futurismo-, se volcaba a un dinamismo sin tasa. Su manifiesto, debido al poeta protofascista Tommasso Marinetti, exaltaba el peligro, la energía y la temeridad, y quería cantar la máquina, la guerra, liberar a Italia de “su fétida gangrena de profesores y… de los incontables museos que la cubren como otros tantos cementerios”. Esas palabras tuvieron el efecto de un tónico para los lectores del mundo occidental, pues por primera vez, desde un periódico de difusión masiva se hacía tabla rasa de los valores de la vieja guardia. Apolíticos en principio, no deja de ser significativo que los seguidores del movimiento no tardasen en sumarse a los grupos contestatarios que después de la guerra, desde la derecha o la izquierda, cuestionarían al viejo régimen y engendrarían al fascismo y el comunismo.

La excitación que recorría a la sensibilidad colectiva en los años previos a la primera guerra mundial no necesariamente se exteriorizaba en actitudes populares teñidas de agresividad hacia otras naciones. Pero había un clima que gradualmente se fue cargando de electricidad y al cual confluían con naturalidad las antipatías nacionales fomentadas por siglos de enfrentamientos y cohesionados por la instrucción pública universal y gratuita, en la cual los viejos rencores eran sistematizados y exhibidos como clisés.

El elemento decisivo que definió la confrontación del 14 fue, empero, de naturaleza política y económica. Ya a principios del siglo XX se define el esquema que fijaría la contraposición que llevaría 30 años dirimir: la lucha por la balanza de poder entre las potencias imperialistas bien provistas de mercados y colonias, y las que no lo estaban, y pretendían asegurarse su lugar bajo el sol. Alemania era la más insatisfecha, y percibía como una injusticia flagrante que, a pesar de disponer de la economía más poderosa de todas (fuera de la de Estados Unidos, que en ese momento todavía estaba digiriendo el prodigioso progreso económico que había conseguido tras la Guerra Civil y la conquista del Oeste) no dispusiera de espacios coloniales y de áreas de influencia capaces de recibir sus productos.

Esta contradicción era percibida por todos, y con mayor acuidad por Gran Bretaña, la dueña indiscutida del rol de primera potencia desde el final de las guerras napoleónicas.

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