A un siglo del estallido de la primera guerra mundial

23
JUL
2014
Soldados alemanes abaten a atacantes franceses en Verdún.
En 1916 las opciones para un final rápido de la guerra quedaron cerradas. Todos los contendientes fallaron en las operaciones que intentaron y las características crueles de la guerra de trincheras se agravaron al extremo.

En diciembre de 1915 los mandos de las potencias aliadas se reunieron en una conferencia en el castillo de Chantilly, no lejos de París. El objetivo de la reunión era diseñar una estrategia conjunta para 1916. Ya era evidente que las fuerzas en presencia se neutralizaban mutuamente y también era obvio que los sacrificios realizados y los odios y resentimientos nacionales exasperados por las pérdidas y atizados por la propaganda, vedaban una salida negociada al conflicto. Los intereses económicos en pugna también pujaban para que la oportunidad abierta por la guerra no fuera desaprovechada y se diese un vuelco a la situación europea que beneficiara a un bando a expensas del otro. Los pactos signados entre los aliados hacían imposible que uno de ellos se retirase por decisión propia de la contienda. Todo preanunciaba que la lucha se prolongaría hasta un final de aniquilamiento.

Esta situación era paradójica, pues todos los gobiernos y los mandos militares habían ido a la guerra en la persuasión de que esta no duraría más que unos meses, pues los recursos económicos se agotarían rápidamente de persistir la lucha. La resistencia de los pueblos y de las estructuras sociales que los encuadraban se reveló, sin embargo, más fuerte de lo previsto. Había además una convicción generalizada, en los estamentos dirigentes, en el sentido de que la derrota habría de acarrear alteraciones de fondo que vulnerarían el estatus quo y tal vez precipitarían una revolución.

Había que persistir en pos de la victoria, por lo tanto. La cuestión era cómo.  Los jefes aliados reunidos en Chantilly, en el que fuera el palacio de los Borbon-Condé, eran representativos de Francia, Gran Bretaña, Rusia e Italia. De entre ellos Joffre llevaba la voz cantante, aunque no podía imponer una estrategia sino tan sólo orientar su coordinación. Se decidió que los frentes menores –Egipto, Mesopotamia, Dardanelos y Salónica- no debían ser reforzados, concentrándose todo el esfuerzo en los frentes francés, ruso e italiano. La idea era anular o limitar la principal ventaja alemana, la de moverse sobre líneas interiores, forzando a los germanos a desplazar sin cesar efectivos de un frente a otro, obligados por el lanzamiento de ofensivas coordinadas por los aliados y concebidas de acuerdo a una cronología precisa.

Las municiones y la artillería, por primera vez desde el comienzo de la guerra, llegaban en cantidad suficiente como para acometer la guerra de materiales, que se resolvía a su vez en la guerra de desgaste. El ejército ruso, destrozado el año anterior, se encontraba nuevamente en pie y, gracias a la espectacular expansión de la industria de guerra,  estaba abundantemente provisto de artillería y municiones, mientras que las nuevas levas de campesinos extraídos de las profundidades de la estepa venían a llenar los huecos en las filas. La producción rusa de cañones había aumentado en 1.000 por ciento, en 1.100 por ciento la de fusiles y en 2.000 por ciento la de municiones. Italia, la más débil de las potencias aliadas, había conseguido a su vez aumentar el número de sus batallones de infantería de 560 a 693; en cuanto a su artillería de campaña había pasado de 1.788 piezas a 2.068.[i]

Los franceses habían reorganizado sus filas y habían incrementado exponencialmente su artillería pesada. La producción de proyectiles para cañón rondaba los 100.000 por jornada, y la de explosivos se había sextuplicado desde el principio de la guerra. En número de soldados, sin embargo, seguían siendo inferiores a los alemanes, y los estragos padecidos especialmente en los primeros momentos de la guerra (850.000 bajas en cuatro meses), habían agravado la disparidad.

Los británicos, por fin, por primera vez tenían un ejército numeroso sobre el terreno. Era el llamado “ejército de Kitchener”, compuesto por voluntarios en su inmensa mayoría, que rondaba el millón de efectivos y se aprestaba a asumir la defensa de una extensión del frente no muy inferior a la que sostenían los franceses.[ii]

La contradanza de ofensivas prevista para 1916 consistía en una serie de ataques simultáneos o poco distantes en el tiempo. Sin embargo, como suele ocurrir con los planes cronometrados al milímetro, no contaban con la huéspeda. Para el caso, Erich Von Falkenhayn. El jefe del estado mayor alemán era un convencido de que el punto de decisión del conflicto era el frente occidental. Contrariamente a lo que pensaban Hindenburg y Ludendorff, que presumían que la victoria podía obtenerse destruyendo primero al enemigo ruso, Falkenhayn pensaba que el camino más rápido para finalizar el conflicto era quebrar a los franceses, que habían sufrido espantosamente en la batalla de las fronteras y en las ofensivas de 1915 en el Artois y la Champagne. Creía que,  fijándolo en un punto que no podía abandonar, atraería al ejército francés a una batalla de desgaste tras la cual quedaría  inválido para siempre. Por lo tanto concibió su ofensiva como una operación limitada, que no buscaría romper el frente enemigo sino crear un yunque sobre el cual el martillo de la artillería pesada alemana inmolaría a los franceses.

Verdun y el Somme

El punto elegido para poner en práctica esta concepción que de alguna manera negaba los principios del arte militar reduciéndolo al ejercicio de la mera fuerza bruta, fue Verdun, una fortaleza situada en la orilla derecha del Mosa, de relevante valor como bastión avanzado, como contrafuerte de la línea aliada y como emblemático referente histórico. Verdun estaba amenazado por tres costados, como resultado de las batallas iniciales de la guerra. La estrategia alemana daba por sentado que los franceses iban a sostener el punto a cualquier costo. La idea era atraerlos a allí y destruirlos con una tormenta de fuego y acero para formar la cual reunieron una enorme masa artillera. Estaban servidos por líneas ferroviarias y camineras mucho más numerosas que las de su enemigo, que contaba con sólo una, la que iba desde la cabecera ferroviaria de Bar-le Duc a Verdun, a la se que denominaría poco después “la voie sacrée”, la vía sagrada. Por ella circularía una enorme masa de tropas y material a lo largo del casi un año de duración que tomó la batalla.

Los alemanes lanzaron su ataque el 21 de febrero de 1916, con efectivos relativamente reducidos, pero con una masa de artillería pesada de proporciones monumentales. En un primer momento la táctica alemana pareció revelarse exitosa, pero pronto se hizo evidente que el poder de fuego de la artillería francesa no cedía en volumen al de la alemana y la infantería germana empezó a experimentar los efectos del mismo remedio que su alto mando había recetado para los franceses. En la primera fase de la batalla los alemanes, empleando por primera vez lanzallamas en gran escala, se apoderaron de los fuertes que se consideraban claves para el sostenimiento de la ciudadela, Vaux y Douamont, pero más adelante hubieron de ceder al segundo como consecuencia de los contraataques franceses. La batalla se libró en un sector reducido, en el cual la artillería de los dos bandos hizo estragos sobre una infantería amontonada en ese pequeño espacio y fijada a él. Las condiciones invernales, la nieve, la lluvia y el barro dificultaron el movimiento de las tropas en el terreno, y las bajas se multiplicaron y equilibraron con el correr de las semanas y los meses. Al final los franceses obtuvieron una victoria simbólica, recuperando los fuertes de Vaux y Douaumont y los principales puestos de observación sobre el valle del Mosa. Pero fue una victoria vacía, una batalla letal a una escala horrible para los dos bandos. Murieron 156.000 franceses y 143.000 alemanes, y el total de bajas se acercó al millón.[iii]

En un aspecto Falkenhayn -que fue relevado de su cargo por el devastador resultado de la batalla-, tuvo sin embargo razón: el ejército francés no volvería ser lo que era después de haber sido “saignée a blanc” en Verdun. Aunque realizó brillantes hechos de armas desde allí al fin de la guerra, el recuerdo de la hecatombe pesó en la memoria de las generaciones y parte de la desconfianza y el cansancio que rodearía a la retórica patriótica al estallido de la segunda guerra mundial provendrá de esa experiencia. Quizá no haya sido tan paradójico, después de todo, el hecho de que el mariscal Philippe Pétain, quien dirigiera a los ejércitos franceses en Verdun y acuñara allí la famosa frase “¡No pasarán!”, convirtiera esa terrible vivencia en el presupuesto de su ascensión al gobierno tras el desastre de 1940. La conducción ponderada y conservadora de la guerra que imprimió a su mando después de Verdun, le ganaron una fama de militar firme y humanitario que lo pondría al frente de su pueblo en la desafortunada aventura colaboracionista con Alemania en la segunda guerra mundial.

Una de las consecuencias inmediatas que tuvo Verdun fue desarticular la cronología prevista por los aliados en la conferencia de Chantilly. Los franceses e ingleses estaban preparando una gran ofensiva que debía desencadenarse en julio sobre el frente del Somme, en consonancia con una serie de ofensivas rusas contra Alemania y Austria-Hungría; y con otra ofensiva italiana a conducir por el general Cadorna en el Carso.

El compromiso del grueso del ejército francés en Verdun redujo la participación de este en la planeada ofensiva del Somme. Los británicos, en consecuencia, tuvieron que estirar su frente y asumir la voz cantante en la operación, mientras los franceses se hacían cargo de una cantidad menor de terreno, reduciendo el frente conjunto. El comandante en jefe británico, el general Douglas Haig, estaba sin embargo convencido de que lograría perforar las líneas alemanas y con tal motivo volvió a reunir una importante masa de caballería detrás de las líneas, en la creencia que esta podría irrumpir en campo abierto y esparcirse detrás de la retaguardia germana.  

La preparación artillera duró una semana, alejando toda posibilidad de sorpresa. Se lanzó un millón de proyectiles sobre las líneas alemanas. Sin embargo, los soldados enemigos, guarecidos a 10 metros de profundidad en refugios preparados desde largo tiempo atrás, no sufrieron mucho. Las alambradas quedaron intactas o se convirtieron en un revoltijo de estacas y alambres removidos por las explosiones que representaban un obstáculo peor que las defensas originales. El mando inglés, que mandaba al combate a tropas bisoñas, no creía que estas pudieran avanzar según el ya probado procedimiento que consistía en “fuego y movimiento”, de acuerdo al cual una parte de los atacantes corría, hacía cuerpo a tierra y cubría con su fuego a sus camaradas que se movían hacia delante, quienes a su vez repetían el procedimiento para permitir que avanzasen las tropas que antes los habían protegido. En cambio se optó por desplegar los efectivos en línea, sin ninguna barrera de fuego artillero que los fuera adelantando en forma gradual durante su desplazamiento, pues no existían todavía los equipos de radio a través de los cuales se pudieran coordinar los movimientos y el sistema de señales luminosas no era muy fiable debido al insuficiente adiestramiento de los artilleros.

A las 7 de la mañana del 1 de julio de 1916 los británicos y los franceses salieron de sus trincheras, “equipados con el casco de acero y la máscara antigás, y armados con los más modernos ingenios guerreros, granadas de mano, morteros y ametralladoras ligeras y pesadas, y apoyados por toda su artillería, marcharon contra el enemigo en un frente de 45 kilómetros”.[iv] A las 9 todo había terminado. Los avances habían sido mínimos y las bajas –las británicas tan solo- sumaban 60.000. De todos los efectivos ingleses empeñados en el ataque casi la mitad fueron muertos o heridos. Avanzando por terreno descubierto, los aliados se enfrentaron a una tormenta de fuego desde posiciones adversas que habían quedado casi intactas a pesar del continuo bombardeo. Se habían ganado algunos miles de metros en algunos sectores y en otros nada. Las bajas alemanas en ese día habían sido ínfimas en relación a las aliadas. Apenas un décimo de estas.

En las semanas y meses que siguieron la magnitud de la catástrofe fue velada por la continuación de los ataques, a menor escala, respondidos con contraataques alemanes, en una reedición de lo sucedido en Verdun. Cuando el combate se extinguió a fines de noviembre las bajas sufridas en ambos bandos se equiparaban. Tanto el ejército inglés como el alemán quedaron marcados por ese choque y nunca volverían a ser lo que habían sido. El ejército de voluntarios de Kitchener[v] fue casi exterminado, y una nube sombría se tendió sobre las tropas alemanas, que seguirían siendo de una formidable eficiencia hasta el fin de la guerra, pero ya imbuidas por una fatiga que dejaba una profunda huella psicológica.

El curso militar de la guerra en toda su longitud estuvo marcado por la superioridad de la defensiva sobre la ofensiva. A pesar de que en ella hicieron su aparición los ingenios mecánicos que iban a revolucionar la guerra moderna (tanques y aviones) que permitirían su inserción en considerandos tácticos y estratégicos más flexibles que revivirían el arte de la guerra, en ese momento quedaron sólo como indicaciones, como atisbos de una vía que sólo veinte años después se impondría a la rigidez de los conceptos de un pensamiento militar que, salvo contadas excepciones, seguiría aferrado al modelo suministrado por la gran guerra. Los libros de J.F.S. Fuller y Basil Lidell Hart, entre los ingleses; Charles de Gaulle entre los franceses y Heinz Guderian entre los alemanes, no encontrarían, salvo en el caso de este último, la repercusión que merecían en los sectores altos de la jerarquía. Sólo la experiencia práctica significada por la blitzkrieg hitleriana los devolvería a la realidad y forzaría su relevo por una generación más imaginativa de militares.

El Carso, los Cárpatos y Rumania

En los otros frentes la actividad sancionada por la conferencia de Chantilly se cumplía, aunque no con arreglo al horario original, pues en el frente ruso se hizo necesario adelantar la ofensiva creyendo que así se podía aliviar la presión sobre los franceses en Verdun. No fue así, pues los alemanes no tuvieron necesidad de mover sus efectivos del frente oriental para reforzar el occidental. El adelanto no dejó de suponer una ventaja para los rusos, sin embargo: gracias a él tomarían a los austro-húngaros desprevenidos y ganarían su mejor victoria a lo largo de la contienda.

Los italianos, en cambio, lo hicieron con tan mala fortuna como los ingleses y los franceses en el Somme. Volvieron a atacar en la Venezia Giulia, en las quinta, sexta, séptima, octava y novena batallas del Isonzo. El simple recuento del número de las batallas está proclamando la tozudez criminal del mando del general Cadorna, uno de los peores jefes de una guerra donde sobraron los ejemplos de incompetencia. Casi cero ganancias, a un coste de bajas que duplicaba las infligidas al enemigo, fue el saldo de esa serie de ofensivas que necesariamente preludiaron la catástrofe mayor que caería sobre el agotado ejército italiano al año siguiente en Caporetto. Las ofensivas italianas sin embargo empeñaron a un considerable número de tropas austríacas, distrayéndolas de su flanco oriental, lo que redundó en los acontecimientos que se producirían en el frente meridional de los rusos, donde estos realizarían su mayor esfuerzo de la campaña de 1916.

Notas

[i] Keegan, op. Cit.

[ii] Ibíd.

[iii] Wikipedia.

[iv] Churchill, op. Cit.

[v] Antes había muerto su creador, el mariscal Herbert Kitchener, una figura prominente en los anales de guerra británicos, conductor de las principales campañas del fin de la era colonial y Ministro de Guerra durante la Gran Guerra. Kitchener murió cuando el buque que lo transportaba a Rusia se hundió debido al choque con una mina sembrada por los alemanes, junto a 643 de los 665 tripulantes del buque en el que había embarcado. 

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