A un siglo del estallido de la primera guerra mundial

12
JUL
2014

Impasse

Ocho
Soldados ingleses en una trinchera de comunicación inundada.
Un estancamiento sangriento fue característico de casi todo el conflicto 1914-1918. Las intentos para salir de él y la impotencia para hacerlo dominaron el pensamiento militar y las acciones de los dos bandos a lo largo de la guerra.

A mediados de noviembre de 1914 el frente occidental se estabilizó. Una ininterrumpida línea de trincheras corría desde los Vosgos hasta el mar. Ninguno de los contendientes había podido flanquear al otro y las tropas, agotadas, se atrincheraron para repararse del invierno. Pasarían cuatro años en esas posiciones, modificándolas apenas a través de inútiles batallas que durante mucho tiempo demostraron la superioridad que tenían las tácticas defensivas sobre las ofensivas. Fue un estancamiento activo, por lo tanto, que daría a la primera guerra mundial sus características más atroces e imborrables.

Las posiciones, al principio improvisadas, rápidamente se consolidaron en dos o tres líneas defensivas sucesivas, protegidas por redes cada vez más intrincadas de alambre de púa. Las trincheras estaban dibujadas en zigzag, para proteger a los soldados del tiro de enfilada o de las explosiones a media distancia. En las zonas húmedas era indispensable revestir a las paredes con cáñamo o madera, y grandes tablones cubrían el piso para evitar hundirse en el fango. Se excavaron refugios en la tierra, sostenidos por vigas de madera y cubiertos con bolsas de tierra. Era normal que los refugios se cavasen en la pared de la trinchera y apenas si contenían a dos o tres soldados, protegidos por un techo de sacos terreros. Las fortificaciones de campaña iban a evolucionar durante la guerra: aparecerían los refugios subterráneos de cemento y los “pills box” o cajas de píldoras, pequeños blocaos de concreto provistos en las aspilleras de planchas deflectoras para desviar las granadas de mano y donde se alojaban nidos de ametralladora. Las líneas se convertirían en una sucesión de fortificaciones que cruzarían sus fuegos y se protegerían mutuamente, unidas por un laberinto de trincheras de comunicación por las que debían circular los relevos y las provisiones de boca. Hacia 1917 la primera línea se convertiría en una delgada cortina defensiva, dedicada a desgastar el envite del atacante, mientras que en la segunda y la tercera se concentraría el grueso del contingente defensor. Frente a ellas  debía romperse lo que restaba de la primera ola del ataque.

Toda esta articulación estaba sostenida por una poderosa artillería, también desplegada en líneas sucesivas. Las piezas de campaña en primer lugar, y más lejos la artillería pesada. En los puntos donde se verificaban las ofensivas la concentración artillera era muchísimo mayor. Pronto aparecieron los morteros de infantería, pequeños tubos de acero asentados sobre una placa y un bípode regulable que disparaban una bomba y consentían a las tropas de primera línea disponer de su propia protección artillera, cuyo tiro parabólico a corta distancia resultaba ideal para una lucha como la que debían sostener. Otros ingenios mortíferos hicieron su aparición casi de inmediato. Los fusiles ametralladoras, ya probados en la guerra ruso-japonesa; las granadas de mano, provistas de un sistema de detonación más refinado que los usados antes[i], los lanzallamas y… los gases asfixiantes.

Modalidades del combate

Las condiciones en las que las tropas de primera línea desenvolvían su cometido eran durísimas, por no decir espantosas. La lluvia, la nieve, el fango, las ratas y los piojos atormentaban su existencia. Los cadáveres esparcidos en la tierra de nadie o semisepultos en el barro de la trinchera impregnaban la atmósfera con un olor pútrido. El peligro estaba siempre presente, aunque no se desarrollasen operaciones en el sector: los francotiradores, los bombardeos sorpresivos, que daban lugar a duelos de artillería, las patrullas nocturnas para relevar datos de las líneas enemigas e impedir que el contrincante estableciese su superioridad en el terreno, generaban bajas y mantenían una tensión que, paradójicamente, se combinaba con el aburrimiento de las largas jornadas inútiles. A veces se establecían connivencias tácitas entre los enfrentados: no se disparaba a menos que hubiese que responder al fuego. La artillería no siempre era precisa en los momentos de apuro: como estaba semienterrada a cierta  distancia de las primeras líneas, solía marrar el blanco y disparar sobre sus propias tropas cuando había operaciones. Los cohetes de colores para solicitar “¡alarguen el tiro!” son una referencia clásica en las novelas y los relatos que describieron las circunstancias de la gran guerra, sobre todo en su primera fase, antes de que la observación aérea y la radio permitiesen  una mejor marcación de los blancos y de la coordinación del tiro.

Vaya como ejemplo del martirio cotidiano de las tropas del frente este fragmento del libro de Carlo Salsa: “Trincheras”, una de las piezas menos recordadas pero más sentidas de la novelística sobre la guerra del 14, que recoge las experiencias de su autor, un teniente de infantería en el frente italiano de las montañas del Carso.

“Nos han puesto a dormir con los soldados a lo largo de las riberas del Isonzo, en ciertas cuevas bajas en las cuales se introduce uno a gatas, reptando como serpientes… Afuera  se escucha el habitual maullido de las balas perdidas en la noche. Un terraplén, esbozado con unos pocos sacos terreros mugrientos trepa por la pendiente: de aquí a la desembocadura hay un anegamiento de cosas dispersas por todas partes en el fango: parece que por esa vena se haya colado desde la primera línea un reguero continuo de inmundicias y deshechos: cajas desfondadas, bolsas colmadas, marmitas, formas humanas aflorando sobre el fondo fangoso con extraños gestos de estatuas sumergidas… El terraplén bajo hace los soldados deban permanecer agazapados en el barro para no ofrecerse como blanco: los bordes desiguales de la trinchera cubren apenas las cabezas. No podemos movernos; esta fosa en la que nos encontramos está repleta de cuerpos plegados, de piernas encogidas, de fusiles, de cajas de munición que se amontonan, de inmundicias que se extienden: todo mezclado en el fango tenaz como un lazo… A medida que amanece de a poco se delinean las formas, se precisan las cosas alrededor  mío. Un borde de la trinchera está hinchado de muertos que se mezclan en una maraña confusa... Son casi todos cadáveres de soldados austríacos: muchos –pegoteados por una pátina grasienta- están caídos en el fango en el mismo sentido, en la misma postura, como sardinas: algunas cabezas se perciben alineadas sobre el borde de la trinchera, otras cuelgan de él, de otras no se advierte más que mechones de pelo viscosos… Quizá han sido cogidos por una ráfaga de ametralladora mientras huían al descubierto y han caído así, simultáneamente, como los palos de una empalizada abatida por un ventarrón.”[ii] 

Avanzar contra las trincheras enemigas protegidas con una maraña de alambradas era casi imposible. Los altos mandos soñaron siempre con la ruptura de la línea adversaria, que permitiese irrumpir en campo abierto y volver a la guerra de maniobra. Pero durante tres años esa esperanza se reveló irrealizable en el frente occidental. No había elementos técnicos para superar los obstáculos que se oponían al avance. Esto no fue óbice para que los militares de alto rango persistiesen en esa actitud, mucho más tiempo del que el fracaso que los primeros experimentos evidenciaban como aconsejable.

La descripción de cómo se desarrollaban esas batallas debería ser suficiente para comprender las características del impasse que existió en el frente francés entre diciembre de 1914 y marzo de 1918. Casi siempre fueron los aliados los que tomaron la iniciativa, pues los alemanes calcularon de entrada a la empresa como imposible y decidieron trasladar sus esfuerzos al frente oriental, donde tenían esperanzas de lograr un vuelco en la balanza. Los franceses se sentían además obligados a liberar las porciones de su territorio bajo ocupación enemiga, no sólo por un deber patriótico sino porque en ellas se concentraba lo más importante de la industria manufacturera del país y se encontraban las grandes minas de hierro y carbón.

Cuando el estado mayor decidía lanzar una ofensiva se acumulaban tropas y se trasladaban ingentes cantidades de cañones pesados y millones de proyectiles hacia la zona donde se pretendía hacer irrupción. Comenzaba luego el bombardeo de preparación, dirigido a matar o al menos aturdir a la primera línea de los defensores, y a destruir las alambradas que los protegían. Esos bombardeos trataban también de alcanzar las baterías enemigas y solían durar días e incluso semanas, ahuyentando cualquier posibilidad de sorpresa que podría pudiera haber existido. Cuando llegaba la hora H el fuego se desplazaba a la segunda línea enemiga para impedir el arribo de refuerzos alemanes y las tropas de asalto trepaban la pared de las trincheras y avanzaban a través de sus propias alambradas, por pasos dispuestos con antelación. Entonces se desencadenaba el fuego de las baterías alemanas, que no habían respondido o habían contestado esporádicamente al bombardeo preparatorio, disimulando así sus posiciones. Un diluvio de proyectiles de metralla (shrapnells) caía sobre la cabeza de los atacantes, mientras la infantería germana (o sus sobrevivientes), que había soportado el bombardeo con estoicismo guarecida en sus refugios, emergía a la luz del sol y disparaba con ametralladoras y fusiles contra un enemigo que avanzaba en orden disperso pero con grandes contingentes contra ella. Los infantes ingleses o franceses que lograban llegar a la línea alemana tenían la horrible revelación de que gran parte de las alambradas había quedado intacta o que, desmontada por las explosiones, seguía siendo un obstáculo complicado de superar. Muchos de esos asaltos quedaban en la nada, con los atacantes muertos o heridos esparcidos sobre el terreno. Y en los casos en que la primera línea alemana caía en manos de los aliados, cualquier avance ulterior se veía obstaculizado por los innumerables cráteres producidos por los obuses, a través de los cuales era muy difícil moverse, y por los contraataques de los alemanes, quienes a su vez debían exponerse al fuego devastador de las ametralladoras y la artillería. Cuando llovía, el campo removido por el bombardeo se convertía en un lodazal intransitable, lo cual acababa con cualquier posibilidad de movilidad provista de sentido; pero aun así seguía siendo un lugar apto para proseguir la matanza y retener de esa manera al enemigo en un abrazo mortal que debería en definitiva conceder la victoria al más numeroso,  siempre y cuando se mantuviese el nervio necesario para persistir en la empresa.

 

Notas

[i] Hasta entonces las granadas de mano consistían en poco más que latas de conserva con una mecha que el soldado debía encender, o recipientes con explosivos provistos de un mecanismo de percusión que los hacía  explotar al chocar con algo. Con lo que estas armas podían resultar más peligrosas para quienes las empleaban que para sus enemigos. Las granadas Mills, introducidas en 1915, resolvieron el problema al separar la carcasa con el explosivo, del mecanismo detonador, lo que permitía su transporte seguro. Cuando se preveía su empleo y su portación por el soldado se atornillaba el detonador al cuerpo de la granada. Para lanzarla se debía retirar una anilla que liberaba una palanca que encendía una mecha que duraba siete segundos, lapso en el cual había que lanzar la bomba y ponerse a cubierto de sus esquirlas. Este esquema básico se sigue empleando hoy en día.

[ii] Carlo Salsa, “Trincee. Confidenze di un fante”. Mursia, Milano, 1955. La novela fue publicada en 1925 pero tuvo mala prensa durante el fascismo debido a su registro descarnado y anti heroico, y fue reeditada sólo después de la segunda guerra mundial.

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